¿Cuántas
veces, en medio de la más absoluta desolación, oímos una voz abriéndose paso
entre los escombros o la oscuridad, buscando un resquicio de luz o de aire
respirable? Es el viento que sopla incluso donde parece no poder filtrarse. Trae
hasta nosotros esa voz tan familiar, más nuestra que un hermana y a la vez tan
ajena que podría pensarse de cualquiera, menos nuestra. En el tráfago de los
días que contamos uno tras otro, en las sonrisas que intercambiamos, en las
opiniones que soltamos al aire y las copas que chocamos, esta voz se pierde.
Curiosamente, el viento fluye con más fuerza en este medio abierto, silba en
los cristales de las ventanas y se ensordece a sí mismo.
En este mundo amplio donde se saluda a la gente y
creemos dialogar de igual a igual con cada rostro que se nos cruza, el viento
se limita a ser el elemento natural que agita el follaje de los árboles y
levanta basuras en las plazas; es el vehículo de los olores agradables en un
parque, en la montaña, en la playa; también nos trae la pestilencia de las
alcantarillas y los barrios pobres: lugares abiertos todos, donde caminamos con
los demás y escuchamos la palabra ajena, la voz de las verdades que se
construyen en un instante para darnos una imagen del mundo. Creemos en la
imagen, pues siempre viene acompañada de la sonrisa de una bella, de la
sabiduría impostada en las canas de una barba venerable, de la broma noble de
un amigo; creer así es fácil siempre.
Tal vez no a todos les ocurra que belleza, sabiduría
y nobleza son insuficientes para hacer que la imagen del mundo coincida con la
verdad que buscamos, pero cuando ocurre, corremos al aposento ruinoso y
cerrado, al refugio bajo las sábanas que nos ocultaba el mundo y atenuaba el
miedo. Cuando niños, cerrábamos los ojos para no ver al monstruo de la realidad
que nos rondaba; ahora buscamos la soledad de la recámara, la carne muda de la
prostituta, la pequeña ermita en la montaña. Son las celdas de una voz cautiva
que se cansa de no ser escuchada; sopla con el viento que nos surge del pecho,
sale de nuestra boca con la fuerza del grito o el suspiro desolado y vuelve a
nosotros como el eco de la soledad: ya no se ensordece ni arranca pétalos a las
flores, se deja oír y sus palabras cobran un sentido único. Para el niño
Vicente el viento era la encarnación del miedo y un rugido; el aliento del
valor patriota para el joven Riva Palacio; y simplemente viento para el hombre
desolado en su madurez:
Que
eres viento, no más, cuando te quejas,
eres
viento si ruges o murmuras,
viento
si llegas, viento si te alejas.
El
poeta pinta a un hombre sordo, recién empequeñecido por el desengaño y la
derrota. Uno que quizá no crea en su propia voz o no se haya detenido a
escucharla, o uno que, ocupado en sus lamentos, no le ha hecho las preguntas
necesarias. La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento, el viento que
sale de mis labios, rebota en el mundo y vuelve hasta mí, transfigurado: el eco
de la experiencia que, como el sonar de los murciélagos, al entrar por los
oídos conforma una nueva imagen del mundo, una más confiable, creada por
nuestros sentidos y a la medida de nuestras limitaciones, que acaban de sernos reveladas.
El viento entre los escombros, el viento como base de… un hombre? Mi comentario será muy breve patidifuso, porque aún no llegaba a la parte de Vicentito y ya tenía su poema en los labios. Hoy me gusta el día para dejar hablar al viento.
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