Siempre hubo en
casa libros colocados en las estanterías más altas y generalmente hay padres
ingenuos que creen censura suficiente el hecho de colocarlos ahí. Yo no
recuerdo, pero es una historia familiar que a mis tres años jalaba una silla y
tiraba la charola del pan para gozarme en sus mantecosas dulzuras; una historia
muy reída y celebrada por todos, menos por mi abuela, guardiana celosa de la
despensa como tiene que ser una buena abuela. La silla que sirve para alcanzar
las alturas siguió siendo un cómplice habitual: a veces descubría monedas
encima del refrigerador, golosinas en las alacenas inalcanzables y libros,
libros de los que, sin que yo supiera por qué, mi padre se negaba a hablarme.
A mis doce años, sentencias como,
“esos no son buenos para ti” los volvían definitivamente tentadores y posibles.
La prohibición sólo era tácita: “no son buenos para ti” no significaba
necesariamente “no debes leerlos”. ¿Qué podría saber mi padre de mis púberes
gustos? Para entonces tal vez la silla no era ya tan necesaria, pero la
costumbre de su complicidad y cierta facilidad práctica me llevaron a apoyarla
una vez más, en el librero…
Desde
esa altura el mundo era ya otro: la palabra erótico acrecentaba el cúmulo de
las dudas que mi padre se negaría a resolverme, los pechos en las portadas, los
colores sugerentes de las pastas, las faldas a medio levantar y sonrisas que
nunca había visto en mujer alguna fueron insoportablemente invitadores. El
criterio de selección fue, dado que los libros “no eran buenos para mí”, la
extensión de los capítulos, que en Las mil y una noches eróticas se convertían
en relatos breves e independientes.
Aprendí
de perfumes y hierbas aromáticas, de músicas jamás oídas y que transportan a un
estado de voluptuosidad que apenas iba descubriendo; supe lo que es un hamán,
un eunuco, una ninfómana y sobre todo, de las cosas que puede llegar a hacer la
gente por conseguir un momento de diversión totalmente corpórea, y también lo
que puede conseguir una persona cuyo cuerpo es su instrumento más peligroso. Mi
recámara no tenía puerta, así que tenía que huir al jardín o esperar algunos
momentos solitarios para dejarme llevar por lecturas tan edificantes que era
necesario esconder bajo el colchón y colocar una almohada en mi regazo para no
ser descubierto y evitar un sermón sobre prohibiciones, adecuaciones y maduración.
Pero
el pecado nace en la conciencia del pecador. Si se le suman los frutos de mis
tardías lecciones de catecismo y aquella tendencia natural a la obediencia
paterna, el placer y la curiosidad de tantas tardes de deleite imaginario,
vivido cuerpo a cuerpo con los personajes, se convirtió en un odio y en un peso
insufrible que terminaron en la destrucción de cuando menos dos libros y el
olvido de un sinfín de relatos, sherezadas y califas insaciables, falos que “de
ser del tamaño de un cacahuate crecían hasta parecerse a los de un camello o un
elefante”, princesas ultrajadas por sus eunucos a través de la ropa, y palacios
mudéjares de los cuales se escapaban gemidos que resonaban a lo ancho y largo
del Sahara.
No
fueron pocos los cuentos de relaciones homosexuales que leí sin discriminación
alguna con la misma curiosidad y avidez que los demás. En realidad todo parecía
estar fincado en mi fantasía y en el encanto de estar descubriendo un mundo que
siempre me había sido fuertemente velado. Aun a mis veintitantos años, mi madre
llegó a recriminarme por la portada de un libro -novela conocidísima, además-
que mostraba un par de muy suculentos pechos bajo el título de Sexus. Era obvio
que ella no lo había abierto ni por asomo, tal pareciera que la colocación estratégica
de esos libros en los estantes altos había funcionado mejor con ella que
conmigo. Ese comportamiento, tal vez heredado, fue lo que me llevó a la
lamentable destrucción de ese palacio de una Sherezada de tranparentes ropas en
el que se albergaron tantas noches mis primeras fantasías eróticas que hoy
evoco como uno de los recuerdos más gratos de mi juventud cuando logro
desembarazarlos del remordimiento que, en aquel temeroso entonces, me
causaron.
Mi comentario se ha tardado mucho y es debido a la maldita imaginación que me tenía agarrado del pescuezo y con mis propios dedos.
ResponderEliminarPero al fin puedo descansar un poco antes que Sherezada me vuelva a lamer la oreja. Para decirte, no sé, nada, tendrías que entrar en mi mente para ver con tus propios ojos el agradecimiento por escribir esta entrada. Desafortunadamente, el pudor -soy muy pudoroso- me impide describirte este goce a manos llenas.