El
mediodía de un sábado dejó caer su doble tintineo el timbre de la casa. Es
posible que aún no se hubieran hecho muchas de las modificaciones que hoy
tiene: la entrada en forma de arco, la loseta del patio, la reja que nos separa
de la calle. Una pequeña mujer preguntaba con el hilo aindiado de la voz si
hacía falta quien ayudara al quehacer. Íbamos saliendo de una larga racha de
muertes, enfermedades y penuria económica. La vida parecía rehacerse con tal
prisa que mamá arriesgó el sí, cansada ya de discusiones sobre nuestra
indolencia en el aseo doméstico, y por la urgencia de dar a sus fines de semana
el carácter de ampliadores de su vida y no de sus quehaceres. –Pásele.
Desde
entonces nos entró en la casa con su invariable delantal amarillo, sus gafas y
la impasibilidad de sus huesos frente a los años. Hay personas que se estancan
en una etapa de la vida y parece que el tiempo no las herrumbra. Así es con Genoveva; no le ha cambiado en
nada la fachada desde el día en que mamá la puso a prueba. Las labores duras
del trapeado de los patios y las dos plantas, el sacudido de los muebles, el
lavado de la vajilla y de los baños son su misión semana con semana.
La
confianza que dan los años ha llegado más allá del dejarla sola en casa y
encargarle que la cierre por nosotros; contesta el teléfono, se le pide opinión
en asuntos de cocina, se ríe con nosotros, regaña a los perros. Le hemos tomado
el cariño de la costumbre. El eco o la cercanía de las habitaciones me ha
regalado fragmentos de su vida que explican su silencio y su dureza, pero no la
sonrisa de quien es feliz con sólo lo esencial, de quien hace cumplir a la
letra el verso del poeta: No el trabajo:
el dinero es el castigo, y toma con severidad su oficio, su honrada labor,
sin escatimar esfuerzos ni pedir más beneficios que su justo sueldo. Jamás le he
escuchado alguna queja, aunque le dé por refunfuñar a las reprensiones de mi
madre cuando algo no ha quedado bien del todo. Sin embargo, cumple, cumple
siempre y no sé hasta ahora de algún sábado en que se haya ausentado, al
contrario: ha cumplido cuando nos ha sido necesaria en días más agitados no
contemplados en su horario.
–
¿Y mi abuelita Genoveva? –he llegado a preguntar ante el recelo de mi madre.
Porque más allá del cariño de la costumbre, a veces da la sensación de haber
entrado demasiado en nuestras vidas, o el temor de equivocarnos al cometer la
blandura de valorarla por algo más que las actividades para las que fue
contratada; y sin embargo acompaña y conversa con mi abuela durante las
temporadas que pasa son nosotros, y es de notar el gusto con que se saludan
cuando llega, cómo ríe nuestras tonterías y se mantiene al margen de nuestras
fricciones con la sabiduría que sólo dan los años, la nobleza ganada a fuerza
de entender el sufrimiento y superarlo; el raro trofeo de la dignidad en la
pobreza.
Genoveva,
en nuestra lengua, es un nombre más bien feo. Lo mismo pasa con el de Francisca
cada vez que lo encuentro si leo En busca
del tiempo perdido. Gracias a Benjamin, según recuerdo, noté la atención que
prestaba el narrador de la novela al mundo de la servidumbre, sorprendiéndose a
cada paso de la ingenuidad y la vulgaridad, mas dejando notar un aire de envidia
frente a la vitalidad de los hombres de cocina y de garaje, observados por el
aristócrata enfermizo que –como dice ahí mismo Benjamin– probablemente nunca se
haya visto ante el complicadísimo reto de abrir una ventana; o ante la
sencillez de una criada supersticiosa, inconcebible para el niño Marcel crecido
entre libros y grabados de obras renacentistas. Pero otra de las imágenes
lúcidas de la novela, en las primeras páginas, es la que proyecta en la
linterna mágica a Geneviève de Brabant, perseguida por el ambicioso Golo.
Llamaba la campanilla a la cena, y bajaba corriendo el señorito donde lo
esperaba su otra Geneviève, Francisca, siempre servicial y a veces entrometida,
pero sin la cual no habría recuerdos de esas cenas ni del empeño que ponía en
guisar para las visitas importantes, como el señor Swann, ni de los paseos que
le llevaron a Gilberta y a conocer las amargas mieles del amor. Mucho se habrá perdido de la novela sin
Francisca, igual en nobleza a Geneviève de Brabant, o a mi propia Francisca,
esta Genoveva de edad indeterminada que ha cumplido varios años guardando los
secretos de nuestra casa, silenciosa y empeñada en su deber, desde las almenas
particulares con que puede ver la vida quien apenas sabe leer lo suficiente
para tomar el autobús correcto, pero con un tino para las cosas diarias y una humildad libre de resentimientos, encerrada en el
castillo de su soledad, su experiencia, su rectitud, drama de pisos y
consciencias abrillantados por su limpieza.