miércoles, 22 de mayo de 2019

El Norte es un reino independiente


Sus noches frías, sus inacabables desiertos. A la hora del calor, las llantas de todos los muebles rechinan al arrancar, el caucho se niega a despegarse del asfalto. El Norte es un reino indomable, independiente. Es que hablas muy bajito. Sí, nos hemos acostumbrado a apretujarnos unos contra los otros en los vagones de la capital, a compactar nuestros cuerpos y nuestras voces. Un susurro es una señal suficiente y el gesto más simple puede esconder toda una historia. No hay metros de desierto disponibles entre nosotros. Nuestras voces no tienen que vencer ninguna distancia y tenemos que hacernos chiquitos para entrar todos juntos en las sucursales bancarias y en las escaleras eléctricas. Disculpa si no me escuchas, es que somos demasiados: si uno de nosotros grita, puede crispar los nervios de algún otro que también soltaría el grito y luego otro y otro. Un tianguis permanente. Multiplícalo por veinte millones de chilangos y anexas. Llévalo a los espacios cotidianos, a los privados. ¿Ves por qué estamos un poco locos?
     Su discada y nuestras tortillas. Ya sé. Esto no es comida. Arre, ¿a poco no te gusta nuestra ciudad? Tenemos todo, pero pagamos el precio: si queremos ser civilizados, hay que negociar con el silencio y con la discreción. Sospecho que trato de justificar mi timidez y mi apocamiento en las dinámicas de los citadinos. Que todos los citadinos fuéramos civilizados, qué bonito. Voz baja e insinuaciones para que los actos no se entiendan como agresión. Vengo en son de paz.
     ¿Que por qué te confundo? Imagina vivir aquí toda tu vida, la confusión se apropia de ti. A ustedes les gustan las cosas claras y directas. A quién no, pero aprendemos sin querer a vivir con todas sus ramificaciones que acaban por volverse laberintos, cada cosa tiene el suyo. Además, lo claro y lo directo son casi siempre causa de conflicto, multiplícalo por veinte millones y obtienes una masacre. Pero si son bien collones –dices. Ustedes tienen mucha arena, el conflicto luce, corren apuestas y tiran sombrerazos. Ya sabes, mis prejuicios, pero hace mucho nos cansamos acá de abrir ruedas para los combatientes. Ahora ni siquiera tenemos sitio para eso, se nos hace tarde, se pone el verde y no puedes quedarte a ver. 
     Carranza, Villa, Obregón, Madero. El Norte conquistó la capital hace más de un siglo y todavía vienen las juarenses a robar corazones chilangos para recluirse de nuevo en la infinidad de los desiertos atravesados por montañas y trenes del siglo pasado. Habla todo lo fuerte que quieras, de verdad me gustaría hacerlo como tú. No puedes titubear cuando le pones encima la mano al caballo. Ya sé que no andas a caballo, pero piafas igual, como si tuvieras ganas de salir corriendo. Ojalá tuviéramos todos la planicie abierta para desahogarnos en una carrera loca, pero esto es un enorme corral y por mucho que eches a correr siempre das con un semáforo en rojo, alguna avenida rugiente de carros, puestos improvisados y cables que se han soltado de los postes. Nos hemos acostumbrado a titubear porque la saturación es un peligro constante. No volveremos a domar ningún caballo.  
     Te veo voltear los ojos y decir: a ver, chilango, que también tenemos semáforos y carros, cables y puestos improvisados, que no vivimos a la sombra del cactus y hasta les decimos wipers a los limpiadores. Me veo quejándome de que hablas muy golpeado, como si quisieras pelear, supongo que no pero temo que sí y entonces suelto mi risa que es a la vez curiosidad y nervios. Te oigo decir ¿ves? Te lo tomas todo a broma cuando estoy toda enojada. Y es que si no me lo tomo con humor no sabría cómo enfrentarte, porque tampoco logro entender por qué estás toda enojada y por qué tienes tan poca paciencia, si la vida de la capital te ha caído tan mal o si así venías ya de paquete, como venía mi voz, grave y baja, en el que abriste tú cuando nos conocimos.
     Trato de explicármelo todo en términos de Norte y Sur, pero doy apenas con un montón de prejuicios de esos con los que vamos poco a poco construyendo los espacios del confort, cierta seguridad en nosotros mismos y en la idea que tenemos de las cosas. Te me quedas viendo verte desde el otro lado del asiento, dices ¡qué!, como una yegua bronca y yo no sé si es una yegua bronca lo que tengo ahí o un conejillo aturdido, no sé si hay que dejarla piafar y soltar coces o decirle ¡ven!, con voz melosa y extender los brazos. Al final, las yeguas broncas también se aturden cuando les gritan ¡arre! y luego ¡oh!, cuando les cambian la jugada con la rienda. Ahora imagíname en medio de los ejes viales, en esta ciudad de locos, con una rienda en las manos, que no acabo de entender cómo funciona, sacudido por el brincoteo de una yegua encantadora, sí, pero que no sé a dónde me lleva con tanta prisa, a mí, que siempre me ha sido difícil saber a dónde voy. Dirás que es miedo de caerme, pero no olvides que, cuando los caballos pierden el jinete, se desbocan.
     Villa, centauro del Norte y este centauro fallido de la capital, que llegó a los jaripeos con un siglo de retraso. El Norte seguirá siendo un reino independiente –dijo Sansa Stark a las puertas de la Edad Dorada. No hay rienda que los domine, norteños, se han adueñado de todo y vuelven a sus estepas agrietando la tierra bajo sus cascos. La verdad es que siempre renegué de todo lo que estuviera más allá de Michoacán, y cuando por fin me dispuse a ser llevado a las extensas planicies…