viernes, 22 de noviembre de 2013

Dos veces en el mismo río



Porque no sucede nada, porque así es la vida. Una tarde ordinaria de trabajo entre risas y uniformes que pasan cerca sin ser nuestros. Cansancio de fin de semana, proximidad del reposo y de la mente dispuesta a despejarse algunas horas. Murmullos, pasos que se reflejan en la pantalla mientras escribo. Me integro por medio de la imagen que me llega de rebote desde la realidad hasta el espacio electrónico en el cual me evado de ella. Miradas encerradas en pequeños círculos alrededor de las mesas. Imposible saber por qué se curvan las sonrisas o brincan las cejas queriendo escapar a la circunferencia de las caras: no escucho, los audífonos me rebosan de una música que pasa de lado como un río, mientras voy dictándome a mí mismo las palabras. No hay emociones ni eventualidades dignas de alterar el curso de la neutralidad. Ejercicio de observación, me digo, y decido colocarlo en la página. Está la tentación de recurrir a la memoria literaria y hablar de Alfonso Reyes y su indio Jesús, de su silueta diseminada en la ficción, en la memoria de un lector que se empeña en ver cómo pasa la vida, de un escritor atento a capturarla como la lente que se desdobla hacia adentro del diafragma y del disparo, hacia la mirada y las ideas de quien escribe. Porque no sucede nada, en realidad, ni denunciable ni encomiable, digno de atención.
Todo, mientras tanto, se sostiene. La televisión encendida en la cafetería escolar, ignorada por todos, afortunadamente. Las mismas imágenes melodramáticas. Momento de calma entre los trabajadores del comedor sin clientes, al menos en este desierto instante de la tarde. Porque se puede escribir sobre absolutamente nada, sin intención de buscar más allá de la vida que se deja vivir por nosotros tal como nos ha tocado en suerte. Me mudo en busca de una postura más cómoda. El resultado no me favorece. Insignificancias como una velocidad de red que se entorpece distraen me atención y me obligan a cambiar la música para evitar demoras. Que corra como un arroyuelo, que silencie al mundo y sus signos vacíos (para mí vacíos, pues ni siquiera me están dirigidos).  Alguna vez hablé del correr como una huída; no sé si la escritura se encuentre en un caso semejante. Me preguntaba sobre el caso que tenía, porque finalmente se vuelve siempre a casa, al mundo, a la horas como ésta, absolutamente vacías, semejantes a sí mismas, a las gotas disueltas en el torrente de la cascada que vuelven a agruparse bajo superficie tensa, confundida.
Empiezo a sentir el freno. La inercia, el impulso inicial de la escritura ha topado de frente con el vacío de la temática. La pared reticulada de adobes se mantiene firme, las ondas del televisor irradian hacia la excusable tarde. Alguien se ha sentado en el sitio donde estaba hasta hace unos momentos, se colma con un olor de queso derretido que me hace pensar en mi cuerpo, en la hinchazón del vientre por haber comido demasiado, en los problemas que podría acarrear en cuanto empiece la clase. La hora se acerca y al momento paralítico de inactividad habrá que agregarle la cuota diaria del trabajo, del deber. Para que el muro siga en pie, para poder sentarme en tardes como ésta a escribir, aislado y silencioso, habituado a su presencia y a su condición de muro. El escote de una chica que se levanta a saludar atrae mi mirada. Algo se ha movido dentro de mí, pero las palabras siguen fluyendo, porque el instante capturado se disuelve en la corriente, porque en su sonido siempre refrescante nos empeñamos absurdamente en cambiar de cauce. ¿Es que me siento derrotado?
No me gusta que la escritura empiece a volverse análisis, no me gustan las voces que se han acercado demasiado a la membrana de soledad y concentración que levanté alrededor de mí mismo. Parece ser la señal. La hora se acerca. Han subido el volumen del televisor. Empiezo a percibir la agitación de las personas. Los alumnos han salido de las aulas. Ha terminado su clase y es mi turno. Tengo que jugar a que sé cosas, a que pasan cosas en el mundo que vale la pena recordar. Puede que sí, puede los recuerdos se integren al flujo finalmente. ¿Qué será entonces de los textos que captan instantes vacíos, de las radiografías de tardes como ésta en las que parece que la realidad nos muestra la frialdad del esqueleto?   

lunes, 18 de noviembre de 2013

"No era una monjita que hacía rompopes"




Cuando se trata de aniversarios y homenajes suelo ser un poco lento en tomar parte. Si los cumpleaños de los vivos no me parecen motivo suficientemente festivo, debe ser aún más drástico el caso de los adelantados. Sin embargo ha caído bien el aniversario con la programación de mis cursos escolares, con lo contradictorio de estos tiempos y hasta con otra palindrómica musa que lleva varios meses intrigándome con su ingenio.
No quiero decir de sor Juana lo que sabemos todos. Tampoco me interesa hacerle el panegírico que su figura merece o intrigar como han hecho varios estudiosos sobre su vida y sus motivaciones. En todo caso me gustaría bosquejar la imagen que se me ha ido formando de ella a través de mi experiencia con sus lecturas.
La primera confesión, que ha de servir para que el lector juzgue con qué clase de pelmazo se las está viendo, es que todos mis intentos por leer –y sobre todo por comprender– el Sueño han sido tan vanos como este engaño colorido. No he dado con la edición anotada –o con la suficiente fuerza de concentración y voluntad– que me permita leer en un cristiano del siglo XX ese portento de la lírica, espanto de legos y tesoro de sabios. Ya puedes saber, lector, si valdrán los tres o cinco minutos que te lleve leer este relato.
Como nos habrá pasado a todos, la primera vez que escuché el nombre de sor Juana Inés de la Cruz, venía éste adherido a los títulos de Escuela Primaria o Biblioteca Pública. Después vendrían los ecos vagos de la pomposa palabrería de algunas maestras de primaria, obligadas seguramente a decirnos algo sobre ella. El para mí inexplicable sobrenombre de “la décima musa” llegó a mí por ahí del quinto grado de primaria, cuando tuve que comprar la indispensable biografía de la papelería Arcoiris para ilustrar alguna tarea.
Aunque fui lector desde niño, mi incompatibilidad con sor Juana se vio fuertemente estimulada por mi feroz filosofía del club de Toby, según la cual cualquier cosa hecha por una mujer tenía que ser producto de una locura o una brujería, pero sobre todo por esa brillantísima afirmación de mi padre (cuyas secuelas sufrí hasta la licenciatura), quien postulaba sin temor al error –él nunca se equivocabaque “la poesía es para maricones”.
Curiosamente, el interés por la poetisa me lo despertó mamá, de la mano de una moneda de mil pesos, donde ella aparecía como Juana de Asbaje; a mis preguntas respondió con los imprescindibles versos de los “hombres necios”, adosados con algunas lecciones de ese feminismo que ella seguramente ya enarbolaba como grito de guerra contra su fallido matrimonio  (ya imaginarán ustedes el marido que resulta de una afirmación como la antes citada. En su defensa diré que de él me vino la afición por la lectura, en general). Sin embargo, la admiración de mi madre por la monja, conjugada quizá con las salvajes resonancias del apellido Asbaje, despertó mi curiosidad, que había de quedarse en stand by hasta muchos años después, mientras la adolescencia con sus barros, su onanismo y baloncesto calmaba sus punzadas.
Poco decir de los profesores en el bachillerato lasallista, donde el director terminó improvisadamente fungiendo como profesor de literatura mexicana y no hacíamos más que hojear el libro de texto. En la licenciatura, ya tortuosamente ascendiendo por el camino de las letras, me encontré con un profesor cuya máxima aportación a mi conocimiento de sor Juana fue decir que “no era una monjita que hacía rompopes” mientras sacudía golosamente la papada, además del hecho de haber citado los trabajos de Paz y de Alatorre. Se le dedicaron un par, quizá un tercio de sesiones, de esas en las que lo mejor es leer el texto e ignorar los ruidos exteriores en los que, por supuesto, debe incluirse la jerigonza del “doctor en letras”.
Poco antes del insigne curso, mientras caminaba entre los patios de la Facultad, una chica se me acercó preguntando mi nombre. Mi respuesta le sirvió para constatar que era yo a quien el sobre azul que llevaba en su mano estaba destinado. Carta de alguien que quizá llegue a ser la única admiradora secreta que tenga en vida y cuyo nombre no llegué a saber, ni a sospechar su identidad, pues la mercurial estudiante echó a correr sin que lograra yo enterarme de nada. Junto a su declaración había un soneto de sor Juana: Yo no puedo tenerte ni dejarte…. y esa carta, minutos después, en mi petrarquista idea de un amor que a esas alturas ya no podía ser tan infantil, la puse en manos de mi novia, como queriéndole advertir que más valía que cuidara a su galán. Es probable que ése fuera el detonante de mi gusto por sor Juana: la perplejidad por el modo como ese texto llegó a mí, y la perplejidad en que me hundió el leerlo, pues entonces comencé a leerla y disfrutarla.
Las posteriores visitas al claustro en san Jerónimo y a Panoaya me la acercaron más; sin embargo, el acercamiento definitivo ha sido la docencia, donde intento hacer todo lo contrario que aquí: profundizar en la lectura de la poetisa y repetir, como remate del tema, la frase dorada de mi profesor, siempre y cuando hayamos ya leído una suficiente selección de textos. Algo hay en sor Juana (me parecería demasiado mérito atribuirlo a mi forma de entregarla a los estudiantes) que despierta un interés en los jóvenes: su rebeldía, su halo genial, las leyendas que se han construido alrededor de ella, la tormentosa verdad de su poesía amorosa… Ello me recuerda en cada curso que mi misión como lector de sor Juana no ha acabado, que, si bien el  Sueño es una deuda inexorable, hay una infinidad de poemas que ni siquiera han pasado por mis manos, éstas, que han gozado en teclear en unos cuantos trazos cómo fue mi contacto con quien para mí –por duro que siga siendo afirmarlo y a sabiendas de todo lo que ignoro– es el poeta nacional que más he disfrutado leer, placer que podrían confirmar las cinco sesiones de dos horas que, a costa de mis pobres alumnos, me he procurado hasta hace un par de semanas.  
  

lunes, 11 de noviembre de 2013

Palinodia del polvo de Tepotzotlán



Las polvorientas calles, la ligera cuesta y el sol plomizo que no logra calentarme se acoplan a las paredes amarillas que anuncian ya el campanario. Se acoplan también al recuerdo luminoso, también ya algo enfriado de tu rostro y a mis pasos que, aun contra la pendiente, siguen.
La perecedera mancha de oro de las casas hace relumbrar, en algún punto del pasado, las pisadas que sobre esta misma calle he dejado sembradas, regadas quizá en dos pares de líneas paralelas, reducidas ahora al único par que mis solitarios pies permiten ahora. Al vuelo de cada partícula de tierra, del polvo –ese posible y verdadero dios que quería Reyes– se esparcen las imágenes, doradas como los retablos del templo pero todavía más inasibles, rasgadas por la espada del tiempo y de esa finitud contra la que los jesuitas quisieron resguardar a San Francisco Javier.
La modernísima y costosa carretera me condujo con celeridad hasta el nicho vivo de un pasado que no me es ni remoto ni inmediato: resiste cada vez contra el olvido y cuando menos pienso él parece ausente. Obviedad, pero engañosa, porque alguna mota de polvo llegada a mi solapa lo hace entrar de golpe. Entonces yo soy el ausente y viajo con la misma celeridad, no, con más: ya estoy ahí sin haber abordado vehículos, sin peajes ni kilómetros por hora. Estoy ahí como también lo estabas. Me hiere el filo de la espada temporal y espesa un légamo que adhiere mis pestañas. Un suspiro lo sacude todo y la mota de polvo se va, se va Tepotzotlán, nuestras dos pésimas visitas en sentidos diferentes, se va el frío de sus hoteles y las infracciones y los choques y tu rostro que ya no podía disimular su hastío. El lugar está marcado y tiene el sello de la casa vieja, la de la crianza.
Entro al colegio, ahora museo. Qué bien que nunca dimos –quizá de intento– con la entrada, absortos en tantas cosas nuestras. Gracias a eso puedo percibirlo sin sobresaltos, sin convulsivos golpes de pasado y verlo con mayor templanza. Aunque es la segunda vez que lo visito, no estoy para guiar a nadie. Prefiero confundirme entre los rostros ahítos de mis alumnos, novicios que absorben la grandeza del recinto con un golpe desmesurado y terminan por aburrirse demasiado pronto. También a ellos los llaman asuntos más vitales. Esta excursión es un escape, una oportunidad; ya quieren correr al acueducto, al arroyo, a los labios de sus acompañantes, edificar un presente que cuando menos lo esperen estará llamándoles  con las garras descarnadas de lo extinto. Y querrán huir o volver, hechizados, débiles, al regazo maternal de lo perdido, del agua que escapaba de sus manos.
No, no puede uno entrar dos veces en el mismo río, por eso preferimos la quietud de los estanques. Pero las verdean aguas, enmohecen, dejan que nazcan los sapos y el nenúfar; ya repugna la permanencia, purulenta linfa, nata espesa de vida tumefacta en sus humores. Creemos que podemos volver y encontrar otra vez las mismas aguas diáfanas, mas no, se han olvidado de nosotros  y siempre seremos forasteros. A veces las fuentes no hacen más que empantanarse, recordamos con dolor lo que un día fueron. Así Tepotzotlán y sus paredes de oro, así el templo del mártir San Francisco, su campanario y su portada que se desespera contra el vacío, contra el cráneo que alguien carga desde las pechinas. Queremos desprendernos de sus huesos y volver, encarnarnos otra vez en otro sitio, pero el hueso tiene su atractivo y nos cautiva. Nos reduce al polvo de las calles, el que alguna vez trajimos en los tenis, abrazados contra el inesperado frío de la primera visita, y ahora vuelve a mi solapa, enfriando mis pasos que rehacen la pendiente bajo un sol de plomo, bajo un pasado también de plomo que lucha por devolverme al estanque, a las viscosas aguas del recuerdo.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Sátira imperfecta de un cuerpo perfecto



Conforme recorro la pantalla, la página, animada entre los vivos colores de las banderas de protesta, entre las caricaturas de los políticos, las ventanas de videos que invitan a enterarnos de cosas que no siempre nos interesan o a escuchar una canción que quizá no tengamos ganas de oír; entre el monótono despilfarro de recursos compartidos por las personas que se han integrado al mundo de la red, mis bostezos van subiendo su tono y empiezo a preguntarme cómo he podido pasar tanto tiempo frente a la pantalla cuando hay una pila de libros no leídos junto a mí o una noche cálida que podría llevarme a la borrosa diversión de los bares o de un merecido sueño de más de seis horas.
El dedo se desliza casi con violencia sobre el mouse desechando las aguas siempre iguales de un río de imágenes e información ya consabida o insignificante. Así suele ser, salvo en los casos en que el recorrido se detiene por el golpe de tu cuerpo que publica sus bondades al mundo. No hay Apolos para esta Dafne de la pantalla, empeñada en gritarle al mundo su belleza, su inabarcable silueta de ninfa contemporánea.
Así está bien, de lejitos y a través de la pantalla. Quizá porque tienes tanto de contemporánea como de ninfa: de ninfa el nombre y la figura; de contemporánea todo lo demás: tu narcisismo, tu egolatría, tu banalidad, tu culto a ti misma gracias al cual vale la pena detenerse por algún momento en las redes. Hay que aceptarlo, eres bellísima y portadora de una irresistible tentación de poseerte. Por debajo de ello, como base que soporta todo el edificio, está el recuerdo, la certeza de tu existencia real, cuando lo que hoy eres apenas despuntaba, cuando interpelabas con tu cabello y tus pestañas al libro de texto del cual pronto eras transportada hacia el sueño, donde tal vez modelaras para hombres ricos y presuntuosos, de esos que usan mujeres como tú para desviar la atención de sus corruptelas, porque un cuerpo como el tuyo será siempre la imagen del éxito, el sello personal de los triunfadores, por injusto que nos parezca.
Mientras le obsequio mis bostezos a la pantalla, recuerdo los tuyos cuando no encontraba la forma de que la clase fuera más entretenida, más hecha a la velocidad del mundo que vives y no del mío, cuyo guión aún se escribió con olivettis, no con rapidísimos y divertidos macbooks que han animado el tuyo. Me gustas más en la pantalla, porque tanto en la imagen actual como en el recuerdo te sé inalcanzable: no soy ningún apolo en un Mercedes Benz y apenas duraría un par de horas en esas maratónicas fiestas que ostentas en las fotografías. Soy un hombre silencioso que te observa desde una ventana como si fueras parte de un novedoso paisaje dentro del que no me imagino. Aun navegando en contra de toda la tradición literaria, no podía soportar la idea de que te convirtieras en laurel: prefiero definitivamente la comba de tus muslos y el muy trabajado trasero, de botánica no sé nada. Se me pondría en un grave aprieto si me dieran a elegir entre ese capítulo de Ovidio donde huyes del dios o la frescura de tu escote, que es también un regalo de la vida, más valedera quizá que cualquier regalo de los hombres.  
Porque ¿quiénes somos para despreciar la carne, los frutos de la vida? ¿Quiénes somos para tildarlo de banal y de superfluo? Tenía encaminada la intención a hacer de ti una sátira, a burlarme de tus fotos de gimnasio y camerino, pero la belleza es un don irrefutable y se requiere de verdadera frialdad o ceguera para echarte en cara la dedicación casi exclusiva a tu cuerpo y a tu imagen. Es una lástima saber que también caducará y más pronto de lo que quisiéramos, mas sería absurdo comenzar a sermonear al mundo, porque como me dijiste alguna vez: “Abusado, lo que no se ve no se juzga” y tienes toda la razón. No sé, quizá ni siquiera deba interesarme por  lo que sea tu vida, pero ahora puedo juzgar tan sólo cuanto veo en la pantalla, e insisto, es mejor así. Hay que aceptar que el mundo es también banal, materialista y pasajero. Por eso sólo detengo el scroll para posar mi vista sobre tu encanto, que es cuanto ahora quieres y puedes ofrecernos, y  después de gozarlo, continúo en mi búsqueda de otras cosas más anejas a mi ejercicio de hombre de juicios anquilosados. Mañana tal vez seremos otros y estas palabras, como tus años y la frescura de tu beldad, habrán pasado, cuando menos, al recuerdo.