viernes, 28 de septiembre de 2012

¡Manito, manito!



No es fácil para mi neurosis aceptar la presencia de mucha gente en mi espacio íntimo. Hay en mí resabios de un salvajismo heredado de aquellas cavernas que habitaba el primero en agandallárselas. Siempre he sido así: desde niño corría escaleras arriba cuando oía gente extraña llegar a casa y escuchaba sus voces desde mi cuarto, sus conversaciones que resonaban en el cubo de la escalera, amplificadas para mayor invasión de mis contornos aéreos y para mejor estimular la imaginación de los rostros que les correspondían. Me gustaba comprobar mis cálculos, y al oír las fórmulas de despedida, corría a la ventana para verificar que sus rostros coincidieran con lo que había imaginado.
De no ser por los regaños de mi padre, por su insistencia en hacerme “aparecer en sociedad”, (llamo sociedad a mi propia familia y a sus contados amigos, que distaban mucho de ser lo que en buenos términos de caché se entiende por “sociedad”) jamás hubiera yo salido de mi cuarto. Me habría convertido en un insecto samsiano avergonzado de sí mismo, de no ser un niño amigable y preguntón, de no jugar con otros niños y agachar la mirada ante las palabras de los adultos. Las charlas interiores que desde entonces desarrollaba con auditorios imaginarios siguen teniendo lugar en los oídos de mi mente: ahora son alumnos con total disposición de aprender algo, ahora un amigo ausente, ahora una confidente novia con quien hablo poco cuando estamos juntos. 
Pero más allá de la autoridad irrebatible de mis padres, que la abrían por sus privilegios jerárquicos en la manada familiar, la puerta siempre ha estado abierta, en relación horizontal de iguales, a mi pequeña hermana. Nada que haya en mí se le puede ocultar, conoce mis habitaciones interiores como tal vez no conozca las propias, ni yo las de ella. A veces pienso que vino al mundo para vigilarme, como en una especie de complicidad con mi consciencia. Un mirada suya podría detenerme en el acto más largamente premeditado, y la más gastada de sus burlas podría arrebatarme la carcajada en una seria contrariedad; penetra mi sensibilidad, mi intelecto y mi malicia, a veces hasta lee mi voluntad; para ella no hay puerta ni ventana ni pared cerrada alrededor de mí.
En una acalorada y espumante charla sobre literatura, orígenes y fútbol, un buen amigo estuvo a punto de soltar la lágrima al hacernos el retrato de su hermano: un prócer del esfuerzo, un jugadorazo, un dador a manos llenas; nadie como él. Hay más casos. Tú, lector, no dejarás de pensar inmediatamente en los tuyos. Tener un carnal, de eso se trata. Como que pasa desapercibido el momento en que empezamos a construirles un pedestal aun cuando sabemos que pisamos la misma alfombra en el corredor o el mismo piso de tierra en el patio de la casa paterna. Es un reconocimiento natural, de materia; la carne que se reconoce en la carne, pero también en el gesto, en la voz, en todo lo que nos da vida. Montaigne citaba a Plutarco, en quien podía leerse el caso de un hombre que “no daba importancia al hecho de haber salido del mismo agujero”, pero es tan racionalmente inexplicable esta fraternidad que sólo nos queda culpar a la carne, y quizá a la sangre. Pero esto es ponernos metafísicos, porque la sangre es la sustancia y la carne… ¿acaso forma? ¿Acaso el límite o el punto medio entre la forma y la sustancia? Sí, la relación es meramente corporal, y provenir del mismo agujero nos hermana, como nos puede hermanar el coincidir en algún otro, llámese cárcel, desdicha, desolación...
            Cuando haya que repartir la herencia -dice Montaigne en el mismo ensayo que éste es el único inconveniente de la fraternidad- tendremos que voltear al agujero y reconocer en él el pasado común y el futuro común, el destino. Y ya sé que voy trazando una utopía y que me estoy poniendo didáctico, pero por algo nací profesor. El agujero es la puerta que decidimos abrir o cerrar a nuestro mano o mana, a nuestro carnal, “yemano”, a nuestro “bro”, único conciliador que hace concebible la soledad acompañada.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Tweeteratura, masajes y semáforos


Agárrenme, no quepo en mí de tanta emoción. ¡Rayos y sentencias! Sentencias y sentencias y sentencias. Aparecen varias por segundo, este mundo es tan moderno, tan acelerado. El pensamiento funciona por chispazos, y lo mejor: es para todos. Bueno, todos, todos, no.  Pero quién que se precie de vivir en sociedad como Dios manda no tiene una cuenta de twitter, un smartphone, o de perdis una computadora portátil. No se es hombre o mujer -no se enojen las intelectuales feministas- de mundo quien carece de estas herramientas. 
Hay que estar al segundo, porque estar al día resulta ya demasiado lento. No faltan los buenos samaritanos que nos informan de la calle que el Departamento de Tránsito acaba de cerrar justo cuando estamos a 250 metros de cruzarla en nuestro automóvil y podemos evitarla a la hora pico, o los que puntualmente informan de cada acontecimiento. Todo de inmediato, en tiempo real, y en la insuperable concisión de 140 caracteres. Seamos sinceros: quien compra el periódico sólo lee  los titulares, echa un ojo a las fotos y pasa luego a fantasear en las últimas planas con los anuncios de masajes: Kimberly: 17 años, rubia, argentina, bustonsísima, complaciente. No te arrepentirás. 55**2*98*0. (Cifro el número para seguridad de la rioplatense K.) No hace falta más. La fantasía se tetona, digo, se detona (perdonarán el lapsus, pero son tan poderosas las imágenes mentales…) Es la síntesis de la síntesis: datos concretos que crean una imagen veloz del objeto deseado; basta la llamada para que el objeto se autoempaquete y se  autoenvíe directamente a nuestro desesperado domicilio.
Pero nunca falta quien vaya más allá de este veloz acto de intercambio. Lo rápido también puede ser bello, pero por encima de todo, trascendente. Hay que rebelarse, hay que dotar al mundo de sus nuevas “flores de baria poesía” que pueden salir de cualquier teléfono móvil.  ¡Mal año para el dinosaurio de Monterroso, ahogado ante la ola de genios cibernéticos que invaden las redes con su protagonismo! Y es que el límite de los 140 caracteres es un desafío: toda esa idea genial debe caber ahí. Un reto, un reto tremendo, gigante; un par de líneas.
Es la Edad de Oro de la expresión democratizada. Todos nos ven, todos nos escuchan. Podemos decir lo que queramos e irradiar al mundo con nuestro ingenio, con los expeditos juegos verbales que no le quitan el tiempo a nadie, porque éste es valiosísimo donde corre prisa para cada cosa. Lo de menos es saber cómo llega el juez a la sentencia. Seamos prácticos, la sentencia es lo que importa. ¿Montaigne? ¿Emerson? ¿Hazlit? ¡Pero si todo se puede decir tan aforísticamente, tan greguerísticamente! Podemos evitarnos la fatiga de pensar ¿no?, de todos modos los razonamientos derivan en una conclusión y esa opinión final es la que cuenta, ¿me equivoco? No, yo nunca me equivoco, eso de las equivocaciones es relativo. ¿Para qué seguir al autor por su largo y tortuoso camino? Importan los resultados, el producto final. Pero aceptarlo nosotros o no es también algo relativo, eso está clarísimo. ¿Para qué Montaigne o Benjamin donde ya nadie requiere de autoridades, donde todos podemos ser jueces? Basta dar clic en “Twetear" para ser filósofos irrefutables y cuentistas irrepetibles. Un derrame de talento el de esta época, una verdadera explosión de inteligencia que, sin duda, es un reflejo de este mundo tan avanzado.
Tweet, tweet, tweet. Los segundos se van restando en el semáforo peatonal mientras cruzamos la calle. Nos acompaña el trino de un pájaro azul, encerrado en esa caja eléctrica que regula el tránsito entre calxonazos. Pisamos el gris asfalto con nuestras grises vidas, ¿y qué? Si logro tomar asiento en el autobús empezaré a escribir mi próximo cuentweeto. A mi lado, un señor se humedece los labios con un periódico abierto en las reticuladas páginas finales.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Una pasajera idea sobre algo no tan pasajero



Te vi desde que estabas en la acera a través del paño traslúcido de la ventana del autobús recién formado por la lluvia y el calor de los que venimos dentro. Reconozco difícil no recurrir a los lugares comunes que suelen se usarse cuando tu silueta desplegaba un brazo para que pedir parada y abordar. Y es que, con todo y su olor a gente cansada -de la jornada laboral o de la monótona vida de una ciudad abigarrada en su propia uniformidad- el calor humano de la cabina era acogedor frente a las sombras frías que la brisa trazaba en las banquetas a la intemperie. Y no sé si un instinto paternal de protección, la nostalgia de un cuerpo frío que contagiara al mío de sus temblores, un mero afán de posesión, dictaron que tomara a mi cargo la misión de que te sentaras en el asiento contiguo, misión inexplicablemente lograda con ese solo lenguaje de la voluntad, que ni mira, ni habla, que apenas disimula desinterés, desenfado, tal vez concentración en un lectura interrumpida desde tu aparición en la acera.
Y ya una vez a mi lado, la sensación de orgullo se evaporó sobre los asientos y los pasajeros que te miraban como el recién llegado que eras, un elemento extraño que apenas empezaba a definir sus contornos para romper el silencio monótono de las imágenes que, para quien viaja en autobús a diario, forma parte de un escenario grismente habitual. Pero hablaba del orgullo, porque aun habiendo varias plazas, te sentaste al lado mío y llenaste esa ansiedad de aire y de intemperie, de frío y belleza viva que la larga exposición a la indolencia cálida de adentro me había despertado junto con el hormigueo en las piernas. Sin conocerte, sin haber cruzado palabra o mirada premonitoria alguna, me sentí privilegiado por tu presencia, como si en tu sola belleza -fácil de notar incluso a través de un vidrio empañado- se encerraran más cualidades silenciosas del mundo. La belleza debe ser un don, un presente que se da de gracia –pensé. No es el enamoramiento ni el ansia de la carne viva bajo una chaqueta de piel, no es mi galanteo frustrado ni la vaga influencia de películas cursis lo que me hizo sentir especial por compartir contigo el asiento. Tampoco pensé en el azar ni en destinos entrecruzados, porque al fin y al cabo, esta experiencia es tan sólo pasajera, como cualquier retorno a casa.
Ni siquiera voluntad de poseer, de tomar por asalto un edificio y hacerlo mío. Sólo ser partícipe, compartir de cerca un obsequio dado al mundo; los platónicos dirán que un reflejo de las ideas, pero yo no me meto en filosofías. La experiencia es más viva que cualquier abstracción y las palabras no dan, porque también parcelan la experiencia. Frente a Platón, Petrarca o Ficino, prefiero la llana sentenciosidad de Enrique Iglesias y su “experiencia religiosa”, o el “un alma y un sentido” que otro Enrique quería que buscáramos en todas las cosas. Una vivencia del bien, así de simple, que se toma la mano con la belleza y nos hace pensar que el mundo nos habla a través de sus manifestaciones más habituales, para decirnos que también es nuestro todo lo bueno, lo bello o lo sabio que hay en él.  
Y estas experiencias --instantes que quisiéramos retener como en un éxtasis-- al igual que el autobús sobre la avenida, avanzan y se desvanecen, cumplen su destino. Los pasajeros bajan en sus paradas habituales; la canción que desde el flamante iphone5 reventaba los oídos del chico de adelante también llega a su fin. Muevo apenas los labios para pedirte permiso porque voy reconociendo las calles de mi colonia, tengo que bajar. Una mirada y una sonrisa cordial coronan la vivencia, junto con tus piernas girando para no obstruirme el paso. Y tras tocar el timbre, una brizna húmeda me recuerda que es hora de afrontar mi destino, en un mundo que, desde ahora, compartimos.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Mándalos a la verga




Fue en época de posadas. El joven universitario se preparaba para asistir a una fiesta con sus compañeros de escuela. Había que llevar regalos para sortear, uno bueno y uno malo; la tradición de la fiesta dictaba una especie de intercambio al azar. Un joven sensible, enamorado y pobre, necesariamente. Esta última condición lo impedía de llevar el regalo bueno, pero para no quedar al margen del ritual, decidió llevar un pequeño espejo envuelto un poema escrito por él, que versaba sobre las cualidades del espejo.
La casa de la anfitriona era confortable, con su propia capilla y un gran jardín, una gran variedad de botanas y bebidas agasajaban a los invitados, producto del esfuerzo común de los compañeros, muestra generosa de su solidaridad. Ella, su novia, había llegado; era su cómplice, entendedora de los secretos que él albergaba en el fondo de sus pensamientos: bella, inteligente, sensible y, sobre todo, suya. Al acercarse a la mesa de los regalos se encontró con un dilema: no sabía si colocarlo encima, con los obsequios buenos o en el suelo, junto a los malos. La delicadeza del objeto hizo que lo pusiera sobre la mesa. Empezó el reparto.
Por turnos cada quien elegía un regalo bueno y uno malo. Todos apreciaban las cualidades del regalo bueno y reían las gracias del malo, un juguete sexual casi siempre: tangas con trompa de elefante, condones, paletas en forma de verga… una verdadera fiesta para una juventud ávida de carcajadas.
El azar hizo que ella tomara el pequeño envoltorio con el espejo. Lo abrió cuidadosamente, comenzó a leer el poema para todos: Tienes en tus manos el único ojo que mira hacia adentro / mira dentro de él y mirarás dentro de ti / el mundo que eres y el que te rodea…
-Ese wey es codo -interrumpió una voz masculina, un tanto ebria a medio reír. Se desató el alborozo. El texto quedó sin concluir. Ella, que tuvo la mala suerte de elegir ese regalo volvió a su lugar, mirando a veces hacia los grandes envoltorios que aún quedaban sobre la mesa. El reparto continuó y, después, la fiesta. No se volvió a decir nada sobre el espejo, el incidente fue minimizado en pro de la diversión que debía continuar antes de que todos se dispersaran para las vacaciones invernales. No importaba en realidad que alguien hubiera tenido el mal gusto de poner un regalo de broma en la mesa de los auténticos. Se bebió, se partieron piñatas, se bailó. Él observaba las acciones y cuando era requerido participaba de ellas, tenía verdadero afecto por sus amigos, que benévolamente lo arropaban en su círculo, como a uno más.
Le habían concedido la beca completa. Así que podría graduarse en esa prestigiada universidad, relacionarse, y obtener un buen empleo, ser alguien en la vida para beneplácito de sus sacrificados padres. Los compañeros se hacían bromas fraternalmente, aplaudían la idea de haber llevado regalos malos. Veinte pesos de más o de menos no impedirían la diversión. Sin duda era la mejor posada de todos los años.
Pocos minutos después comenzó a despedirse. Las fálicas paletas entraban y salían de las bocas, dejando ver las sonrisas perfectamente blancas de los futuros licenciados que lamentaban profundamente su partida. Al caminar hacia el metro, pensó en su texto. Quizá no era lo suficientemente bueno, quizá. Le hubiera gustado leerlo de nuevo, pero tendría que revolverse en la basura, otra vez. Ya en el autobús, rumbo a la casa de sus padres en un suburbio lejano, el repentino dolor de sus muelas cariadas no lo dejaría pensar en cosas tan elevadas.