viernes, 31 de agosto de 2012

Borges, México… yo.


                        
Cualquiera que lea ese título estará en todo su derecho de decir: ¿y éste quién se cree para hablar de Borges? Les daré toda la razón. Mi autoridad literaria se reduce a unas cuantas anécdotas, unas lecturas muy pobres y a un decálogo de Augusto Monterroso sobre lo que puede pasarnos al encontrarnos con Borges. Reconozco mi pequeñez, ya es cosa del lector decidir si vale la pena leer lo que los mortales dicen de los inmortales.
No puedo negar que el encuentro fue accidental -eso ya es muy borgiano, por supuesto-, porque buscando a Edvard Munch entre los mármoles de Bellas Artes di con una exposición de Borges en México, centrada en imágenes de sus tres visitas a nuestro kafkiano país. Es ya demasiado contexto; la idea tiene que ver con cruces, destinos y con las cosas que nos hubiera gustado hacer. Centro mi atención en un dibujo de Borges y Juan José Arreola viéndose de frente y viajo directamente al cuento de “El guardagujas”, demasiado borgiano para ser de Arreola, quien además se fue laureado con el hecho de que Borges reconociera que le hubiera gustado escribirlo; un honor nada pequeño, pues aun quienes somos fans de Arreola sabemos que su valor no rebasará las fronteras de nuestro país, o con suerte, de la literatura hispanoamericana, mientras que para el mundo Borges será Borges por los siglos de los siglos y amén.
Me gustaría ver en Borges a ese forastero que llegó sin aliento a una estación desierta, pero sería como decir que México es un desierto literario, y no puedo negar que prefiero ser optimista en algo que tarde o temprano me dará de comer (si bien me va). Hay que ser políticamente correctos; además Borges era ya demasiado personaje en los años que visitó México, por lo que sería inexacto equipararlo a ese viajero sin rostro que más bien se parece a cualquiera de nosotros. Pero también me gusta la idea de un Borges que llega a la estación y se encuentra con un cuento sobre trenes que nunca se sabe si podrán ser abordados si habrán de llegar a su destino. La imagen me gusta para metáfora de la ceguera que venía sin anunciarse, o que ya se había instalado cuando menos en uno de sus ojos.
Borges llegó a la estación “y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte”. Aquí es donde el visionario, aun estando casi ciego, corrige esta línea de Arreola: los rieles no se pierden en el horizonte, sino que se cruzan. Lentamente, la perspectiva los va juntando, pero más allá de ese punto que todos divisan, los rieles se cruzan y forman la X que el viajero asigna a su destino, como una incógnita, pero también como un lugar de encuentro. El cuento cierra ahí, disolviendo todo en “un ruidoso advenimiento”.
Esa X del destino incierto la llevamos en la frente, como un sello. Pregúntenselo a Reyes, que vio en el joven Borges al poeta que había de ser, como si los rieles de su destino se le hubieran revelado de pronto; un gigante reconoce a otro de su propia raza y es curioso que el signo de ese reconocimiento sirva también para encerrar un enigma, una incógnita que presumimos en la problemática ortografía del nombre de nuestro país.
¿Dónde quedo yo en todo esto? Digamos que un mexicano cualquiera baja por azar la escalinata de Bellas Artes, se encuentra con una exposición y decide escribir al respecto. No sabe si los rieles tenían que cruzarse o perderse en el horizonte. Un viajero sin mapa -pongámoslo así- llega al sitio donde se hacen las preguntas y una de ellas tiene que ver con su destino, con lo que hubiera preferido que éste fuera. Le gusta Borges, le gusta el cuento de Arreola y las atmósferas kafkianas con escalinatas inacabables de mármol y trenes que no llegan; desinformación, sentirse inteligente -como quería Monterroso en su famoso decálogo- al descubrir que le gusta Borges, aun sin saber casi nada de él. Es demasiado. Por algo dijo Monterroso que dejar de escribir tras el encuentro con Borges era benéfico. Es tiempo de parar esta locomotora.

jueves, 23 de agosto de 2012

Carta [abierta] a una señorita en Madrid


En la mitad de una madrugada chilanga, entre el calor y los mosquitos que abrevan el sueño,  los reflectores del pensamiento rehacen el camino a través de un hoyo de gusano para reconectar, Julia, nuestros universos. Tú que tanto me has enseñado de utopías, tú que me has hecho hablar de la Atlántida con la torpeza habitual, y ahora con otra aun peor, agravada por la saudade, abandonas el aire novelesco que te di al compararte con la Maga y te encarnas en la memoria viva de una ciudad pisada en algún pasaje de mi vida, que me resisto a defender como verdadero. Y al tenor de estas dificultades, o de mi propia confusión, te propongo Granada como tierra mítica, tierra de un encuentro a la vez tan abrasador como sangre de toros y toreros andaluces, tan roja como tu vestido o tus labios en esas fotos tuyas, pero a la vez tan frío como Sierra Nevada, como esa mañana que subí a la Alhambra o como la simple y descarnada lejanía.
            El calor de la vida pública también ha convulsionado nuestras vidas a uno y otro lado del Atlántico, imagino tus frágiles hombros entre las marchas y manifestaciones por las calles, tus discursos acalorados en la Residencia de Estudiantes de Madrid, tus ligeras piernas flexionándose para obtener el mejor ángulo entre la lente de tu cámara y los mineros amotinados en tierras leonesas. Tal vez me equivoque, pero la escritura es el mejor pretexto para imaginar; más ahora  que se ha abierto ese puente entre mi insomnio y el tiempo mítico que cruzó nuestras vidas y nuestras voces bajo el pretexto del fracaso, desmentido por el éxito de tu sonrisa.
            Pero nunca llego al punto, Julia: me avergüenza mi silencio de dos meses, y te ofrezco a cambio que me imagines de un modo similar, perdido entre las voces de mi pueblo, mitad atolondrado y olvidadizo, mitad inconforme e incendiario. No conozco Madrid, ni tú México, así que la recreación del espacio nos queda enteramente libre. Gracias este túnel entre nuestros mundos, al poder de la imaginación y la utopía, marchamos juntos sin que la mole líquida del océano se interponga entre la nieve de tus hombros y mis brazos tatemados por el sol del Trópico. Nuestros gritos se levantan en la misma lengua para pedir las mismas cosas bajo el accidente diferenciador de las circunstancias; es el amor, Julia, el amor del hombre y por el hombre, el universal, pero también individualmente amado en cada rostro, aunque sólo se deje aprehender por la imagen en una pantalla. Eso no importa, Julia, no deja de ser luz. A la luz de ese rostro o esa mirada tuya es que me puedo asomar a tu mundo en una madrugada como ésta en que te escribo en México, cuando el sol de Madrid está en su cenit, como tú.
            Si no encontré a la Maga, me atrevo a decir que sí encontré la magia… Temo estarme repitiendo demasiado.  No sé si hayas reemprendido la aventura de buscarla por París en la novela de Cortázar, mas creo adecuado revelarte ya a una Julia que nada tiene que ver contigo, aunque sea igualmente fantástica, como el título de Los recuerdos del porvenir, donde la voz de un pueblo- literalmente- le da a forma a las cosas, a los hechos y a una mujer tan bella como sólo la puede pintar otra mujer, la autora; o como sólo podría imaginarla otra, tan ahíta de encantos, cuando tú te animes a conocerla.

jueves, 16 de agosto de 2012

El estilo es el hombre


Siento el rocío en el rostro.  No  sé si estoy en mí o me he transportado. Se está cayendo todo, absolutamente todo lo que recordaba como mío. El espejo está empañado y no me reconozco, no logro distinguir siquiera la propia mirada que me acredita como yo mismo. El cuerpo parece girar de cuando en cuando, como movido por una mano diestra que cuidadosamente se afanara por encontrar la forma de cumplir con toda precisión un mandato complicado.
Advierto el tironeo y la caricia; la angustia de que a cada momento pudiera aparecer el error me tiene helado, inmóvil, incapaz de inclinar un poco la cabeza para cualquier lado. Una voz incesante habla sin decir nada que valga la pena escuchar. Voy tratando de reconocerme, de darle movilidad a alguno de mis miembros para constatar que sigo aquí, que no me he olvidado junto con mi imagen. Hay rostros por todos lados, perfectamente indiferentes en su belleza prefigurada. Me echan en cara su definición, me miran con sus semblantes artificiales y van siguiendo la caída como si en ello les fuera algo de mucha importancia. Y no deja de caer, por manojos oscuros, escurriendo como una lluvia desguanzada y viscosa que hace pausas en los pliegues de la ropa, resistiéndose a llegar al suelo para no sentirse muerto, definitivamente cercenado.
Los rostros siguen mirándome en una invitación a ser como ellos, ¿quién no quisiera cobrar alguna vez esas facciones y reconocerse todos los días en un espejo y ser admirado por las calles, como seguramente lo serían si salieran del plano cautiverio en que se encuentran? Intento reconciliarlos con la realidad, pero es en vano: nunca he visto a alguien así más allá de la televisión o las revistas de donde seguramente provienen para estar aquí mirándome…
Mi cuerpo vuelve a girar, siento la mordida iniciar tenazmente su labor con sus necesarias pausas para apreciar su progreso. Se respiran las preguntas, la duda, ¿seré yo cuando termine todo esto? ¿Podré llamarme por mi nombre? De nuevo el rocío en el rostro, esta vez más poderoso y atinado, admito que refresca, que renueva. Finalmente es a lo que vine.
Alguno se reirá de mí al verme de nuevo. Empezarán por no reconocerme o por echarme en cara su indiferencia. Siempre es así, lo he hecho ya tantas veces… No me preocupa, todos pasan por esto de vez en cuando, y es que el cuerpo tiene sus excrecencias, sus procesos naturales que deben irse contrarrestando por civilidad, por decoro, por vanidad también. Algunos dicen que por higiene, pero yo no comprendo de esas cosas.
La mordida cumple bien su cometido y por fin reconozco la forma de una mano junto con la mueca paciente de una tijera que va abriéndose y cerrándose con un ritmo al que acabé por habituarme. Un tirón firme y una sacudida dan con todo en el suelo, y pienso con pereza en lo repugnante que debe ser recoger todo ese cabello. Siento el rocío una vez más.
- ¿Te parece bien así, o cortamos más? - dice la voz, ya más cercana, mientras mi vista es despejada por un peine y la mano diestra del estilista. Reconozco mi rostro en el espejo. No soy tan guapo como los que me miraban desde abajo. No está mal, quizá un poco cambiado nada más. Pero soy yo, y mi boca le sonríe a la del espejo desde la silla giratoria.

jueves, 9 de agosto de 2012

Perverso, Perversión, Perversidad



En realidad sólo se trata de una familia como la que podría vivir en la casa de al lado de cualquiera de ustedes. Un vecino indeseado que escandaliza al barrio con sus poco ortodoxas costumbres, pero no más allá. Cuando conocí a Perverso sentí que le sudaban las manos y que no miraba a los ojos, un leve cosquilleo en la bragueta me hizo sentir incómodo cuando nuestras manos se soltaron. Salivar después, como si en esa mirada la invitación hubiera sido una pequeña prueba de lo que cabía esperar de él. Me inquieta darme cuenta de que pienso estas cosas, porque Perverso se alejó caminando con afectada normalidad, quizá para observar a las muchachas que abrillantaban la pista con sus quiebres de cadera y sonrientes taconazos.
Entre ellas surgió, sin revelarse por completo, el rostro de la hermana menor, Perversión. Definitivamente una chica estupenda, me invitó a seguirla  con una mirada hipnotizante, su baile quizá fuera tanto más desenfrenado que el del resto de las danzantes, pero esa insistencia, esa trepidación arqueada en las caderas que la hacía parecer un tanto fuera de sí no dejaba de turbarme. Y no sé (o quizá me engaño a propósito), pero siento que tras ese aparente abandono de su cuerpo hay una seguridad en lo que busca, en lo que quiere obtener de quienes la seguimos. Allá vamos todos, sonrientes entre las mesas, con la preocupación pesando en los zapatos a cambio del rostro que se cansa de querer fruncirse y sin embargo sonríe, porque vamos hacia la pista tras esa hermana menor que nos seduce y deja entrever los encajes de las bragas, pues es demasiado ceñida la ropa y, bajo el velo, oscurecido por las luces del salón, se entrevé un rostro cargado de complacencias.
Y una vez en la pista, la hermana mayor me corta el paso. Envía a su hermana a sentarse y me ciñe fuertemente por los hombros. Perversión gimotea mientras sale de la pista, pero ella la manda a callar y mantener la compostura. La voz de Perversidad es siempre imperativa y no repara en opiniones ajenas. Su elegante vestido revela un goce en las reglas estrictas de la etiqueta y de la formalidad. Sobrepuesta a la incomodidad del corsé, quisiera que todas lo usaran como ella, porque el sufrimiento da la nota de clase. Más que bailar, me zarandea y revisa de vez en cuando mis gestos como si quisiera constatar mi sufrimiento. Realmente no tiene ganas de bailar conmigo y quizá con nadie, pero se sonríe cuando las obligadas vueltas del vals la hacer converger sus ojos en la silla donde su hermana lloriquea y se aburre. Me ciñe más cuando se sabe vista, y vuelve sonreírse cuando dejo escapar algún gemido o un bufido de cansancio.
Acaba la pieza y huyo rápidamente hacia las mesas. Bebo todo lo que los camareros quieren darme, miro a las chicas con una timidez que el alcohol aumenta. Pero ya no miro la gracia de sus movimientos ni busco rostros conocidos. Mis miradas se pierden en las curvas de los pechos y en la solidez de los muslos; intuyo olores que se confunden con los perfumes, húmedos olores que recuerdo bien y que terminan por arrastrarme hacia ellos… Algunas gritan, otras huyen, otras amenazan con llamar a los camareros o a sus novios, sus hermanos. Un grupo de camareros viene hacia mí y me piden que me retire. Estoy por hacerlo cuando entra vi entrar a esa chica del vestido demasiado corto que ya había llamado mi atención un poco antes...
Cuando los camareros lograron arrebatarme de sus piernas, la chica salió corriendo, llorosa, aterrorizada.  -¡Asqueroso! ¡Borracho!... ¡Pervertido! -gritó, mientras sus amigas la ayudaban a sentarse. Y aunque los camareros me expulsaban a empujones del salón, experimenté una sensación de pertenencia, como la del huérfano que encuentra a su nueva familia. 

jueves, 2 de agosto de 2012

Festival de jazz en Catorce



Son pocos los días del año en que el pueblo se llena de esa manera: las camionetas nuevas, mujeres con rostros sin asolear y las calles atravesadas por caballos nerviosos bajo jinetes que nunca habían estado sobre uno.
Se cierra el puente y colocan un escenario para que venga gente rara a tocar una música igualmente rara. Dicen que es para gente muy educada, pero yo no entiendo qué tan difícil pueda ser tocar algo que nadie conoce: así nadie podrá decir que la toca bien o mal, si se la sabe o no, porque es algo que ellos inventan. Es como hacer trampa, como inventar una historia y decir que es verdad porque ellos dicen. La gente se emociona al oírlos, pero a mí sólo me importan las latas que dejan cuando vacían las cervezas; las compra por kilo el señor Ramón y mi amá siempre me manda a buscarlas. Me deja quedarme con unos pesos que sirven para comprar coca colas y estampas de la virgen de la Concepción, dice la comadre Pera que son milagrosas.
A mí me gusta la virgen, porque es muy blanca como las señoras que vienen en las camionetas y se ponen a escuchar la música rara. Mi hermana se parece a ellas, la quieren mucho porque es casi tan blanca como lo virgen y no la mandan a pedirles las latas a esos señores, que se enojan mucho cuando no se han acabado la cerveza, aunque parecen felices cuando me llevo las vacías.
Yo digo que son bien tontos. Si conocieran al señor Ramón, que está casi junto al túnel, le llevarían las latas; con todo lo que toman, ganarían mucha feria. Pero las tiran o las dejan en las sillas cuando se aburren de la música, o me las dan cuando paso con el costal. Las señoras también toman cerveza, hasta parecen hombres; ellas no se enojan cuando les pido las latas antes de acabar, pero tampoco me las dan. Cuando acaban me llaman con la mano y me sonríen y las echan en la bolsa. Parecen felices de dármelas, tampoco saben del señor Ramón.
La otra vez aposté con Pedro a ver quién juntaba más latas. Le gané como por ocho y me dejó subirme al caballo de su papá antes de que lo sacaran a pasear con los visitantes. La música seguía sonando, pero como no me gusta, subí con Pedro a la cuadra: desde ahí se ve cómo van entrando los coches en fila; todos son nuevos y traen placas de otros estados, aunque vienen algunos de Matehuala. No sé por qué vienen de tan lejos a escuchar algo tan raro en medio del desierto. Lo único bueno es que mi amá vende más aretes y collares, luego hasta me dejar quedarme con todo lo de las latas. No sabe que siempre me quedo con algo de todas maneras.
Me deslizo entre las sillas, Pedro busca cerca del escenario, pero yo sé que los más borrachos se sientan hasta atrás. Ya son más de las doce y esa música que no pasan en el radio no deja de sonar. No me mandan a llamar de casa porque saben que estoy juntando las latas. Por eso me gusta cuando el pueblo se llena de gente. Hasta dicen que es mágico, pero a mí no me gusta Real. Algún día me iré a la capital o tal vez al otro lado. Tal vez sólo regrese cuando haya conciertos como esta semana. Me gusta el olor de la cerveza que se escapa de las latas, me gusta cómo huelen esas mujeres blancas que vienen tan de lejos en esas camionetas llenas de polvo.