sábado, 26 de septiembre de 2015

Examen de la nueva esfera cobijante



En mi clase de literatura universal, leyendo el Génesis,  cuestionábamos la necesidad del hombre de crear mitos para explicar tanto el origen del mundo y de la especie como para especular sobre su destino. Un alumno levanta la mano y pregunta: ¿entonces Adán y Eva son un mito? Tuve que guardar silencio y salir por la tangente, porque la corrección política y la tolerancia religiosa obligan a silenciar afirmaciones, que derribarían a un joven de su autocobijante ilusión de un mundo explicado por un relato con un Deus ex machina que resuelven la insoportable orfandad de nuestra especie. Nada hay de atemorizante en un joven desorientado y sin ilusiones, pero sí lo hay en una familia a la que una simple afirmación pondría en riesgo de perder su identidad autoafirmada en el fanatismo, en sus tradicionales “valores” de hombres de bien.
     Pero fue un silencio incómodo, los otros niños ya no creían en los Reyes Magos, y le dieron a entender al compañero su ingenuidad. Si las explicaciones filosóficas se vulgarizan como relatos religiosos, las pseudo-científicas cobran forma de relatos que llevan el camino de perderse en el disparate. Resulta más inquietante que semejantes vulgarizaciones sean acompañadas de un discurso se ha vuelto tan autoritario, que su “verdad” se es aceptada de forma tan contundente que la gente puede enloquecer por apegarse a ella.
     Ahora he sido llamado a calificar exámenes de redacción para una institución de mucho renombre en el país. Una de las preguntas sobre las que el examinado debe desarrollar su argumentación, habla sobre la posibilidad de que exista vida extraterrestre. Me llevé todo tipo de sorpresas, pues siempre pensé que una mente poco instruida pero nada ingenua descartaría desdeñosamente toda posibilidad.  En una mente cerrada e ignorante el mundo se limita a lo que se conoce: “cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea…”, pero no es así: estos aldeanos vanidosos están demasiado informados, y la mucha información los pierde.
     Programas de televisión como Tercer Milenio o Alienígenas Ancestrales han despertado en la imaginación de estas personas un nuevo temor al vacío que los recluye en un medievalismo intelectual con nuevo rostro. Si la ciencia construye los relatos acreditables, la pseudo-ciencia se encarga de vulgarizarlos y de volverlos agentes del morbo. Y es claro que no se puede culpar a los productores por su ambición –ese gordo pecado se ha vuelto virtud en el mundo moderno–  pero es alarmante la incapacidad del público por no saber discriminar la información seria de aquella que no busca más que fáciles consumidores de relatos burdos, que un mínimo de información volvería estériles y, desde luego, poco redituables.
     Ligar el contenido de series como Los expedientes secretos X y películas como Men in Black al siempre inquietante campo de las profecías de culturas ancestrales que han dejado vestigios monumentales de su existencia es un ingrediente doblemente explosivo: se obliga al espectador a buscar vínculos tanto histórica como científicamente arbitrarios entre un pasado no resuelto y un futuro inventado; la trampa se cierra sobre un presente inexplicado que una lógica elemental pero poco informada busca resolver a toda costa. 
     El lenguaje oscuro de ciertos pasajes de los textos sagrados, o de libros proféticos que siguen siendo canónicos en el sistema de creencias del cristianismo sirve como una afirmación autoritaria de estas “verdades”, porque para quien acepta que no puede comprenderlo todo es más fácil delegar en los otros semejante trabajo, entregando mucho más que su confianza a prevaricadores que sostendrán hasta su muerte la existencia de un consuelo sumamente codiciada. La más elemental lógica del economista respaldaría el hecho de que la incuantificable demanda de este consuelo, empoderaría irrestrictamente a quienes lo detentan: podrían pedir cualquier precio y este sería pagado. Quienes ya son felices poseedores de su parcela de verdad no tienen reparo en colocar en un examen de certificación de instrucción media superior que los alienígenas han sido vistos en este mundo en carros de fuego sobre la cima de ciertos montes, dándose el lujo de colocar citas bíblicas que autorizan sus afirmaciones. Feligreses de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días afirman que el plan de Dios es sumarnos a la vida extraterrestre en forma de dioses que rigen sus propias galaxias, siempre y cuando sigamos sus preceptos: ¿forma peculiar de una iglesia monoteísta proponer un nuevo politeísmo, simple incomprensión de su propia doctrina o mala redacción?  Al menos a nivel sintáctico, el sustentante de esta peregrina hipótesis se defendía bien, el nivel lógico ya no forma parte de la rúbrica.
     Es como si al momento de salir a la superficie del globo, aterrorizados por el vacío cósmico y por el abismo de nuestra insignificancia los hombres simples se afanaran por buscar el seno materno  aún en el más disparatado de los discursos, como esos niños que cuando les es presentado un desconocido se niegan a saludar y esconden la cara en el pecho seguro de la madre. Uno de los textos más optimistas sostenía que estos seres han estado desde siempre entre nosotros, vigilándonos (palabra inquietante para quien quiere autonomía pero reconfortante para quien necesita sentirse protegido), y ayudándonos para el progreso. ¡Qué buena nueva!, lo que equivale a decir: ¡he aquí el nuevo evangelio!
     La necesidad humana de “cobijo” es, para Peter Sloterdijk, una de las determinantes básicas en la construcción de cosmovisiones. Si al conocer la forma de nuestro planeta, al aprehenderla por medio de la navegación, perdimos la última esfera, la que nos cubría del frío de la nada o nos impedía caer por la orilla del mundo, hemos conservado el instinto de buscarla aun en esa indeterminada mole intergaláctica donde el espacio-tiempo puede ser deformado para poner en contacto a los alienígenas de alguna estrella del cúmulo de Abel 1835 con los nativos de la Isla de Pascua, o levantar las paredes de Machu-Pichu.
     Y como en Men in Black, la verdadera información habría que ir a buscarla en publicaciones como el Óoorale! o en las series de History Channel, donde la historia tiene precio y nunca falta el incauto que paga por ella para ostentarla en exámenes  vergonzosamente aprobatorios a nivel nacional.   

viernes, 7 de agosto de 2015

Rubén, una odisea en el páramo




Y la tierra estaba desordenada y vacía     
(Gén: 1: 2)


Pude haber chocado el hombro con él en la glorieta donde al menos hay dos choques al día, o pude casi atropellarlo con la bici camino del taller, que está a una cuadra del lugar del crimen. Nuestros caminos pudieron haberse cruzado más de una vez, en los tacos Tony, o en la farmacia San Pablo o camino de la estación Etiopía, quizá hasta íbamos lado a lado en la soledad estridente de las ciudades.
     Y si chocamos el hombro y yo iba de malas, me le pude haber quedado viendo en desafío de macho, haciéndola de pedo, nomás, con la mirada –lo mejor que él sabía hacer– esas miradas que la hacen de pedo a través de la lente, desafiando lo que nos quieren enseñar que no debe desafiarse. Pero también podríamos haber venido hombro a hombro desde Etiopía, cada quien para su casa, sobre la misma acera de Cumbres de Maltrata; venir de buenas, tarareando con los audífonos puestos luego de una dura jornada, de una reunión con amigos.
     Los vecinos ya quitaron del zaguán las estampas que pegaron los manifestantes, no quieren que la memoria les ensucie sus casas y sus vidas, que el pegamento no se impregne en su comodidad, en su chic de vivir en la Narvarte, que se empeñan en seguir creyendo segura. Aquí no pasó nada, yo ni lo conocía, quién sabe quién era. No era Nadie.
     No ser Nadie suele salvar la vida, pregúntenselo a Ulises. Si pudiéramos, se lo preguntaríamos a Rubén, a Nadia, a Alejandra, a Yesenia, a Nicole, pero ya no podemos. –No somos Nadie –susurran los españoles al oído de los dolientes mientras dan el abrazo de condolencia. Ahí está el error, aunque suene a burdo juego de lógica en horas enlutadas, en no ser Nadie: si lo fuéramos, si pudiéramos hacernos pasar por Nadie, estas cosas no sucederían. No tendríamos amigos ni enemigos. Seríamos Nadie, el desierto absoluto.
     Pero aun no siendo Nadie el desierto se impone, ya han dicho otros que el páramo. La sequía a pesar de los riegos de sangre, de la guerra florida que enloquece al dios pagano del sol que alumbra este país. Dos millones de kilómetros cuadrados de desierto enrojecido que podemos recorrer siendo o no siendo Nadie.
     Porque yo, Joselo Gómez, no soy Nadie, como Nadie ha de ser Rubén Espinosa de ahora en adelante; porque aunque se niegue a creerlo, aunque nunca le lleguen estas palabras, tampoco es Nadie Javier Duarte ni sus asesinos pagados, ni es Nadie el chivo expiatorio que capturaron hace un par de días. Y dado que no somos Nadie estamos condolidos, porque quisiéramos matar a Polifemo siendo los que somos, con un rostro claro y seguro en la batalla…
    ¿Pero quién es Polifemo que devora hombres? ¿Y quién puede jactarse de tener un rostro cuando a Julio César Mondragón se lo arrancaron para hacerlo pasar también por Nadie, cuando a sus 42 compañeros los hicieron pasar por Nadie el 26 de septiembre de 2014? ¡Qué solo está nuestro Ulises en el páramo de agua! Si hubiera sido Nadie para siempre, no podríamos recordarlo, arrancaríamos las estampas del zaguán y partiríamos un pastel de cumpleaños la semana siguiente.
     Porque era Nadie, no recuerdo en qué momento me crucé con Rubén en el KFC, no recuerdo cuando tomábamos el metro juntos a la marcha de #Yosoy132 en la misma estación para volver caminando juntos por la misma calle, porque vivimos en la misma colonia. Tan Nadie es el ya ido como el que espera su turno, el que grita desde la barca como quien queda en la isla desierta. Y a veces quisiéramos gritar un nombre, unas verdades que hemos reservado para el viaje, pero no hallan eco nuestras voces en el páramo, no hay cielo que responda o que se entere de que hemos querido ser Rubén toda la vida, que hemos sido José Luis desde nacidos, que seremos Javier Duarte para siempre, en el fuero más interno de nuestra insignificancia.

miércoles, 15 de julio de 2015

Balconear la ociosidad



Entre la taza de café y mi mano están la sombrilla y una vaga necedad por decir cosas. Es un verano caluroso y hay trabajo por hacer antes de que venga agosto y se lleve estas mañanas de bermudas y pies descalzos en el balcón de la casa materna. El sol chupa la mezcla de sudores y agua jabonosa que ofrecen mis playeras en hilera, colgadas sobre hilos paralelos, como los del alumbrado público; las he puesto a secar para cubrir mis vergüenzas, mi flaqueza de hombre atribulado por el futuro. Pero la sombrilla está abierta y el calor es agradable, incompatible tal vez con el café que me ayuda en esta lucha contra la indolencia, contra la franca pereza del estío.
     Viví 26 años aquí y nunca aprendí a escuchar el ritmo suburbano de su vida. Pese a tener la escuela en una esquina y el boulevard en la otra hay una calma que podría provenir del verano, o este mediodía a la sombra, mi descarada pose vacacional. Si salgo a la calle y veo a un obrero en la faena siento un poco de vergüenza por mis bermudas y mis sandalias, pero al regresar al balcón parezco olvidar cómo la vida sigue hirviendo afuera e incluso dentro de casa, donde Geneviéve de Brabante se afana por la limpieza. Para sacudir la vergüenza, podría hacerme pasar por escritor y decir que trabajo, pero no puedo jactarme de ninguna de las dos cosas: escribo, sí, pero este pasatiempo no tiene más paga que el placer y más inversión que la mengua de los minutos.
     Sentiría vergüenza también por hacer perder el tiempo a mis lectores, que podrían aprovechar los cinco o diez minutos que les llevará seguirme en algo más fructífero, como meter una carga de ropa a la lavadora y aprovechar la tarde soleada para un secado perfecto, o hervir agua para disfrutar un café, como el mío; incluso podrían hacer ambas. Pero llega siempre el momento –o debería llegar para todos– en que todos los quehaceres se acaben y los valiosos minutos se gasten en actividades sin lucro. Entonces el lector vendrá a husmear este objeto extraño, como la perrita de la casa vecina olisquea la motocicleta del jardinero; para eso estamos.
     Y así como el jardinero pudo llegar en un triciclo o una vagoneta vieja a casa de mi vecina, el lector encontraría un video de futbol, una noticia desgarradora o la foto sexy de una modelo; y sin embargo vino a dar aquí. Más allá de lamentarme por su suerte y por las conexiones azarosas de todas nuestras vidas, me interesa justificar mi ocio, valorizar el momento vacío.
     Antes de empezar a escribir alcancé a ver, a través de la separación entre mi casa y la vecina, un fragmento de calle: las líneas brillantes de los coches zumbaban sobre el boulevard. Imaginé entonces que sobre la acera pasaba una chica muy guapa. Me moví hacia los lados, tratando de abarcar en mi campo visual la mayor extensión de la avenida. No pasó nadie. Entonces traté de verme a mí mismo desde la perspectiva de la chica imaginaria, de existir para el mundo de fuera. Recordé mis imágenes desde la calle: entre los dos muros que convergen hay un resquicio que da al balcón, pero su estrechez y la distancia desde la acera harían imposible distinguir algo a quien no tenga la intención de fisgonear. Ahora han pasado dos hombres que conozco, y que si asomaran por ese resquicio entre los muros podrían ver algún fragmento de mi espalda o de la mesa en el balcón, bajo la sombrilla y dirían: “ese muchacho cómo pierde el tiempo”.
     El jardinero se lleva su motocicleta. Ha terminado su trabajo y me echa una mirada desde el jardín vecino, ya cortado: “Este cabrón qué buena vida tiene”. Ciertamente no lo envidio: unos cortan pasto y otros escriben desde un balcón; unos acaban su jornada a las tres de la tarde y otros, cuando la tienen, la acaban a las nueve de la noche. Bastaría con que el jardinero llegara a su casa, se conectara a internet y diera con estas líneas. Tal vez entonces diría: “eso no lo sé hacer yo” y ya no me daría tanta vergüenza no saber encender una podadora o abonar un rosal. Quizá no podría entender que nadie me pague por esto, y que eso no me moleste, pero estará acostumbrado, como todos, a que hay muchas cosas de los otros que hemos de resignarnos a no entender. Pensará algo sobre las vacaciones y sobre la suerte de los que estudian y no dará más vueltas al asunto.
     El jardinero pasa sobre la avenida, ha sustituido a la chica en mi imaginación. Nunca leerá estas líneas y cuando vuelva a encontrarme escribiendo bajo la sombrilla mientras el poda el césped al sol, volverá a mirarme como me miró cuando recogió la motocicleta, sin acercarse a husmear el objeto extraño, como ha hecho la perrita. Sobre la media barda de tabique se eleva otra cerca de alambre que separa mi casa de la vecina: siempre podemos mirar del modo en que hemos aprendido a hacerlo.
     En la transparencia del aire se deja oír la campanilla de la basura, la taza está vacía, la página llena. Hay cosas por hacer.   

   

jueves, 25 de junio de 2015

Agujas del pajar


Por segunda ocasión seguí las recomendaciones literarias de una colega a la que estimo mucho. En mi ánimo de conocer autores nuevos y adentrarme en gustos distintos, acepté, en una semana llena de trabajo, el libro que tanto había elogiado el día anterior, mientras comíamos. Como me lo prestó, esta segunda vez al menos me consuela que mi apertura no me costara dinero.
     La primera ocasión la vi en un stand de la editorial para la que trabaja, durante la Feria del Libro del Palacio de Minería. Me atendió con una sonrisa diligente mientras se revolvía entre sus quehaceres de organizadora. Todo fue rápido: las recomendaciones, la compra, la firma del autor, que se encontraba presente… Desafortunadamente lo fue también el desencanto. El primer cuento no me gustó, pero me pareció aceptable, seguí; el segundo me gustó menos, seguí; llegó un momento en que empecé a frustrarme. Mi goce de lector no correspondía al fervor con que el libro me había sido presentado. La sonrisa de mi colega, su forma despreocupada de hablar sobre literatura, sus gafas de pasta que, pese a la moda, siguen haciéndome ver inteligentes a las personas…
     No terminé el libro, llegué a aventarlo un par de veces, y la paciencia (o el remordimiento por el dinero invertido) me hicieron levantarlo y continuar. Aún así no logré terminarlo. Los cuentos, que caían una y otra vez en los juegos facilones, en el abuso de un lenguaje florido que no ayudaba a la narración, ni a la caracterización de los personajes, ni al tono juguetón (muy poco logrado, además) de los relatos, me hicieron lamentar tan mala literatura en una edición tan bonita, tan bien encuadernada, con dos tintas y una respetable partida del presupuesto gubernamental, pues se trataba del fondo editorial de uno de nuestros estados.
     La segunda vez me cayó de sorpresa. Así como llegué a mi estación de trabajo, ella hizo un saludo con la mano y se acercó con el libro que había estado elogiando el día anterior, una obra de teatro. Algo había dicho sobre la construcción de los personajes a través de la voz, la imagen de la maternidad y el dolor. Se habló de la protesta y el horror, el mundo sangriento del crimen y la muerte llevado al tablado; escatología de una humanidad reducida al desecho: Perlas a los cerdos, obra premiada, dentro de una trayectoria reconocida…
     El día que tomé por fin el libro, me asombré de tanta retórica y parafernalia intelectualoide puestas al servicio de una obra descuidada no sólo en la construcción de atmósferas y personajes, sino en los propios registros lingüísticos que no pasaban de los lugares comunes. Evidentemente el escritor, o desconocía las honduras de la realidad que trataba de reproducir, o no tuvo el talento para reproducirlos. Los vínculos entre los personajes madre e hija no pasaban de una serie de vocativos cursis (verosímiles pero francamente simplones) y de la angustia alrededor de un drama burdamente montado en la figura única, borrosa, poco creíble de un mal hombre que carga una problemática social mucho más violenta de lo que el pobre personaje logra hacernos ver. La Rosa de Guadalupe crea villanos más o menos de esa talla.
     De haber sido mío, el libro habría salido volando por la puerta o la ventana de mi cuarto desde la página 10 o 15.  Sin embargo, el descubrir que estaba leyéndolo tan rápido, despertó –para mi mal– el ánimo de la tolerancia. Así que me lo fumé todo. No sé cuántos versos o versículos rescataría del libro (porque además la disposición del texto sugería un lectura lírica que definitivamente no se logró), pero así hubiera ganado 10 premios, no lo habría publicado de haber estado la decisión en mi poder.
     En gustos se rompen géneros. Sí, pero también en disgustos. No conozco yo otros autores de teatro que estén en activo. Quiero pensar también que muchas veces la mente del dramaturgo puede estar más sobre el escenario que en las líneas, pero ¿no es éste el trabajo de un director escénico? El dramaturgo es un escritor, como el cuentista. Joven, el primero, maduro, el segundo y publicados ambos, me hacen pensar, no necesariamente en la decadencia, sino en el caos de nuestra literatura actual.
     –Es que entonces es lo que hay– decía mi amiga. Me niego a creerlo. La cuestión debe ir más bien por donde siempre: imagino al funcionario casi analfabeto de promoción cultural –con suerte dotado de un título universitario en un área afín a su puesto – quebrándose la cabeza al nombrar un comité serio que decida lo que ha o no ha de publicarse con el dinero público. Esto se deja ver en el hecho de que la labor crítica se reduce a las contraportadas y las introducciones de los libros ya publicados. El prejuicio del nombre o de los premios ciega las decisiones. Más de un escritor digno habrá por ahí, sin nombre ni publicaciones.
     ¿Es esta otra invectiva del escritor frustrado contra el aparato de promoción literaria del Estado? No, señor, es la rabieta del lector frustrado que reclama su tiempo y su dinero perdidos. Y conste que no va por los 65 pesos que costó el libro de cuentos, sino por la parte proporcional de los impuestos destinados a estas publicaciones que sirve apenas para que una legión de Saris Bermúdez puedan decir en cada informe que “la literatura es una ventana a la imaginación” y que nuestro gobierno siempre se ha preocupado por el fomento a las artes y el acervo cultural.
     –Ese mismo fondo publica al Bartoliano –dice mi amigo, cuyo juicio literario respeto mucho más. Reconoce que ese poeta amigo suyo ha decaído un poco, sin embargo, su obra sigue teniendo calidad: cuando hay oficio generalmente se rescata la obra, y los fallos suelen ser excepciones. Porque el escritor es autocrítico –ahora sí como escritor frustrado lo digo–  y cuida más la obra que los premios o las publicaciones.
     Y el Bartoliano será una aguja en el pajar del sistema literario nacional. No dudo que haya muchas más, pero el problema tiene tiempo y cola. Si hay otros escritores valiosos que no conozcan la publicación o las becas es por el continuo desencanto a que estos mecanismos los han llevado, sin contar que es para muy pocos el dedicarse a escribir sin más remuneración que el gusto. Algunos jóvenes recomponen su vida y dejan la escritura como hobby, paralelo a las lecturas siempre necesarias, pero la consecuencia mayor de este caos serán los necios, los que se aferraron a la pluma y no lograron figurar o lo hicieron muy tardíamente. Debe haberlos. Casos como el de Efrén Hernández, el más reciente de Max Rojas, o las colecciones de poesía de la UNAM de autores que nunca fueron del gusto de los editores de Vuelta y lo que le siguió, autores que nadie conoce pero que debieron publicarse y difundirse con más dignidad, ilustran bien que el pajar sigue llenándose de una paja que nos cuesta mucho.
     Y no es que esté en contra de las becas y los fondos editoriales del Estado, pero tanto dinero para tan malos textos me deja algunas preguntas: ¿Qué papel está jugando la Academia en todo esto? ¿Serán también los buenos críticos agujas en el pajar, o de plano prefieren trabajar para las editoriales privadas, que pagan mejor y suelen elegir con mejor tino lo que publican? ¿No hay quién haga para cada fondo editorial el papel de editor con profesionalismo? Porque los gustos son distintos, sí. Pero aún en las obras que no entendemos, los lectores logramos captar un “algo” que muchas veces no sabemos explicar y que está ahí, en las palabras y en las imágenes del texto, no en los temas, ni las intenciones y mucho menos en los nombres y las trayectorias de quienes los escriben.