viernes, 31 de mayo de 2013

Sonríale ud. a la mañana




Pocos gestos hay tan humanos como la sonrisa. Sabemos que siempre es posible fingirla o forzarla y la experiencia social nos ha enseñado a reconocerla en sus distintas facetas y significados. Su capacidad expresiva es tan precisa como las palabras, al grado de que podemos pensar sin problemas en la sonrisa irónica o la sonrisa despectiva, pues sabemos emplear el gesto con toda la mordacidad de una palabra cuyo significado queremos que sea interpretado en sentido inverso.
No faltará quien diga que también los animales sonríen. En parte es cierto, pero los animales tienen otro tipo de expresividad, raramente intencionada, dado el grado de transparencia que parece existir entre sus impulsos y sus gestos, que no siempre sabemos entender. Tan enigmáticos han de ser los códigos gestuales de los animales como suelen serlo las sonrisas, aun en los seres humanos. La cultura nos enseña que si hay una sonrisa enigmática por excelencia, se la debemos a Da Vinci. No estoy en desacuerdo, pero siempre hay algo de reductor en los iconos que nos desconecta del aire, del instante en que ocurren las cosas y las llena de naturalidad.  La sonrisa de la Gioconda se nos aparece de pronto como un símbolo de la belleza o de la experiencia y perfección artísticas. Repito que no estoy en desacuerdo, pero me sigue pesando la etiqueta, como me pesa su artificialidad. Gracias a las etiquetas y a representaciones como ésta nuestra visión del mundo se automatiza: los poetas aprendieron a hacer de la sonrisa un lugar común en el que podría encontrarse la belleza; los jóvenes que quieran ligar hoy no podrán dejar de mencionarla si quieren obtener algún éxito. La alusión a la sonrisa se vuelve parte de un repertorio que remite a los valores de lo bello, de lo empático, del bienestar, e incluso de lo femenino; sus giros irónicos son también fáciles de identificar socialmente, y aún así, cada gesto es tan rico y único que es capaz de resistirse a las significaciones que normalmente les atribuimos.
Hoy, por ejemplo, me tocó ver una sonrisa que escaparía a cualquier semiótica. Tal vez no logre explicar bien el fenómeno (tomen en cuenta que si uso esta palabra, es precisamente porque me pareció fenomenal). Si tratan de anticiparse, lectores, a imaginar una sonrisa femenina y coqueta, se llevarán un chasco. La cosa estuvo más o menos así:
Venía de vuelta del trabajo, al bajar del Metrobús atravesé la calle y di unos pasos. Un hombre se sentaba en una jardinera; un hombre viejo, humilde, barbado. Sus posaderas lentamente descendían hacia la jardinera. Llegaron. Su cuello se estiró y su cabeza comenzó a levantarse, como si mirara al cielo. Entonces comenzó el esbozo de ese gesto, su boca se abrió y dejó ver unos dientes amarillentos que hacían juego con el brillo que sus ojos recibían del cielo, al cual ya miraba decididamente. 
Me hubiera gustado ser un buen fotógrafo para captar esa sonrisa. Para atrapar la sensación reconfortante que me comunicó y me hizo simpático a un hombre que no había visto antes y quizá no vuelva nunca a ver. Puede ser que el hombre sólo se alegrara por haber dado descanso a sus piernas; puede que haya llegado ahí tras una larga jornada nocturna o un viaje fatigoso. No sé, y tampoco sé si radique en ello el enigma del gesto: una sonrisa totalmente natural, no intencionada ni dirigida; un acto reflejo tal vez, que parecía por otra parte una ofrenda de gratitud hacia algo inmenso, incomprensible e impronunciable; una especie de providencia cuya bondad pudiera darnos, junto con el cansancio, el reposo; y con las penas, las dichas del humilde.
Despeguen las etiquetas que asocien la belleza a la mujer y a la juventud, quítenle la ejemplaridad a las sonrisas perladas, a los ojos de azabache y esmeralda. Lo bello es también cuestión de momentos, o si lo prefieren, cuestión de miradas: desde este balcón, al menos desde el que se me ofreció esta mañana, la belleza es amarilla y vieja, desdentada quizá, libre de toda pretensión de ser idolatrada. Quizá no sean mis palabras el más adecuado instrumento para hacerlo, pero una belleza así, guardada en la memoria, podría muy bien salvarse de la corrupción, virtud perenne de lo ya marchito que agradece el mundo, el día, el alivio del dolor y del cansancio.        

jueves, 23 de mayo de 2013

Un político librero y cibernético



Como sabrán, la política no es mi tema favorito. Tampoco me gusta erigir altares cuando el sujeto a quien había de construírsele aún se cuenta en el número de los vivos. Sin embargo, no puedo negar la importancia de la política en estos y en otros tiempos cualesquiera, así como tampoco me parece justo dejar pasar desapercibidos los esfuerzos y la lucha de quienes siguen levantando su voz en una pugna que parece casi personal contra la dirección que llevan los hechos.
Por eso hablo de Gerardo, porque los políticos de verdad hacen política siempre y donde sea, no sólo en tiempos de elecciones o desde el curul o la silla. A los otros no les vemos la cara más que en el reality show de las campañas electorales donde una camarilla de ladrones bajo siglas y escudos de contadas formas y colores nos obligan a oír sus merolicadas. El sistema de partidos es una simulación. Bajo el “nuevo” PRI, la seudoizquierda metió el rabo, la ultraderecha se cuadró y se suprimió a sus centinelas, la izquierda auténtica reconoció estar aplastada y desarticulada. Colectivamente, hay sólo ruinas de lo que fue un movimiento #Yosoy132 implosionado que agotó su combustible luego de la derrota electoral y el 1DMX; los grupos de autodefensa tienen un interés muy específico; los ejércitos populares se resguardan en su madriguera bajo el temor del desarme y mantienen apaciguadas sus regiones con un ojo al gato; pudiendo encabezar una efectiva resistencia civil en un momento clave, Andrés Manuel se reincorporó al sistema con un partido nuevo de futuro previsible: la tercera crucifixión del mesías… en pocas palabras, el dinosaurio tiene el campo libre.
Quedan –aunque las esperanzas estén ya depositadas en el terreno de la fantasía– los esfuerzos individuales como el de Gerardo. Quienes lo vimos hablar en la tribuna sabíamos que los fariseos de la política iban a dejarlo solo, que en ese retorcido juego de gente retorcida, mirar de frente y a los ojos, decir verdades y decirlas con firmeza es un recurso impactante pero inútil, un escándalo, según la gente “bien” del Congreso, que duerme desvergonzadamente en esas sillas que son más bien sofás, que se arrancan a los golpes, que se manosean en plena sesión, esa gente bien que deja pasar iniciativas de ley sin siquiera leerlas, que se sube el sueldo por ocupar un puesto en el que brilla por su ausencia, que acude a hacer relaciones para escalar personalmente y no para elaborar leyes; gente “bien” a la que el rumbo del país le tiene sin ningún cuidado. Esto lo saben muy bien todos ustedes, pero es un alivio poder decirlo yo.
Gerardo, en fin, aunque milita en el PT, carece de puesto público, así como carece de sueldo, de lujos y comodidades. Sin que sean tiempos electorales de los cuales obtener algún beneficio, no deja de hacer política. Semanalmente (aunque a veces lo haga con más frecuencia) se dirige a un pequeño público vía twittcam que rara vez rebasa los mil visitantes; en ella se puede ver el mobiliario de su casa, que es absolutamente humilde, como el de cualquiera de nosotros. Esa casa no está en las Lomas o en una colonia chic, sino en el corazón de la Ciudad, cerca de la Plaza de Santo Domingo. Este hombre, que dice bañarse con agua fría, da lecciones de política en dichas sesiones y no pide a cambio más que un poco de consciencia, de actividad, de interés en las cuestiones públicas. En esas conversaciones semanales sale a relucir un pasado humilde y de lucha, ¿qué lucros políticos podrá tener quien después de toda una carrera política se ha mudado del barrio de Tequesquinahuac, en Tlalnepantla a una vecindad del Centro Histórico? ¿Qué interés puede haber detrás de una sesión virtual donde se habla de los problemas que aquejan y aquejado desde siempre al país? Un congresista cualquiera ha de irse de compras, o a su casota o de putas en cuanto termina la sesión y se olvida por completo del “estrés” de la Cámara.     
Pero es la cámara a donde Gerardo llega tras una jornada de compra, venta, acomodo y traslado de libros, porque una vez acabado su periodo como congresista (y tras haber renunciado a la mitad de su dieta), Gerardo vende libros para obtener algunos ingresos. Y no es un librero como los de Donceles, que no saben ni lo que tienen, o como los empleados de Gandhi que miran el reloj cada quince minutos; Gerardo sabe lo que vende, y si no ha leído todo lo que vende, cuando menos lo ha hojeado con la suficiente agudeza para hacer una recomendación. No se puede decir que su gusto sea exquisitamente literario, porque a él lo que le interesa, y le interesa de verdad, es la política, perdón, la Política, porque el sentido que la política con minúsculas tiene ahora es el que la gente entiende en tiempos de elecciones o  el chismorreo manipulado del que se entera en la televisión. Para Gerardo la Política es un oficio, una profesión que no está exenta de una base cultural y humana; su capacidad de lectura le permite conocer los fundamentos de lo que dice, sustentar lo que piensa y sostener sus convicciones. Yo quisiera conocer a algún otro político con esa calidad de humanista, porque no puedo negar que en ese farragoso medio haya gente inteligente, pero la aplicación de esa inteligencia se vuelve cuestionable ante su visión utilitarista de la política, ante su reducción a un medio de ascensión social que pisotea traficando con la ley, haciendo de la gestión pública un negocio. Gerardo viaja más de una vez por semana a varios rincones del país, a veces al extranjero, para informar, para participar en pequeños mítines de gente con problemáticas reales, para extraer experiencia política; lo hace con sus propios medios y algún apoyo de la gente que lo admira o que requiere de su capacidad para desenmascarar a los sinvergüenzas del poder, nunca se cansa.
            Después de ver la twittcam de ayer, recibí la respuesta al correo que le envié. Me informa qué hacer para comprarle El manuscrito carmesí, de Antonio Gala. Quizá ya lo leyó, porque lo recomienda; un amigo que sabe de cosas literarias me lo ha recomendado a mí. Gerardo no es el gallo en turno de algún partido desgastado, es un ser humano que manda y recibe libros y correos electrónicos; se da abasto para todo. Envidio, en verdad, esa vitalidad, esa fuerza. Me admira la rapidez de la respuesta, pues el hecho de ser político no lo hace burocrático ni divo, al contrario: ante la necesidad (que no le avergüenza en absoluto) trabaja mucho y pronto. Sin pensar que sea la panacea de nuestra política, Gerardo Fernández Noroña es una muestra de que el trabajo y el gusto por el oficio dignifican cualquier profesión, hasta la más satanizada y desacreditada. Con este ejemplo, me rio en la cara de quienes se atrevan a decir que “un político pobre es un pobre político”. Esa frase debió inventarla algún un pobre político de los que se aplatanan en las curules y en las sillas presidenciales, algún mafioso en busca de votos, algún mierda hambriento con camisa de seda.

viernes, 17 de mayo de 2013

Jaquecas, rockocidios y periodismo “hipster”

Nunca me había preocupado tanto por el posible origen de mis dolores de cabeza. Tal vez el de hoy tampoco me preocupara tanto, pero a esa preocupación se debe, si no esta entrada, por lo menos sí la intención de escribirla. El par de aspirinas y el sueño interrumpido por una amable llamada telefónica a media noche me han puesto en condiciones para escribir esto que han estado leyendo y cuyo asunto aún no acaban de esclarecer. 
      --¿Nos vas a hablar de las jaquecas, no? ¿Qué con eso? ¿O va a ser otra de esas entradas donde no sabes qué escribir y terminas por sacarte un tema de la manga: “Un soneto me manda a hacer Violante”, qué es eso? 
       Como ven, acabo de incluir sus voces en mi texto, porque cuando uno escribe, digo, cuando pretende uno que lo lean, lo mínimo que debe uno imaginar son las reacciones de nuestros lectores con cada una de las líneas o palabras que le hacemos leer, con el tiempo que les tomamos de la vida. Es una cuestión, cuando menos, de urbanidad. Pero confieso que la inclusión de sus voces se debe a la mera imitación de este recurso observado en una novela del siglo XXI, pero escrita en 1759, esa novela se llama Tristram Shandy y aunque a veces resulta algo cansada o demasiado juguetona, tranquiliza saber que la gente lleva leyéndola, traduciéndola y editándola por lo menos un par de siglos a diferencia de los nuevos “genios” que hoy se usan.
       Y como veo que empiezan a impacientarse y a buscar la relación entre la novela de Laurence Sterne y mi dolor de cabeza, pongo como contraste su verdadero motivo. Fue una de esas jaquecas premonitorias, que anuncian que algo muy desagradable va a pasar y lo que pasó fue el hallazgo, siempre ocurre en las redes sociales, de un texto con un título tan llamativo que no pude evitar leerlo Cinco bandas que deberían ser eliminadas de la faz de la tierra de un joven escritor y editor mexicano. En realidad se trata de un top five, según él cuenta, al estilo de las listas de una novela que ha leído, y como seguramente él mismo se ha sentido lo suficientemente autorizado para elaborar el suyo, con estas bandas: Metallica, U2, Calle 13, Radiohead y The Beatles. Mucho hay que decir ya sobre la inclusión de Calle 13 en la lista, pues no embona ni por el género. Los argumentos esgrimidos contra Metallica me parecieron válidos, parecían ir por la cuestión política; cuando habló contra U2 no puse objeciones, porque además de tener su buena dosis de política, debo aceptar, personalmente (ponga usted las objeciones que guste), que es una banda que nunca ha logrado convencerme; los argumentos contra Calle 13 (una vez que, con mucho esfuerzo, el lector pasa por buena la inclusión) van contra lo musical –se le acusa de ser reguetón– así como de repetir un discurso aparentemente combativo aprovechado por las disqueras para volverlo estrategia de venta (¡qué descubrimiento portentoso! Como si no hiciera lo mismo el capital con toda producción contracultural).
       Aunque el lector del señor Tryno Maldonado, que así se llama el musicólogo, ha arrugado un poco el entrecejo y entreabierto la boca para objetar algo, su buena educación en la lectura, que le ha enseñado cómo a veces la clave de los textos se encuentra al final de ellos, por eso sigue adelante. Sería bueno preguntar cómo pudo aguantar el lanzamiento a las llamas de las últimas dos bandas: en pocas palabras, haciendo alarde de grandes conocimientos de teoría musical, condena el autor a Radiohead por aburrido: “en todos sus años de carrera jamás se han atrevido a salirse de la métrica sosa de 4/4 en una sola canción” ¡También a mí me enseñaron a llevar el compás en la primaria! Y aunque acepto la existencia de momentos de Radiohead bastante aburridos, me parece que sus fans han encontrado algo en su música que les ha despertado esa pasión por la banda, experiencias respetables, por humildes que sean los conocimientos musicales del escucha, pues es ésa una de las intenciones más primitivas de la música. Tampoco faltaron argumentos políticos, pero ¿borrarlos de la faz de la tierra?
       Al llegar a los Beatles la antipatía ya es tanta que no me sorprende la mención. ¿El argumento? “Los Beatles son una boy band y le han hecho tanto daño a la cultura como Mickey Mouse”. Canciones que sustentan la afirmación: I wanna hold your hand, Obla di obla dah, She loves you… ¿Eso son los Beatles? Es probable, sí, que hayan sido lanzados como bajo la modalidad boy band para beneplácito del mercado, pero algunos de esos niños demostraron ser verdaderos músicos, y desde mi humilde posición levanto los puños para defender cuando menos a George y a John: ¿While my guitar gently weeps es una  canción de boy band?
       No está mal tirar piedras –dice uno de los comentaristas– a los becerros de oro. Concuerdo, pero hay que saber argumentar, y si el espacio de la columna no es suficiente para hacerlo,  hay que saber abstenerse. La publicación tuvo a bien poner una fotografía del autor: efectivamente es uno de esos “nuevos hipsters” entre cuyos preceptos están el uso del lenguaje y la aparente inteligencia para crearse imagen y autoridad. Se muestran críticos del mainstream –palabra innecesaria y pedante para poco más que llamar la atención–, la misma intención se lee en el título de la nota. Me dolió la cabeza al comprobar, una vez más, las fachadas de que se reviste todo: unos lentes de pasta y una serie de títulos rimbombantes hacen a un intelectual. En ese momento el camión pasaba junto a las oficinas de Telefórmula, vi la foto de Eduardo Ruiz Healy pero también vi el futuro. ¿La revista? Emeequis. Juzguen ustedes, de ser necesario búsquense unas aspirinas. Lo siento, si llegaron aquí los hice leer casi mil palabras, les debo una.

viernes, 10 de mayo de 2013

Pues feliz cumpleaños ¡Cómo no!

7 de mayo 2013

También yo sé que es una impertinencia, una necedad, que debería dejar todo hundirse en el silencio del pasado. Pero a la vez sé que en su insonoro polvo se esconden las partículas –tal vez sólo las cenizas– de la vida remota que se manifiesta en ese último testimonio. Algún día fertilizarán la tierra y volverán a generar vida, porque los espacios siempre deberán ser habitados, porque incluso en el desierto habitan las formas irrepetibles de las dunas y las tormentas, el cacto pertinaz que nadie toca.
       Seguramente desearás que borre todas las huellas, que destruya toda la evidencia de tu paso, porque dicen que es preciso cerrar ciclos, porque todo recomienzo es una ruptura. Pero son palabras baratas de quienes no pueden lidiar con el pasado y prefieren tragárselo, cargarlo en las entrañas para que nadie lo note en el rostro, porque cada beso y cada palabra, cada instante vivido deja una cicatriz, una marca única que, unida al resto de las vivencias, conforman el paisaje de lo que somos, entonces el pasado no es un fardo que arrastremos, sino la redondez misma de nuestra barbilla o la profundidad de una arruga que enmarca la mirada. Negar, suprimir, desechar el pasado es una indolencia por nosotros mismos, es desinteresarnos de la obra que la vida se ha encargado de cincelar o es también como echarse a caminar por la espesura sin dejar un rastro de guijarros o migajas, un hilo de Ariadna que nos traiga de regreso. Dirás: “un regreso es lo que menos necesito”, mas no se trata de volver a la vivencia del pasado, sino de hacerse uno con el camino: saber qué significó para mi vida el atardecer de tus ojos en esa alberca de Playa del Carmen o esa subida a la patrulla en Mar de la Fertilidad termina por volverme reconocibles las señales para saber que aún ando el camino, me ayuda a entenderme: ahora sé que plegar mi mandíbula hacia abajo y un poco hacia la derecha es un gesto que mi vida debe al cruce con la tuya; descubrirme haciéndolo es como recordar una lección que creí haber olvidado, reconectarme con todo lo aprendido y aplicar, por mucho que pueda doler la memoria del aprendizaje duro y duradero.
       En verdad que no esperaba una respuesta, quizá sea mejor si no la emites nunca: las cicatrices pueden no doler ya más, mas no dejan de ser heridas muertas, muescas en la piel de una mirada o una tarde de cornetas y buñuelos en la Plaza de la Constitución que me hiciera llorar de alegría, como ese otro anochecer de fuegos artificiales en una azotea de Guanajuato, o un chorro de agua hirviente sobre tu cabeza en Tolantongo; cada instante deja la costra de sus imágenes, el contorno de sus sonidos, el eco de los latidos que en ese entonces produjeron y eso es parte irremediable de un ser, que para ser, precisa de construirse sobre lo que ha sido. Porque así como quedan en lo álbumes las fotos de los muertos, queda el trazo inconfundible de un lápiz que perdimos o la tentación de comprar con el dinero que nos fue robado.
       No faltará quien hable de los daños, de la incapacidad de superar las pérdidas; pero también  en cada pérdida hay legado, y el tuyo es saber que sigues cumpliendo, un mes después, la misma cantidad de años que yo, aunque tampoco sepas cómo reaccionar ante ese hecho, ni qué cara ponerle a ese pastel o a la gente que rodea la mesa de tu cocina y arranca las hojas del calendario. Te imagino subiendo entonces la escalera hasta tu cuarto, sentada un momento en la cama, buscando una guía para el mañana, cuando tengas oficialmente un año más y sigas sin explicarte cómo se te ha formado esa nueva línea junto al párpado, cuando más segura creas estar de que el pasado está borrado y nada tiene ya que ver contigo, como estas líneas que no leerás a propósito, como estas manos que no pueden ni deben ya tocarte.