sábado, 19 de julio de 2014

Pasatiempos

“No hay plazo que no se cumpla”, canta el dicho. Lo sorprendente –o más bien sorpresivo, para mí, es la celeridad con que cada uno de ellos se va cumpliendo.  El lapso entre la planeación de un viaje y su realización nos sorprende con su fluir inexorable en la sala del aeropuerto, dudando si  acabaremos de anotar el fin del plazo antes de formarnos para tomar el siguiente avión.
Parece, cuando viajamos, que llevamos un destino, un itinerario. Jugamos a ser dueños de nuestro tiempo, y vamos correteando trenes y ciudades, imágenes que muchas veces terminan por no empatar con la que nos habíamos formado en la mente, como esos planes que intuimos pero no acabamos de edificar y nos dejan sólo la brillantez de la idea, o peor aún, el recuerdo de esa brillantez.
Sentados, escribiendo fútiles líneas que den fe de nuestro paso por cada sitio, los audífonos nos recuerdan con cada cambio de cadencia o con cada track terminado que debemos apresurarnos. Es vertiginoso.
            Hay eventos que esperamos con ansias, quisiéramos acelerar el plazo para llegar  a ellos cuanto antes, pero cometemos el error de vivirlos con tal intensidad que convertimos la expectación en premura y terminan por escapársenos con la misma rapidez que el plazo. Me ha ocurrido tantas veces…
        Se cae entonces en la noción pesimista de que no seremos capaces de vivir cuanto esperamos con la intensidad deseada,  y esos eventos que terminan por ser hitos en nuestra línea vital ocurren en un día como cualquier otro. Porque es verdad, son días cualesquiera con sus veinticuatro exactas horas de sesenta minutos cada una, que no tienen contemplaciones con nadie. La inteligencia –al menos la mía– no está capacitada para seguir los hechos con el ritmo y el detalle deseados. A veces ocurren tan pronto que no podemos gozarlos. Al disfrute de su realización sobreponemos la angustia de su fugacidad.  
            El afortunado don de la memoria –con todas sus deficiencias– puede ayudarnos a reconstruir la vivencia, pero se requiere esfuerzo y un poco de fe en nosotros mismos, porque muchas veces terminamos por dar a los recuerdos una forma muy distinta a la de la extinta realidad donde alguna vez estuvimos sumergidos. Ventaja de la memoria: es creativa, porque no sólo almacena los datos, sino que nos permite moldear las imágenes y quién sabe cuánto pongamos en ellas de lo que esperábamos vivir y dejamos ir en el momento, distraídos con nuestra propia dificultad para aprehender lo vivido.
            Y mientras la banda que tanto esperábamos ver o el país que queríamos visitar nos sumergen en su contingencia, nosotros nos lamentamos la posibilidad de que ese instante llegue a su fin tan pronto como el plazo que debió cumplirse para llegar a él. 
            ¿A dónde vamos con tanta prisa? ¿A dónde vamos con el texto que escribimos? Es inevitable seguir maquinando planes de viaje interiores y exteriores que exploren todas las dimensiones de la experiencia, porque la inteligencia requiere a cada momento de una confrontación con los hechos, cuyas claves –cuando las tienen– suele encontrar en el pasado o en la forma sonora y significante de una palabra que concuerde con la idea que teníamos de ellas en el plano paralelo de lo hipotético.
            Pareciera entonces que nuestra mecánica es simple: empatamos lo que podemos percibir de la realidad con lo que podemos significar de la idea y construimos imágenes en la memoria que a la vez terminan por construir lo que somos, nunca unitarios ni estables, como la propia realidad.
            Esta idea multifacética y conformante de la experiencia, me hizo pensar de pronto en la pintura cubista,  en sus simultaneidades –no dudo que sea influjo o contaminación transitoria de la exposición que vi hace unos días–. Los planos se superponen unos a otros en función de la luz natural sobre el modelo, pero también de la que el artista percibe en él y desea realzar según la imagen que a la vez se ha hecho en la mente. Entrega como resultado un conglomerado de percepciones que nos parece monstruoso y ajeno, pero que es también la más sincera expresión de nuestra incapacidad para aprehender el proceso doblemente complejo de experimentar la realidad y luego dar cuenta de ella, con una reproducción imperfecta.

            No sé si fue algo así lo que me propuse al escribir estas líneas, pero el abordaje está por comenzar. Por monumentales que algunos parezcan, como la Ilíada o el Quijote, todo texto también es transitorio. Qué podía esperarse de estas apresuradas líneas escritas en una sala de aeropuerto; apuntes o bosquejos rápidos para ninguna obra, pasatiempos. 

jueves, 3 de julio de 2014

Que Dios confunda la injusticia



La estación lluviosa se empareja con la sequía de las ideas. Es un verano nublado que drena cada tarde la luz y la voluntad. Caen lentos los dedos sobre el teclado, apenas impulsados por una vaga inquietud de cumplir el oficio. Los días se despejan de los deberes y contagian al espíritu una calma ociosa, una abulia de respiración profunda y todavía agitada, como la que sucede a un esfuerzo físico desgastante. En la ciudad se habla de robos y detenciones, de atropellados y prohibiciones. La injusticia es una máquina sin freno. Los pájaros siguen gorjeando, pese a todo, son meramente escenográficos.   
      La abulia y la facilidad de la tecnología orillan a buscar los lugares queridos. Echo de menos las líneas diarias de Muñoz Molina en el aparador virtual de la red. Entro a la página y descubro un título: Hasta pronto. Comienza con unas líneas sobre las zonas de dulzura en la vida española, pero cierra con una despedida. Pensando en el verano, en la abulia, en el necesario descanso, viene a la mente la idea de unas vacaciones. Los escritores que admiramos también cargan sus huesos y su carne. Pero no, se trata de una despedida a mayor plazo,  consecuencia de lo que genera el pensamiento y la forma como las ideas son recibidas por la comunidad:

El enconamiento español no sería tan triste si no fuera tan estéril, tan inútil, cuando hay tantas cosas imprescindibles que hacer; tanto que cambiar para mejor, tanto que haría falta corregir con urgencia […] En todas las peleas furiosas, extenuadoras de tan repetidas, jamás se discute de nada que sea de verdad importante. Qué tristeza. Me pregunto quién sale ganando en toda esta confusión. En cualquier caso, yo prefiero no seguir contribuyendo a ella.

Se cierra un espacio de expresión que cada día nos revelaba un horizonte distinto, un punto de vista sobre el mundo que no necesariamente había de ser compartido por todos, aunque estuviera ahí para todos. Porque el autor no está exento de la vida pública y en el espacio democrático de la red, tiene el derecho, ciudadano del mundo, a hacernos partícipes de él. La injusticia es una máquina sin freno. Mi posición al otro lado del Atlántico neutraliza mi opinión política y me abre al goce de lo importante: el autor es un hombre como yo, y en cada página podía asistir a su experiencia, que en algún momento podría apropiarme, ciudadano yo del mismo mundo y susceptible de las mismas emociones y descubrimientos.
     A la vida y al enconamiento “español” yo les quitaría el adjetivo. La red es un aparador global. Recientemente me enfrasqué en una discusión con una activista peruana del feminismo musulmán. Mi afán por conocer otra cultura y otro modo de pensar toparon con la frontera del odio, el resentimiento y la cerrazón. Admito la legitimidad de la lucha y como parte del género masculino, nacido en un mundo occidentalizado, admito también mi responsabilidad. No “cuestiono mis privilegios”, como pide la interlocutora, porque nunca los he concebido como tales. En la lucha diaria, sufro también injusticias, violencia y opresión. Pero la propia injusticia es injusta: lo que yo sufro, alguien lo sufre peor que yo. Quien se subleva para defender su integridad y la de su gente es apresado por la Justicia; quien defiende su género y su cultura es criticado por alzar la voz. Pide espacios autónomos y un respetuoso silencio, pero lo pide a gritos y por la fuerza, no abriendo un diálogo sino imponiéndolo. Las críticas y los cuestionamientos se responden con descalificaciones y tapabocas. No importa llegar al acuerdo sino ganar la batalla, expulsar al enemigo de la ciudad.
      Cuando uno se acerca a mirar y dice lo que ve, sale apedreado, confundido. Muñoz Molina dice alejarse para no contribuir a la confusión. Me parece a mí que es precisamente confusión lo que hace falta en esos nichos de verdades absolutas. La locución española “que Dios confunda” pide merced por quienes hacen mal para que no sean juzgados como merecen. Pero es una petición injusta, pues supone que quien no merece el castigo lo recibirá por confusión divina. La injusticia es una máquina sin freno. Yo emplearía la frase para pedir que Dios confunda un poco a quienes están demasiado seguros de sus verdades, a quienes las esgrimen como lanzas y las levantan como puños. De la confusión nace la duda que engendra a la pregunta de donde nace el diálogo  donde surge la escucha que hace brotar la tolerancia que hace posible la democracia que da pie al relativismo que caracteriza a la Posmodernidad que hace posible el nihilismo que nos sumerge en el vacío que aprovecha el Mercado para moldear esclavos.
Confundidos todos, las voces que –con o sin razón– nos dejaban algo cada vez que se levantan optan ahora por guardar silencio. Las que gritan siguen encerrándose en sus murallas y erigiendo dictaduras. Las democracias hacen torres de Babel que Dios confunde y terminan por derrumbarse.      
      La estación lluviosa se empareja con la sequía de las ideas. Es un verano nublado que drena cada tarde la luz y la voluntad. Los pájaros siguen gorjeando, pese a todo, como la injusticia.