viernes, 24 de febrero de 2012

Todo camino termina en algún lado

Una obviedad, podría decirse. Pero también una verdad irrebatible: "los caminos del Señor son inescrutables", como lo son los de la música y como muchos otros que nos llevan por la vida.
     Una verdadera casualidad me puso, hace unos meses, frente al cartel que anunciaba un festival de blues en Polanco, el rincón más burgués e insospechado de la ciudad para escuchar una música tan viva, tan hecha para almas verdaderamente desenfadadas, despreocupadas de lo ostensiblemente frío y de la habilidad calculadora de hacer planes de negocio para una vida "saludable". Y es que nada hay tan saludable (ahora sí sin comillas) como regalarle a cada sentido algunos momentos de dedicación absoluta: sentarse a comer, a escuchar; detenerse a mirar... nos damos cuenta de que el éxtasis de uno va contagiando a los otros.
      Llegué en la absoluta virginidad de mi ignorancia. Algunas nociones sobre el género y un gusto -tal vez una rebeldía de infante- por la música que no se escucha en la radio, ni en los bares, que ninguna rockola se arriesgaría a incluir. El genio del artista irradia su poder en la atmósfera y atraviesa pieles, erizando el vello de los brazos, cediéndole a la tierra lágrimas de emoción, que son la expresión más intensa de nuestra humanidad, de una vida que muy pocas veces nos permitimos vivir.
     Soy el peor de los melómanos. No tengo la más remota idea de la lectura de notas, de los nombres y la historia, ya no digamos de la música, tampoco de los géneros que me gustan más. De lo único que puedo jactarme es de mi apertura hacia lo desconocido y, quizá, de un inexplicable sentido crítico, basado en una sensibilidad que tampoco me he detenido a razonar, y creo que he hecho bien. Una sensación explicable pierde su vigor y su pureza adánica, se automatiza y forma parte de esa vida que no vivimos y dejamos fluir con indolencia. 
      Llegué, pues, a escuchar a Jimmy Johnson, un genio de la guitarra que descubrió su verdadera vocación de forma muy tardía en su vida. Eso dicen, al menos, los cincuenta años transcurridos entre su nacimiento y su primera producción discográfica (he vivido en propia piel eso de que los triunfos, si llegan, pueden demorar demasiado). La experiencia de escucharlo no se puede verter en palabras, al menos no en las mías. Pero fue como una de esas marejadas que nos arrastran y nos sacan a la arena sin estar seguros de estar sanos o con todos los huesos rotos.
      Los caminos -todos- nos llevan a alguna parte ¿a poco no? Todos terminan en algún lado y ese fin a veces se puede ver a lontananza, como tristemente comencé a vérselo al concierto cuando noté signos de cansancio en Jimmy, cuando vi que el armoniquista misterioso no aparecería más, pues ya me había brindado el momento más excitantemente breve y único de los conciertos a los que he ido en mi ya no tan corta vida…
      Every road ends somewhere. Es el nombre de uno de sus discos, que escucho mientras lo recuerdo: el abuelo del que todos quisiéramos presumir. Te he llevado por vericuetos que quizá no imaginabas -ni yo cuando empecé a escribir la entrada- pero así como el camino de Jimmy se encontró alguna vez con el de mi curiosidad, también el de estas líneas han de encontrarse con el de tu vista. Por mí, olvídalas. Pero no a él. Quizá entenderás cómo hay cosas en la vida que nos pueden dejar patidifusos.

viernes, 17 de febrero de 2012

Burbujas, hedonismos y amarguras.


El placer de aniquilar el cansancio con una cerveza fría y una siesta a media semana está limitado a unos cuantos desvergonzados, como yo. Últimamente la exigencia ha aumentado, pues me he propuesto que la cerveza sea artesanal y de notas fuertes: limpio el tarro, lo enjuago y lo meto un poco húmedo al congelador mientras voy a buscar algún libro a la recámara. Mi ánimo no parece ser el mejor frente a los libros disponibles, la selección demora y la ansiedad hace de las suyas. Dejo los libros y voy a encender el televisor. La basura acostumbrada, incluso los canales "culturales" se regodean en el amarillismo del fenómeno alianígena, explicador nada menos que del origen de nuestra civilización. Pulso el botón off y vuelvo al refrigerador. Tiempo suficiente para que la poca agua que dejé en el tarro se congelara, tiempo de elegir y destapar. Poco hay para matar tan bien los minutos como un control remoto y una mala compañía de TV por cable.
La "Double Chocolate" deja escapar sus vapores, patina limpiamente desvaneciendo la leve capa de hielo que envuelve el tarro. Es la gloria y el anuncio de la traición.
     Los pensamientos siempre me traicionan: espumas como éstas pueden ser un desencadenante de lo otro, aquello que en vez de provocarme placer acaba por desatar las neurosis y las obsesiones. Las burbujas llegan al tope, casi puedo asegurar que las más próximas a derramarse son rescatadas por la muerte de las inferiores al estallar.
     Sucedió como tenía que suceder: la asociación de sensaciones con las ideas y las palabras que hacen eco en mis adentros. Al primer trago, la espuma baña la boca y la atosiga con el sabor amargo de las burbujas. Y es que estas líneas van de burbujas y amargura, precisamente.
      Todo placer se paga, y éste sigue cabalmente la regla, porque de la feliz sensación, mi mente se desvió rumbo a Rotterdam, rumbo al siglo XVI, rumbo a un ensayo más panegírico que filosófico pero que encierra una de nuestras verdades menos controvertibles: "El hombre es una burbuja". Homo, bulla –dice Erasmo para mis adentros del siglo XXI. No ha cambiado nada, no, comk suele pasar con las verdades inmutables.
     Por lo general soy de tragos largos, duros, tal vez ansiosos, y disfruto tanto la amargura como las verdades frías. "El vigor del cuerpo humano empieza a declinar a los treinta y cinco años" -dice Aristóteles, "y el del espíritu a los cuarenta y nueve" -continúa citando Erasmo. Veo las burbujas reventar en la superficie del líquido, me veo reventado por la fatiga, y eso también me revienta, la susceptibilidad (el codo se empina mientras tanto), la finitud.
     ¿Qué quiere que haga, señor Erasmo? La vida es breve, fugaz... y lo sabemos, eso es peor. Mientras un nuevo trago parece resucitar el olvido de mi garganta, la baja en el nivel del líquido revela el carácter irreversible de cada instante. Un nuevo trago evidencia que lo nuevo (en ese momento despego el tarro de mis labios) tiende a envejecer, y cuando apoyo el tarro y escucho el clic del cristal contra la mesa, pienso también que todo ha de acabar.
     Que le pregunten a Darío sobre la voluptuosidad del beber y los frescos racimos de la carne; el goce de la tentación, la alegría del instante, la perturbadora sonrisa de la Gioconda. Son lo fatal, "la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos". Grande es el consuelo que nos da el poeta: pensar que esperan por nosotros, aunque sea tan sólo la consciencia insensitiva de la piedra que ha de cubrirnos; si somos cíclicos y optimistas pensaremos en la utilidad de nuestra carne como alimento de la vida nueva. Tal vez sea lo más conveniente.  Entre tanto, han escurrido por mis entrañas cuando menos cuatro tragos más.
      Hacen su efecto. Siento que floto y me dejo llevar por la embriaguez, rehuyo como una burbuja que escapa a la amargura de su sustancia y se suspende en el aire. El hombre es una burbuja. Los latinos lo dijeron y era ya una idea muy vieja, quizá la única de la que tenemos certeza. El codo tiene que levantarse más de lo habitual para que el último trago cumpla su destino, natural en todas las cosas.
     Miro la botella. La etiqueta conserva los colores y la promesa de lo que contenía. Pero ya no hay más burbujas ni amarguras. No por hoy. El sabor se expande en el paladar y en el recuerdo como si con ello diera un salto mortal entre su fin y el peso de su verdad. Sólo por hoy. Si mañana llego con mejor talante, tal vez las burbujas me hagan pensar en otra cosa. Carpe diem...

jueves, 9 de febrero de 2012

Melany o la levedad del net

 





Difícil decir si es insoportable; difícil también no caer en el cliché de un título tan revolcado que aun ha llegado al lenguaje de las calles, al de los periódicos, e incluso al de este blog; difícil entender que las cosas pueden caer por su propio peso o huir flotando por su propia levedad. Aquí el problema eres tú, Melany, tú y la forma tan impredecible que tienes de ir y venir de ese más allá que es el ciberespacio.
      Sólo hasta que te conocí empecé a creer en que había un mundo virtual acá adentro y que las palabras entre dos seres que no se han visto nunca, de una máquina a otra a través de una sala de chat, podían conmover  y arrastrar tantas insospechables consecuencias.
      Te presentas como Cristina, sin fotografías, sin invitaciones carnívoras ni propuestas de negocios prometedores: "me llamo tal, me gustaría aprender Lengua Española, etc". Una tomada de pelo -pensé. Por no seguir abrigando la duda, te obligué a confesar de dónde habías sacado la poca información que tenías de mí. Me pareció interesante que se la robaras a una de mis alumnas, que ahora es sólo una borrosa silueta en el pasado. Nos "enamoramos" a la segunda conversación y quedé convencido de que algo en la red la hacía una muy eficaz generadora de satisfactores para solitarios online, como yo. Pero seguiste apareciendo y tu existencia más allá de la red se hacía cada vez más probable.
      Aparecieron datos concretos: Coyoacán,  un canal de televisión, el nombre de un programa y de un compañero de trabajo; pero parecía demasiado que, al apagarse el monitor, este mundo donde las cosas se tocan y respiran pudiera albergar algo así, como lo que decías ser y yo me negaba a creer a pesar de la coherencia de tu discurso, porque ¿cuántas chicas, aprovechando el anonimato de lo virtual, podrían hacerse pasar por actrices o artistas y modelos para obtener alguna cita con cualquiera y concretar así el doble fraude de lo virtual y lo real? Pero tú estabas ahí, contándome problemas cotidianos sin alardear de nada, sin segundas o terceras intenciones. Que el director era un genio, que la escena no sé qué, que nos vamos a España, que estuve grabando en Chiapas, que el maldito trabajo me tiene presa y tú eres mi único escape y que no he podido verte. Cero provocaciones, cero ventas, sólo hablar y buscar salidas a una soledad y un abrumamiento por un trabajo que, eso sí, te fascina.
      Grabaciones en el Ajusco a las cuatro de la mañana, las estúpidas discusiones de los compañeros, la exigencia del juvenil genio de tu director, la intención de comprar un edificio para vivir de tus rentas... terminaste por encarnarte en las diminutas fotografías de tu perfil e incluso por ilusionarme un poco: “¿a quién le importa si nunca llego a verla, o mucho menos a tocarla? Saber que el mundo alberga alguien así, lo vuelve menos insoportable” -me decía. Más valedero.
     En el ciberespacio cada quien se deforma a su gusto, se coloca los atributos deseables y se convierte en su "yo" imaginario, en el ideal. Pero dice muy bien Barthes que el amor es un discurso, y fragmentario, además. Es lo que tenemos, lo que podemos presumir como nuestro en un mundo donde las palabras no valen nada porque son “sólo palabras” (que Lucero lo diga ya le da el estatuto de verdad universal). Para mí, que hago el enorme esfuerzo por escribir estas líneas, cada palabra debe tener el peso preciso para que la burbuja del texto no se hunda en la bañera o salga volando por la ventana, y la pureza de nuestro lenguaje, Melany, es tal que no nos conocemos la voz ni los gestos o miradas. 
     Entre realidad y virtualidad elijo el código que nos vincula. Sería una elección como la de vivir la vida de carne o la que vivo en los libros: una verdadera obviedad, pues no hay como aceptar el pacto de las mundos inventados y la fe de lo que se dice para ampliar el verdadero. Acceder al afecto maquinal de tus palabras abrió una puerta muy a lo Huxley, a lo Morrison si quieres. Por eso me gustas más Melany que Cristina, más imaginaria e indefinida que delineada y tangible.
      Calvino propone la levedad entre las virtudes necesarias para el nuevo milenio. Lo dice para los escritores, y temo estar poniéndome bastante pesado. Entre la levedad de los bits que intercambiamos y el peso de un cuerpo que se herrumbra y acelera su marcha al cementerio, me quedo con el incesante teclear de frases que me construyen un engaño irremediablemente evasivo e impredecible al que hoy añado estas palabras de amorosa pero ficticia sinceridad.     



viernes, 3 de febrero de 2012

Dafne o la actualidad del laurel



Resulta asombrosa la vigencia y universalidad `e los clásicos, principalmente de los mitos en pleno siglo XXI. En el subterráneo, un día cualquiera de 2012, tomo mi asiento en el último vagón y veo frente a mí un hombre maduro, cincuentón, pinta de abogado -de esos que no son dueños del despacho pero han dejado atrás los años de tinterillo- con una voluminosa "Rebelión de Atlas" que parece leer con un interés que no me arriesgaría mucho en llamar pasión. Al lado suyo, un joven leía más o menos con la misma avidez un tal "Sabath del Lobo" -quiero suponer que eran cuentos de terror o alguna novela de hombros lobo y pésima calidad literaria; sólo fue cuestión de deslizar la mirada del título a la ilustración de la portada, como solemos hacerlo de la sonrisa hacia el escote, para descubrir el "Saturno devorando a sus hijos" de Goya. ¡Dos referencias en menos de un metro cuadrado a más de dos mil años de distancia!
    Siempre habrá detractores para nuestras afirmaciones. Supongamos que A, un típico esnob intelectualoide, dice que estos lectores tal vez no tengan idea de lo que representa o la importancia de la tradición cultural que hay detrás del producto que compran, pues finalmente, bajo la lógica del "compro luego existo", el libro es tan sólo un producto y el mito se vacía de significado. Aunque me parece un razonamiento bastante elaborado para un personaje como A, no quisiera desacreditar tanta perspicacia y podría hacerle una concesión. El problema de A, sin embargo, es que no conoce a Dafne, a mi Dafne.
     La juventud y la docencia llevan consigo el entrañable deseo de tener entre las filas alguna ninfa que, de puro inalcanzable, se enraíce en el terreno firme de nuestra predilección: puede dormir, descubrir en el espejo una casi impercetible imperfección, sonreír, cruzar la pierna y hacer mohínes de fastidio a media lección; nada importa mientras su mitológica belleza nos haga más llevadera la dura vida del aula. Dafne sabe bien su historia: Atlas y Apolos la persiguen entre los pasillos, y su tierna susceptibilidad, el eco de su risa, reverdecen los incoloros muros del salón, del piso, de la escuela toda...
     Un observador como A tal vez no pueda ver que entre el huir de Dafne y "La rebelión de Atlas" hay un hilo de poesía que nos envuelve el mundo con un tapiz perenne y milenario, pues está ocupado en "señalar la evidente occidentalización del mundo impuesta desde la superestructura central de una cultura expansiva que, aparentando decaer, retoma la tradición cultural que no es más que una forma digerible de legitimar su poder con un discurso provocador"...
     Yo sé muy poco de esas cosas, pero mientras Dafne siga siendo inalcanzable y deje un halo de laurel a su paso; mientras cada mañana volvamos a echarnos nuestro pequeño mundo a las espaldas y no haya Hércules que nos releve; mientras Saturno gire inexorable al paso de las manecillas que nos van devorando a cada vuelta, los clásicos seguirán entre nosotros. Por mi parte, no evitaré sonreír cada vez que tipos como A, a punto de llegar a la cima de la verdad con la piedra de su propia pesadez a cuestas, griten al verla rodar cuesta abajo y tengan que emprender de nuevo el descenso a los abismos de la incomprensión.