miércoles, 11 de marzo de 2020

Formas de ventilarse la cara


(Espacios de la intimidad 1) 

 


Encendí el ventilador a pesar de la mañana, agrisada y fresca entre los días bochornosos. Abro la ventana para que salgan los olores y un poco el yo de ayer, de antier, el de los pensamientos atormentados y casi siempre gratuitos. También he cerrado la puerta. No vivo tan solo como lo he deseado las últimas semanas, con fuerza. Ese yo al que le he abierto la ventana va a volver. Es parecido a las alergias que van y vienen según resoplen los aires.
     He cerrado la puerta y pienso ahora en el pasaje de la novela que me trajo hasta aquí. Comparto con Alejandro Zambra esa “especie de latido extraño [que siento] al entrar a esta pieza que es mía y ahora es una especie de bodega”. Interrumpí la lectura en ese punto y salté de  la cama al escritorio. El yo que está yéndose ahora por la ventana prefiere la cama, la cara pegada a la sábana, la almohada sobre la cabeza. Se dice rendido pero no deja de hilar pensamientos dañinos a un ritmo agotador. Cree resolver las cosas enmarañándose en su propio tejido sin forma, ridículo cuando hay que articularlo en palabras, ya no las de un texto sino las de una conversación telefónica. Por eso salto al escritorio cuando paso por esas líneas, que son el colmo de las coincidencias: he dicho siempre, cuando vuelvo a casa, que mi cuarto se ha convertido en una especie de bodega. Buena parte del año pasado estuvo incautado por mi abuela, que lo fue haciendo un poco suyo. Hace unos días volví a doblar el cobertor floreado sobre esa cama que ha estado ahí al menos desde mis trece años. A poco de que mi abuela se fuera volví a acomodar un montón de libros guardados en cajas desde la última remodelación, así siento cada vez más que recupero algo mío. No sé si al yo que habitaba ese cuarto, ni sé si quiero recuperarlo, pues salió huyendo de ahí para convertirse en el que soy ahora en este otro cuarto desde el que escribo.
     Vine al escritorio para no enterarme de qué más decía Zambra sobre su antiguo cuarto. “Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla” –dice páginas antes. Llevaba ya un par de días ocultando la mía, la almohada sobre la cabeza o el libro a la altura de mis ojos. Muestro la cara para exclamar “a mí me pasa lo mismo” y entonces vengo al escritorio a tratar de explicarlo, interrumpiendo a Alejandro que se queda con la palabra en la boca cuando apago el dispositivo. Eso que no hago nunca en las conversaciones cara a cara por cansinos que sean mis interlocutores o aburridas las charlas entabladas alrededor de la mesa.
     “Escribir es mostrarla” –dice.  El sustento teórico de su afirmación radica en esta otra: “es en y por el lenguaje que el hombre se constituye como sujeto”. No siempre es tan inútil esto de hacer doctorados, pero no habrá quien prefiera la máxima de Benveniste a la sentencia elegante y abreviada de Alejandro, tan cercana.
     Alejandro, ya sé. La confiancita. Pero es que me estaba hablando a mí. Me estaba contando su vida. ¿No es eso ya una invitación a algo así como un tuteo remoto? Además, lo vi hablar hace un par de semanas en la universidad. Es tan joven como algunos de mis primos mayores. Y me estaba hablando a mí, aunque me haya pirateado su libro. Acaso sea como escuchar una conversación a escondidas detrás de una puerta.
     Pienso que leo este texto en voz alta e imagino a mi primo recargado en mi puerta, del lado de la sala. Cambio rápidamente los nombres y me veo escuchar a Alejandro lidiar con sus demonios frente a la pantalla y yo sigiloso, detrás de la puerta.       
     Irse. Ayer terminé una novela de Mario Sánchez Carbajal. Haz de cuenta que somos nosotros –dijo mi hermana, cuando me la puso en la mano: “Subí a mi cuarto pensando que mi madre estaba pendeja si creía que me iba a largar de la casa”. El protagonista es mucho más activo que yo, aunque más irascible y seguro de sí mismo. No se va, prefiere afirmarse en un territorio del que se ha apropiado y que aparece poco en la novela. Me gustaría repasar el libro y escudriñar ese espacio para entender por qué valdrá tanto la pena aferrarse a él. Sospecho que al final él también acabó por irse, la novela no llega a esa parte.
     Volver. El “extraño latido” y la “bodega”. El armario abarrotado con ropa vieja de mi madre. Los diplomas enmarcados de la prepa y los trofeos de mi etapa karateca adolescente apilados sobre un librero a medio llenar. El vago proyecto de sacudirlos y volverlos a fijar en los muros como piezas de un museo de mí mismo. Pero también sus espacios vacíos que me interrogan, me invitan: ¿y si vuelves?, ¿y si dejas esa vida ajetreada de la ciudad y te recluyes en este pueblo para cuidar de tu madre y de los perros a una vida austera y ermitaña?  Volver los fines de semana o por periodos un poco más largos en vacaciones. Huir de esas preguntas tentadoras, de otros proyectos nada bien orientados.   
     Cierro la puerta. Mi primo ronda entre la sala y la cocina. Tal vez porque es tan silencioso como yo o porque desde que dejó el empleo y pasa tanto tiempo aquí me incomoda su presencia. Nada personal, pero hay una territorialidad de macho o un espacio de intimidad que siento vulnerado. Nada de ser yo mismo y hablarme mientras cocino, mientras paso el trapeador por la sala. Nada de ensayar combinaciones de karate y llaves para destensar el cuerpo luego de escribir un párrafo o de subrayar una lectura complicada. Imposible practicar los pasos de salsa frente a él, desparramado en el sofá, estudiando. Habría que pedir permiso para hacer el ridículo o mostrar una desinhibición que no he tenido nunca. En el mejor de los casos, hacerlo participar de una actividad que no he pensado en compartir con él, indispuesto a su vez, para presenciarla. Mi cuarto tiene metros de menos y libros de más.
     Acaso el “extraño latido” que siento cuando entro a mi vieja habitación me impulsa por lo bajo a repetir las combinaciones de karate, aquí, entre la sala y la cocina del departamento. Subyace al comportamiento adulto que olvido cuando me quedo a solas y me dejo llevar por el infantilismo. Acaso el latido recircula por mi cuerpo la sangre del niño que no ha terminado de irse.
     Nos vamos para ser adultos y leemos para poder ser cualquier cosa, refugiados tras el cuerpo del libro, enmascarados por las palabras. Leemos pasajes que nos hacen volver a casa y nos hacen saltar de la cama para mostrar nuestra cara y construirla a voluntad. Enciendo el ventilador para secarme ese sudor enfermizo que me ha traído la fiebre del aislamiento. Cierro la puerta y cuando estoy también por cerrar el texto con la precipitación habitual recuerdo una charla un poco más lejana: “Si esa coordenada de nuestra existencia vacila [el espacio], se pierde el equilibrio esencial y nuestra relación viva con el mundo se vuelve imposible e insostenible”.
     Vacaciones y fines de semana en la casa materna, combinaciones de karate que son reminiscencias de un cuerpo más joven; departamentos compartidos “temporalmente”. Un ir y venir o un nomadismo equivalente a la vacilación en las coordenadas, según Ramos Rosa. Miro el cactus que pongo al sol todas las mañanas balancearse en el antepecho de la ventana: vacila entre caerse de un segundo piso o desparramarse sobre el buró pero acaba por quedarse ladeado, mirando al patio. Recuerdo a su antecesor ensombrecido en medio de la sala, ya seco: “una construcción del espacio con todas las aberturas necesarias para que la orientación vital se asegure en las grandes líneas de los paisajes”. El poeta portugués muestra su cara de arquitecto. Mi cactus pone también su cara al sol con la escritura no descifrada de sus espinas y cicatrices. Latidos extraños bajo las caras: del arquitecto en el poeta, del escritor en el cactus. Yo enciendo el dispositivo, aparto mi cara del escritorio y me vuelvo hacia Alejandro, porque me estaba contando que...