lunes, 19 de septiembre de 2016

Un tríptico memorable



Algo tengo contra las reseñas. Pero cuando las cosas que leemos o vemos comulgan demasiado con lo que pensamos es inevitable referirnos a ellas. Hacemos publicidad sin intención, cuando en realidad queremos hablar de lo que pensamos.
   Después de meses volví a ir al cine. La película: Trois souvenirs de ma jeunesse (Dir. Arnaud Desplechin), traducida aquí como “Mis mejores días”. Un hombre vuelve a Francia de un largo viaje profesional en varias provincias de la ex unión soviética tiene problemas con su documentación, con su “identidad”, si vale la metáfora. Al ser interrogado por el agente de inmigración debe recurrir a la memoria. Entonces señala tres momentos clave de su vida, que justifican el tríptico.
   Nosotros no conocemos a ese hombre; a través de su narración se construye a sí mismo, busca en su pasado todo lo que pueda concordar con el rostro que le vemos. Como cualquier persona que se cruza en nuestros trayectos cotidianos, somos odiseos huyendo de la ceguera furiosa del cíclope. Somos Nadie cuando no logramos explicar cómo hemos llegado hasta aquí.
    Reconocer los hitos de nuestro camino, los aprendizajes y los hechos determinantes nos ayudan a trazar el mapa del destino, uno que línea a línea cobra la forma de nuestro rostro. Paul Dédalus, el protagonista (Quentin Dolmaire), sabe que en los golpes recibidos por su padre en la infancia está el secreto de su resistencia al dolor. Y cuando lo vemos en el interrogatorio, su rostro nos hace confiar en que soportará la tortura. Pero conforme se avanza en la narración de los recuerdos, el espacio se llena de luz, y lo que parecía un calabozo de tortura va suavizando sus rincones y gana en calidez; el rostro del interrogador también relaja su recelo, se divierte con las anécdotas. Todos somos sospechosos hasta no demostrar lo contrario, máxime en los aeropuertos europeos.
   Paul Dédalus, odiseo de vuelta a una Ítaca donde Penélope no ha podido esperar, artífice de su propio laberinto. Odiseo sin epopeya en un mundo donde ya no hay epopeyas, porque lo único que podemos descubrir y conquistar son nuestros propios secretos. Y cuando el cine juega a la memoria nos deja la evidencia imborrable de la imagen. Porque vemos vivir a otros, a veces con una plenitud que envidiamos, con una libertad que no sabemos si cuestionar o envidiar, porque tenemos nuestras reservas de mojigatería y nos escandaliza ver adolescentes deshechos por el abandono cuando rozan, enfrentan y superan tantos tabúes; nos divertimos con su irreverencia, nos asombramos de una lucidez que sólo los irreverentes pueden permitirse, y al mismo tiempo sentimos pena: no sabemos si Paul se nos ha vuelto un héroe o un mártir. Porque después de todo lo narrado, apenas vemos frente a nosotros un hombre envejecido que difícilmente podemos relacionar con el encantador joven que ha dejado todo para estudiar Antropología, el que leyó todo, el que obligado por la necesidad de formarse emprendió un viaje.
   Esther (Lou Roy-Lecollinet) es una anti-Penélope, otro residuo de una generación confundida. –¡No sé cómo vivir! –dice antes de arrojarse a la cama, llorando, en una de las escenas más conmovedoras de la película. Paul ha salido del interrogatorio, pero el atractivo de la memoria es irresistible. Ha recuperado el pasaporte al presente, pero hay algo en el laberinto del pasado que no lo deja asentarse por completo en él. La última parte del tríptico, la más extensa, narra el amor entre Paul y Esther (que me callo porque lo peor de las reseñas es el riesgo del spoiler).
   Las reseñas colocan la película en el cajón del drama y el romance. No está mal cuando entendemos las implicaciones trágicas del término drama. Nos hemos reído una y otra vez a lo largo de la proyección, o sea que la comedia hace acto de presencia. Si nuestra lectura es palomera, podemos pensar en el romance. Pero no hemos visto una película de amor, por importante que la relación con Esther haya sido para la vida de Paul. Hemos asistido a la explicación de un hombre que perdió su identidad, que dejó su pasaporte en una provincia socialista y dejó un duplicado de sí mismo para el mundo. Del otro no sabemos más que lleva nuestro nombre: entre lo que hacemos hoy y lo que haremos mañana, el otro puede venir a buscarnos, como en el poema de Luis Rius. Paul lo ha dejado libre para acudir al encuentro de sí mismo en los archivos de la memoria y la confrontación con los pretendientes del presente que quieren jugar a ser pasados.
   La tragedia de Paul es ser ahora un hombre destruido. Aunque estuvimos un par de horas riéndonos con sus peripecias, no debemos olvidar que asistimos al espectáculo de un mundo muerto: lo que queda de Paul es un hombre viejo y solo que vuelve a un París donde nadie lo espera. Afortunadamente, el cine nos consuela con las imágenes: el close-up final al rostro de Esther nos dice que vivir ha valido la pena, que haber experimentado la belleza puede superar la tragedia del envejecimiento, y sobre todo, que recordar la belleza, en su forma más viva y más  plena, es un muy democrático privilegio.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Despertador solipsista para un falto de fe



He estado regresando a leer este blog no por mi voluntad, sino por ese escaparate misceláneo que es Facebook –cometí el error o caí en la tentación de volver a instalarlo en mi teléfono–. Es curioso que al abrir la aplicación se nos obligue a ver algún recuerdo: fotografías, notas, enlaces compartidos que nos llevan de regreso a las huellas que hemos dejado sobre la arcilla informática del servidor. Y es triste, porque esta invitación a recordar y a compartir o comentar recuerdos desnuda la pobreza de nuestro presente: usamos el pasado como pretexto para generar información que no tarda en volverse redundante. Nos repetimos, somos copia y comentario del yo pasado, que no ha muerto pero no ha avanzado. Es mi caso, al menos.
     Estos regresos para mí son casi siempre un retorno a mi escritura. No me culpo ahora por haber atosigado a mis contactos con la publicación diaria de las entradas de este blog, cuyo abandono sería irrisorio seguir lamentando (tres entradas en más de un año, qué pena). Intento releerme como si fuera otro el que escribió esa entrada. No es fácil. Me descubro en los gestos y en las frustraciones, e inmediatamente asimilo la expresión de mi ex–periencia como algo significante. Si no escribiera tanto sobre mí, tal vez…
    Afortunadamente está también la impresión que causamos sobre los otros. Recuerdo de ese blog el compromiso, también abandonado –mea culpa– de leer a los demás junto al gusto de saberme leído. Un único lector tuve acaso, envalentonado tal vez por su obsesión lectora o impulsado por la amistad.
Pocas cosas han fortalecido mis lazos amistosos como ese acto recíproco de leerse. Este abandono del escribir ha pasado la factura del distanciamiento. La amistad se limita de nuevo a los actos cotidianos, a los encuentros rutinarios de la academia o del trabajo en conjunto, pero la sensación, quizá ilusoria de sentirse, si no comprendido al menos escuchado, queda relegada a los recuerdos que la red pone a nuestro alcance para señalarnos cuánto puede arrinconarnos el silencio.
     Releí una de mis entradas. Citaba un texto de Geney Beltrán: “la elección del escritor novato es creer”. La escribí un día, como hoy (que son los más del año) en que había perdido la fe. Me alenté escribiendo e intenté recuperarla, así como hoy me alienta el recuerdo amistoso de las lecturas recíprocas. Esta falta de práctica me ha vuelto más escritor novato de lo que era cuando escribí aquella entrada. Pero acaso mi poética es la del escritor frustrado que lucha contra su indolencia o las vicisitudes que no le permiten escribir como o cuanto quisiera. Estancamiento patético que se vuelve pretexto para repetir palabras en tiempos de retuits y plagios presidenciales. La creatividad anda muy escasa, se paga mal y es difícil reconocerla. Mucha charlatanería experimental mantiene ocupadas las prensas.
     Si he creído lo suficiente para no ver a los míos esta tarde, luego se juzgará. Pongo cada palabra con la cautela del albañil que no sabe si el siguiente ladrillo derribará toda la barda. Pero el imperativo de fe sigue ahí, en el pasado que la tarea programada por un servidor vino a hacerme presente.   

domingo, 12 de junio de 2016

Péndulo o clepsidra. Voz y silencio




  
Y mi voz que madura
Y mi voz quema dura
Villaurrutia

Tener una hermana cantante, verme de vez en vez rodeado de cantantes y oírlos hablar de su voz de una manera tan intimista me ha hecho volver a las andadas.
     –Los ensayos y los maestros me hacen crecer, crece mi voz– dicen. Que la presencia de mi hermana sea tan cotidiana en mi vida me hace perder de vista el hecho de que, efectivamente, los cantantes son su voz: ellos crecen con su voz, no es algo accesorio o instrumental que puedan cambiar como la herramienta que tomamos de una caja cuando no es la adecuada. La voz del cantante está tan ligada a su carne y a su ánimo, a sus gestos y sus propios dramas; es un trabajo de tantos años que se vuelve poco a poco en su cuerpo, se puede apuñalar la voz como se puede hacer con un pecho o un hombre, y también se le puede acariciar –mi amiga lo decía con tanta naturalidad, aunque hablara de música: “maduro yo, madura mi voz” (imprescindible el calambur de Villaurrutia)– pienso en la voz del cantante como un esqueleto sonoro que sostiene su propio ser, uno del que únicamente el cantante no puede prescindir porque es parte de su fisionomía, es una especie de rostro y no una máscara porque al ensayar pueden verse al espejo y ver su voz, verse.
     ¿Qué hay más allá de la escucha?
     Esta misma amiga cantante me ha llevado a una muestra multidisciplinaria de artistas entre poetas, músicos y visuales. El programa incluía una sesión de discusión, como muestra de un trabajo social de diálogo que se hace en comunidades indígenas. Tal era la pregunta de arranque: ¿qué hay más allá de la escucha? Una pregunta con sus aristas. Era previsible que la discusión se perdiera entre el onanismo chairo y la pose hipster (cuando estás en la Roma, es común que pase esto, gooey) que no conducen a ningún lado. En mi desesperación por hallar asideros entre tanta verborrea, llegué a pensar que más allá de la escucha estaba la voluntad de mantener la farsa, la voluntad de oír al otro o simular escucharlo para construir un diálogo, que definitivamente no se estaba efectuando en esa sesión.
     Alguno propuso relacionar la escucha con otros sentidos, pero nadie entre poetas y músicos fue capaz de pronunciar la palabra sinestesia. Y horas más tarde, al oír a mi amiga hablar de su desarrollo como cantante, la pregunta volvió a mí. Para quienes usamos la voz como instrumento cotidiano de comunicación, la voz puede ser algo anodino. Si me resfrío, puedo escucharme gangoso y seguir impartiendo mis clases con alguna dificultad, pero no hay mayor tragedia. No así para el cantante: más allá de la escucha de su propia voz está la tragedia de la nulidad, pueden volver al espejo y ver su reflejo modificado por la ausencia de la voz. Recuerdo entonces a Henri Meschonnic y sus planteamientos sobre el ritmo y la corporalidad; el lenguaje como descanso discontinuo en la abrumadora continuidad del mundo.
     En la novela que leo ahora, un hombre se obsesiona por construir un reloj. Su dilema está en la representación del tiempo: entre lo pendular, a saltos, discontinuo (como el avance de las manecillas) y un flujo continuo, como el de la sombra en un reloj de sol o el agua en una clepsidra:

O tempo, flua ou não, repudia as interrupções, os seccionamentos. Contesta-se, no entanto, a tendência do homem a imprimir-lhe um ritmo? Este ritmo surge –é conquistado– com o relógio a saltos. A saltos move-se no corpo o sangue, a saltos atuam os pulmões, movemo-nos a saltos, mesmo as aves de mais tranqüilo vôo a saltos se deslocam, nadam os peixes movendo, a saltos [...] Um erro ambicionarmos, para a representação do tempo, engenhos contínuos nunca interrompidos, sem pausas, renegando a nossa natureza, que pulsa como pulsam os pulsos.

La voz es una pulsión, expresión del ritmo de la vida. Si la utilizamos como herramienta es porque hemos anulado nuestra capacidad de escuchar ese ritmo y consonar con él. –Voz de los dioses, voz del universo– decían los participativos. Nunca se habló de la fuente emisora, y la escucha se redujo a la mera pasividad de recepción en un proceso comunicativo, ¡que no es pasivo nunca! La voz es respuesta y es himno, función adánica por la que los dioses del Popol Vuh destruyeron a los primeros hombres de tierra: no pueden cantar, alabarnos y decir nuestros nombres, son incapaces de expresar la pulsión de la creación, están fuera del tiempo, destruyámoslos. Su mudez absoluta es imposible de representar en cualquier notación musical si no es con el blanco. Pero ni siquiera los creadores son absolutamente blancos. Si Dios necesitó de voz  fue porque había escuchado. 




     He estado un tanto muerto este último año. La continuidad abrumadora de la vida, el trabajo y la subsistencia no me habían permitido ninguna pausa. Pero he aquí, una vez más –no sé si más madura– mi voz, que no es de cantante pero se suma al coro en esta partitura irregular que quiere hacerle la parada al tiempo.