domingo, 27 de enero de 2019

Son jarocho



Las ciudades son avaras de su belleza. Incluso las que uno creería poseedoras de una belleza obvia pero que, al llegar, nos hacen sentir inmediatamente rechazados. Pienso en la chica con fama de guapa a la que uno no encuentra tan linda y tememos acercárnosle, tememos el rechazo que acabe por despertarnos la convicción de no encontrarle la guapura por ninguna parte a la vez que la terquedad del deseo. Ciudades que habíamos visto pasar un poco a lo lejos, por el camino, o que nos habían albergado con urgencia por algún compromiso ineludible. Ciudades que reencontramos por un acaso y tratamos de reconstruirlas desde las imágenes de recuerdos tan remotos como la ciudad misma.

     Para ahorrarme unos pesos fui encerrarme a una casa en Veracruz (Gracias, tía). La necesidad de soledad y concentración para este trabajo a veces tan ingrato de acomodar unas palabras detrás de las otras y la conveniente cercanía con el mar, amor obvio pero inconfesado. El contraste del oleaje tranquilo y las aguas poco profundas en la playa con el estridente río de coches en la avenida a unos metros de la casa. El desierto de asfalto y sus edificios que no dejan ver el mar en esos quinientos metros que separan la casa del malecón. La amenaza de los malls dispuestos a devorarme como hacían con los cientos de personas que no daban vida a la calle porque se aparecían de pronto desde los estacionamientos subterráneos. La ilusión de estar en una ciudad tan grande e inhumana como imagino Monterrey, o como los suburbios de lujo en mi querida capital chilanga. Parámetro de humanidad de una ciudad: que sea pedaleable.  

     El pequeño condominio de seis casas viejas resiste contra el empuje de los hoteles y las plazas comerciales, contra la amplitud de la avenida, que es más bien una carretera. Tanta cercanía con el mar parece de pronto desventajosa. El desafío kamikaze de la bicicleta lanzada a la avenida, cruzando sus seis carriles, ascendiendo una pendiente amable con una carga inhumana de víveres para sobrevivir el encierro. El sudor en la espalda y la brisa de un mar que no puedo ver. El cansancio.

     Soledad. Apenas su voz amada y casi siempre imaginada en los mensajes de texto: el brillo de la pantalla telefónica reconforta y engaña, quiere hacerme creer que no estoy solo, que la casa recibe una luz de sol agradable, que la brisa marina se cuela por las ventanas que pueden quedarse abiertas porque no hay mosquitos, que escribir de pie en la barra no está tan mal, que no está tan mal el banco sin respaldo o la computadora en las piernas cuando el cansancio me obligaba a volver al sillón. Soledad. El gusto de estar consigo mismo y con los pensamientos, con la ambición despierta y el impulso de la escritura; abrir el grifo de las palabras y capturar las gotas preciadas de las imágenes; la memoria, su traducción a un lenguaje comunicable; cerveza en la hielera para mitigar el calor. Soledad. La repentina necesidad del contacto humano, de los rostros conocidos, de las sonrisas y las voces cotidianas que no parecían importarnos demasiado; la costumbre de hablar solo en segunda persona, de imaginar a una segunda persona que no está ahí y resignarse a ser uno mismo la segunda persona, el doppelgänger de la esquizofrenia, mi miedo a terminar padeciéndola, no en unos años sino en unos días. La escritura como ejercicio esquizofrénico; cerveza en la hielera para mitigar el miedo de uno mismo.

     Y de pronto pedalear a la vida. El pretexto de la incomodidad y la busca de la biblioteca. Las calles desconocidas de la ciudad y el triste encanto de sus casas pobres. Descubrir que otro mundo empieza al otro lado de la avenida: las tiendas, las carnicerías, las verdulerías, las pequeñas calzadas y las casas de un solo piso con patios grandes y árboles frutales. La combinación inesperada de la carpintería con el árbol de carambolas, maduras y verdes entre las ramas, podridas o en su punto en el suelo. Un relieve de locos casi inapreciable cuando se va a pie, pero que se disfruta mucho a golpe de pedal. La ciudad y su cara humana: olor de carne que se tatema, música de trópico, personas que dan voces en la calle; el acento, el jarocho acento de la calidez y la truculencia. La biblioteca fantasma. Un edificio blanco más grande que un elefante, la placa en tres colores del gobierno. La pereza del guardia que casi se me ríe en la cara cuando pregunto si hay servicio. Pedalear a la vida, hasta el centro de la ciudad. Un relieve de locos: cuestas para bajar a la velocidad de los coches, para subir y hacerme sentir la sangre en las piernas, la vida; la pequeña cuesta salida de la nada que me obligó a desmontar: una afrenta, un recordatorio de mi condición foránea. La biblioteca prohibida de la universidad privada, cinco minutos más de pedaleo. La biblioteca en obras de la universidad pública. Los estudiantes no saben indicar su ubicación. Hay servicio, hay mesas y sillas, hay un silencio perturbado a veces por una clase, por un pintor que arrastra una escalera, por unos enamorados que hicieron de ella un albergue de trabajo y arrumacos.  Pedalear a la vida, de regreso. El kilométrico malecón que me devuelve a unos metros de la casa. La puesta de sol.  

     Soledad. La voz amada y sus largas ausencias, la espera ansiosa por la iluminación de la pantalla que ya no logra reconfortar de tanto: la oscuridad de la casa, la humedad, las picaduras de mosquito. La llamada desde México, la traducción. La puta traducción. – ¡A la traducción que le den! –pone la pantalla. –Concéntrate en lo tuyo, que para eso has ido tan lejos – quiero traducir el texto en la pantalla a la voz que he escuchado otras veces al teléfono. Soledad. Quiero mentirme que no estoy solo, mentirle a ella, mentirme que no hay un océano en medio por mucho que podamos escucharnos y recibir flores. Soledad. El océano. El océano de la soledad. Dejarse devorar por él y perderse en las aguas. También el clima atenta contra los suicidas. En realidad quise refugiarme de la casa, de la tentadora viga en el techo. La playa no me aceptó: el viento me llenó los ojos de arena, las orejas, la barba; se llevaba las hojas del libro, las sombrillas, los sombreros de las personas. Cielo gris y viento en contra. Hay que largarse.     

    Las ciudades son avaras de su belleza. El último día, el azul descarado del cielo hacía ver el agua verdosa. Alcanzaba a divisar algunas islas, sus faros. Despedirme de la biblioteca con la tranquilidad de un avance satisfactorio. Correr a la última puesta de sol, no de vuelta a casa sino al corazón del puerto, hacia el acuario. La belleza de Veracruz como una perla colocada en el aparador más grande de la joyería, ese que no pude ver más que al partir, de tanto estar metido en ella, perdido en mi soledad y ofuscado por el brillo de gema falsa que intentaba sacar a mis palabras.