viernes, 30 de agosto de 2013

El que no raya no lee



Imagino el momento cuando abro por segunda, tercera o cuarta vez mis libros favoritos como si me internara en un bosque cuyos senderos he recorrido antes. Aunque el regreso es voluntario, el acto de volver nunca es una reproducción exacta de la primera vez: vuelvo al libro en busca de una imagen, de algún eco que han dejado en mí palabras que empezaron a olvidarse, de una secuencia de acciones que mi memoria ya no es capaz de organizar o de los rostros difuminados por el tiempo.
     El asesino que vuelve a la escena del crimen encuentra en ella cada vez nuevos indicios, peligros que lo acusan y le niegan la certeza de la impunidad; sabe que el lugar guarda huellas siempre significativas que sólo podrá descifrar aquel que entre en su mente hasta lograr encontrarlo en la imagen inculpadora del pasado.    
     Esta imagen de mí mismo es la que me revelan los subrayados, las anotaciones, los diversos signos que coloco en los márgenes cuando vuelvo a un libro ya leído: descubro mi lectura anterior y puedo descifrar lo que buscaba en ese entonces, las preocupaciones que me inquietaban o el estado de ánimo con que leí; en los pasajes sin marcar puedo descubrir también que leí sin atención, sin sensibilidad o casi sumergido ya en el sueño, como tantas veces me ocurre. No me atrevo a decir que se trate de un viaje en el tiempo, pero un reencuentro sí es. El yo que recorre nuevamente el camino percibe los tropiezos, los aciertos y las pausas de su antecesor, que a veces se multiplica, cuando vuelvo más de dos o tres veces al mismo libro.
     Hay personas que consideran al libro un templo sagrado o una pieza de exhibición. No podrían concebir la idea del lápiz subrayando unas líneas o anotando en los márgenes. Se angustian al ver una pasta ligeramente doblada o el esbozo de una mancha de café, de un dedazo en la portada… No pretendo enjuiciar a nadie, pero sospecho que en esta obsesión o culto al libro hay algo de idolatría y cosificación, el culto no se dirige al texto sino al objeto, al bien. Lo paso por bueno en los casos de las ediciones únicas, de los ejemplares valiosos en cuanto tales, pero en un libro cualquiera…
     Leer es un trabajo, requiere instrumentos. El mío es el lápiz y declaro que sería el primero en felicitar a quienes se valen o se confían lo suficiente de su memoria como para no profanar el albo espacio de las márgenes o las interlíneas. Yo soy de natural desconfiado y prefiero afirmarme en el lápiz, en las líneas trazadas con la firmeza que permite el escritorio o con la falta de tino y rectitud que causa el movimiento del metro o el pesero, los codazos de los pasajeros. Me conmueve echarles encima el café, la sopa, el agua, la cerveza, que la lluvia los salpique, ver cómo se arrugan e hinchan, pero es como ver a un hijo con la rodilla raspada: nos duele, pero sabemos que se le pasará y su vida volverá a ser la de siempre. El trabajo con los libros deja huellas sobre sus páginas que podemos reconocer como las cicatrices y callos en las manos del carpintero, del herrero. Y así como los oficiales recuerdan cómo se hicieron esa rajada, con qué se distraían, con qué herramienta fue; así los lectores reconocemos en las huellas dejadas en el libro si habíamos leído por obligación y qué cosas nos hicieron buscar, qué nos interesaba en ese momento, cuánto habíamos madurado las habilidades lectoras.
     La palomita junto al margen indica un deleite pasado con una frase, con un pasaje; el subrayado marca un interés especial por recordar o una idea importante para la comprensión del texto; la doble palomita indica a la vez gusto e importancia. Me gustaría que el código fuera perfecto, pero la diversidad de emociones y movimientos intelectuales que la lectura me provoca lo vuelve insuficiente, uniformaría la experiencia y la cuadraría. Los trazos sobre el libro han de ser imperfectos porque leer es un acto viviente como un beso, que nunca es igual por mucho que nos hayamos empeñado en perfeccionar una técnica satisfactoria.
     Un amigo hace no mucho me echó a perder el final de una novela con sus anotaciones. Pero no puedo culparlo. Cada que le pido un libro suele advertirme vagamente que está lleno de notas, de rayones, que qué pena. Es como si el herrero no estrechara la mano de su cliente por tener ríspidas las manos, avergonzado de eso, porque en cada libro propio dejamos cuanto somos al leer. 
     No he pensado en los libros de la biblioteca, pero esos, al menos en cuanto libros, objetos físicos, no nos pertenecen, no son bosques en los que nos internemos y podamos reconocer con claridad nuestros propios pasos. Ha de ser como en los parques o las plazas donde las huellas se pisan unas a otras hasta borrarse, más aún, hasta el bache o el grafiti: “Ana y Pedro estuvo aquí”, grosería de lo privado que invade el espacio público y lo vuelve menos visitable. Los textos son otra cosa, asunto tal vez de una futura entrada.
 

viernes, 23 de agosto de 2013

Botas enlodadas en un mapa de Asia



Me digo a mí mismo que también se escribe cuando se está deshecho y desasido de cuanto uno cree que es. Me lo digo y trato, aunque sea como consecuencia de repetirlo muchas veces, de convencerme de esa certeza. Porque está lloviendo y vamos arrastrando los zapatos, vamos oyendo su roce con el suelo, similar a algo muerto que se arrastrara, no similar sino efectivo que va encima de ellos, ocupándolos, previéndose cadáver y camino.
     Y nos gustaría escuchar los pasos menos sordos, más seguros de que andan y de que llevan prisa o algún rumbo seguro. Saben de su olor a muerto que atrae los faros de los automóviles, y le gustaría de pronto que las luces se acercaran más y más hasta el deleite del encontronazo que cortaría todo de golpe y daría certeza a su estado. Los neumáticos que no suenan sordos a pesar de ser también de goma, como las láminas aplastando cabezas ansiosas de tierra, de finales dramáticos. Porque esas cabezas no saben si sólo quieren llamar la atención de la gente, aparecer, curiosa analogía, en los encabezados, junto a los descabezados que también vuelven a su polvo y sin preguntar.
     Pero esa luz eléctrica es demasiado divina, demasiado digna para molestarse en alumbrar algo tan muerto y entonces pasa con la premura que corresponde a su estatus: el de lo metálico y lo novedoso, el que no se preocupa por la ubicación de Arabia y al que no parece aquejarle ningún contratiempo, ninguna mala noticia y se aleja en la oscuridad de la calle, revelando fragmentos de una ciudad vacía, que los pasos no perciben, tratando de anestesiar su dolor en su propio dolor, su olvido y su imagen del futuro en ésta que perciben del presente: cansada, monótona y ajena.
     Tal vez le contaron la historia de un niño especial y la creyó, y la leyó una y mil veces en cada uno de sus libros, creyéndoles a todos, formándose la idea de un mundo lleno de peculiaridades, de destinos enmarañados que se habían revelado desde los primeros años, desde las primeras palabras pronunciadas o el poema infantil sobre las nubes en un cuaderno de primaria. Por eso sigue tratando de convencerse de que en momentos donde el peso de la realidad no se amortigua ni con el oscuro saco de profesor con que trata de cubrirse también de la lluvia. Porque aunque le sea indiferente el mojarse, habrá que poner el despertador muy temprano para confundirse una vez más en la mayor negación de las peculiaridades, el hormigueo de la ciudad que soporta el paso  y el peso de tantos cadáveres.
     Hace algunos años, la juventud le consolaba, lo llenaba de esperanza y postergación: aún sería temprano para lo que había de venir, y trabajó como supo, y vivió como mejor entendió, y descubrió la falta de cabello en su frente y nunca vino nada ni nadie; por el contrario todo se fue yendo y desgastando, incluso los mismos recuerdos. La juventud se había aletargado demasiado y nunca estuvo listo para la adultez, los pasos le dolían, la lluvia seguía cubriéndolo como a una piedra que avanzara por las calles del cansancio. Las luces no se apiadaban de él, pasaban indiferentes y llenas del respeto que se habían ganado a fuerza de ser costosas y aparentes, deseables para todos porque cubrían la lluvia, el frío, porque viajaban rápido evitando que los pies dolieran y los zapatos se encharcaran.
     No eran las páginas ni la cortesía lo que volvía a la gente respetable, no era la sangre hirviente ni las ideas vivas, ni saber dónde está Arabia porque la gente respetable apenas pisa las calles y sabe escuchar la alegría en una alarma de automóvil o en las obscenidades de los adolescentes. 
Entonces vuelvo a la página que dejé a medias y veo que, efectivamente, se escribe cuando se está deshecho y agrietado, cuando el futuro se muestra en la continuación envejecida de un presente triste, cuando uno ve qué es y no se gusta y no puede decírselo a nadie, porque a quién chingados le importa dónde está Arabia en el mapa de Asia, aunque tenga la forma de las botas que vamos metiendo en el lodo, porque escribir tal vez no sea más que eso, inmersión que acaso deje alguna mancha en el papel.   

jueves, 15 de agosto de 2013

¡Ah de la casa! ¿Nadie me responde?



Nunca me había puesto a meditar qué parte de una casa me es más significativa hasta que vi a la intrusa. La casa materna, la que ha albergado a cada uno de los que llevamos mi segundo apellido, se ha mostrado, desde que tengo uso de razón, con la misma puerta de hierro con cristales (a veces micas) traslúcidos a través de los cuales nos sabíamos recibidos en ella.
     La puerta es el saludo de la casa o de cualquier recinto. Que tenga una ventana de cristal, una pequeña rendija que al acercarnos a ella nos anticipen el contacto, el beso o apretón de manos que le seguirán es una cortesía que siempre se agradece cuando somos quienes visitamos, porque desde la primera mirada se nos anuncia si adentro hay alegría, tristeza, irritación, si nos esperan o si somos inoportunos. Al abrirse ya solo confirmaremos lo que la mirada nos ha dicho y no nos sentiremos extraños ni invasores.
     La puerta de esa casa de mi abuela, que pasó luego a ser de mi tía tenía esos cuadros cuya traslucidez tal vez no nos diera acceso al rostro de quién venía, pero bastaba con mirar la silueta que se aproximaba, su pesadez, su ligereza o su arrastrar de los pasos para adivinar quién nos recibía y ponernos en la posición conveniente. Si era la tía, había que preparar el beso; si la abuela, el abrazo; si el primo, la fuerza de la mano. La luz que, ora penetraba de la calle, ora emanaba de la casa me hacía sentir ya en el pasillo, como si no hubiera necesidad de penetrar el umbral pues era impensable que la gente, cuyas sombras y voces  ya me saludaban desde dentro, no me recibieran como a otro de los suyos.
     Pero los años y la soledad se han ido albergando poco a poco en esa casa. La vejez se vuelve desventaja, indefensión; porque el barrio ha cambiado y estamos todos lejos, y la tía que habita y hace un hogar de esa casa es susceptible, frágil y emblemática para la familia; lo es tanto que no podemos imaginarla fuera de esa casa, sin esa inclinación del cuerpo con que siempre se ha asomado por la puerta de su eterna recámara para enterarse de quién entra. A veces, desde antes de atravesar la puerta de cristales traslúcidos alcanzaba a ver (quizá la imaginaba) su siempre despierta silueta. Ser la mayor entre todos los tíos quizá le confiriera cierta autoridad y raigambre con la casa que sus hermanos no gozan, independientes y ajenos, luego del matrimonio o de la muerte, a sus muros y su centenario desvencijo que difícilmente tapan la pintura y los demás arreglos que se hacen en ella.
     Porque la casa siempre ha sido la misma, y ni siquiera cuando quitaron la divertida escalera de caracol de la cual me colgaba cuando niño, desde donde jugaba con mis hermanas a arrojar las cáscaras de plátano en el bote de basura (sólo acerté una vez y ellas, que no vieron, siguen sin creerme), aquella desde donde mi tío cayó de borracho y vivió para contarlo; ni siquiera entonces sentí que iba a volvérseme tan ajena como cuando vi ese armatoste azul de doble lámina que va a cerrar para siempre la casa, como una tumba. No habrá más siluetas ni pasillos anticipados detrás de esa fortaleza, de ese monumento al cambio, que es a la vez signo del tiempo y su desgaste, de la vejez y su abandono, de imposición y paranoia. El corredor de la entrada se oscurecerá como un túnel de tiempo entre la vida de afuera y el abandono del interior.
     Recuerdo cuando mi madre me enseñó la técnica largamente aprendida para abrir la eterna puerta; me he seguido valiendo hasta hace unos días: “empujas con la rodilla y abres el pestillo”. Ahora no habrá más que golpear y esperar a ser recibido, como en una oficina burocrática en donde siempre somos forasteros y nunca recibidos con gusto, donde nuestros asuntos han de despacharse rápido. Aun en ésta podemos ver al funcionario hacernos esperar a través del cristal mientras se lima las uñas. Aquí no; sólo cabrá gritar “¡Ah, de la casa!” y esperar a que mi tía active los mecanismos para abrir esa pesada y metálica fortaleza, ridícula frente a sus fuerzas decrecientes, entristecida por el encierro y por el cambio que nos hace notar cuán viejos nos hemos puesto, cuán pronto ha de venir el encierro definitivo, ése del que ni la más imbatible de las puertas nos puede guardar.

sábado, 10 de agosto de 2013

¡Dile que ya se calle!

Antes que nada, tienes que cambiar ese foco. Y dile que ya se calle, que llevaba meses con lo mismo y no dejaba de rasparte los oídos cada que te sentabas a escribir o a ver un video o a charlar con esa joven que se burlaba de ti, de tu frustración. Tu único consuelo era quizá que también te parecía gracioso, te esforzabas por encontrarle el chiste y terminabas riéndote con ella, reproduciendo el zumbido y aceptando que podía no tener ninguna importancia.
A veces parecía que iba a elevarse y salir volando hacia la sala con los cables arrastrando, y te tapabas los oídos frenéticamente mientras veías el trabajo perdido y deseabas en el fondo que se fuera, que cayera y se hiciera pedazos, pero luego pensabas en todas tus obras y corrías tras ella para traerla de vuelta y respaldabas porque ese traqueteante anuncio podía serlo de cualquier cosa y no podías arriesgarte a perder el trabajo de tantas noches e impulsos espontáneos por escribir. Porque cada noche era lo mismo, y ni apretando los oídos contra la cabeza dejabas de oírlo. Tratabas de controlarte y poner atención en lo que hacías, en cada una de las líneas o las palabras, pero el rasguido se colaba entre las letras, ya ni siquiera entre las palabras o entre las frases, sino entre una letras y otra, haciéndote perder toda concentración; subías el volumen y seguías oyendo en el fondo su monótono gemido.
Había algo en ello: unos pasos que asechaban, una amenaza de aire caliente que parecía arrojado hacia ti mientras tratabas de escribir, tratando de ignorarlo bajo el sonido de tus propias palabras que no surgirían entre la cadena discontinua, a veces de medios eslabones en los que engarzabas maldiciones y uno que otro golpe del cual luego te arrepentías.
Y no ibas a poder con ello y menos sin luz, por eso había que cambiar el foco, porque temías que de pronto la sombra saliera del armario y saltara por la ventana echándote en cara el crimen, ¿cuál crimen? Si estabas en todo tu derecho y lo mejor era que nadie se había dado cuenta, porque aunque el motor no funcionaba como antes, había trabajado silenciosamente mientras veías cómo aumentaban los pedazos y los ibas guardando lentamente en esos sacos negros y los apilabas en el armario, ¿quién iba a quedarse a solas con eso, con el foco fundido y el zumbido pidiendo sus propias cuentas, como si la cosa también fuera consigo.
Veías la hilera de cucarachas pulular hacia el armario pero eso podía esperar, lo indispensable era terminar el reporte, pero ese maldito ventilador persistía en el zumbido y tú en las jaquecas como esas veces cuando sales bajo el sol intenso y no llevas tus anteojos oscuros. Porque te sientes seguro tras ellos y detrás también de tus palabras como si te permitieran mirar y juzgar sin ser mirado y juzgado de vuelta. Eso te gustaba porque nadie te cuestionaría, que era lo importante o había de serlo al final, pues tú imaginabas la condena; es más, hasta sospechas que puedes investigarla en la red pero esa cosa no deja de hacer su ruido y la línea de cucarachas va engrosado como la cuenta de las horas y el sonido omnipresente del ventilador de la computadora que tantas veces has intentado reparar; inclusive lo has llevado, pues, como siempre has sido muy inseguro, no sabes si seguiste todos los pasos del instructivo que descargaste, la primera vez, o todos los que decía el video de youtube cuando volviste a desarmarla antes de intentar en República de Uruguay  y Eje Central…
Pero dile, de verdad, que ya se calle, porque parece que la sierra eléctrica siguiera trabajando en medio de la noche y tú te niegas a confrontar, ya no los hechos o la siniestra evidencia del armario, sino el solo recuerdo o la certeza de que está ahí, de que las cucarachas forman una marabunta y crujen sobre el suelo, lo horadan y cortan en dos como cuando empezaste la parte más dura de la faena. Terminaste el reporte y quisiste investigar si había más casos como el tuyo o si ya se había reportado la desaparición…
Todo asciende: las letras, el recuerdo, la luz de la pantalla, la jaqueca, la incertidumbre, la marabunta, el crujido, el zumbido-dile-que-ya-se-calle, los nervios, las náuseas, el repiqueteo del teléfono, la angustia, el zumbido-zumbido-dile-que-ya-se-calle sss zzz, los golpes en la puerta, los muy severos golpes en la puerta….

¡Qué bueno que cambiaste el foco!

sábado, 3 de agosto de 2013

Crápula total



Estar tumbado en una cama un día entero, sudoroso, despreocupado y semidesnudo podría no parecer placentero en lo absoluto a nadie. La diversión y el provecho lo asociamos con la  actividad, con el trabajo. Si no nos movemos no producimos, si no producimos, no existimos. Es como si el imperativo de las empresas para las que trabajamos se hubiera vuelto ley de vida y más allá de hacernos ver la ociosidad como un pecado, simplemente la desaparecen de nuestro imaginario.
Asociamos el descanso con algo divertido y lejano, playas abarrotadas de gente, ciudades coloniales con exquisito café  o en todo caso con remotos lugares llenos de aventura, naturaleza indomeñable, agua y limpieza: hoteles o cabañas, campamentos en la montaña y una indispensable cámara fotográfica que nos ayude a probar nuestra intrepidez. Las vacaciones son algo merecido y digno de contarse, para ello la cámara (ahora digital) es una inagotable productora de evidencias.
Pero encerrarse en la habitación cotidiana, en la que nos recibe cuando llegamos del trabajo y alberga toda nuestra vida y lo que somos, nuestra desnudez y la manera de vestirnos, de ser y sentirnos nosotros mismos parece carecer de todo encanto, habituados al trato diario con ella, con los muebles y percheros donde colocamos los residuos de nuestro día en cada camisa sucia, con cada vaso de leche dejado por descuido o prisa, y que descubrimos días después, hecha cuajo bajo un bonche de papeles. El espacio es tan parte de nosotros que podría parecer una experiencia vacía, y en verdad podría serlo si no pudiéramos evadirnos a través de la música, la lectura, la televisión o el sueño. Sin embargo, agregar a este espacio la compañía de alguien que nos es grato puede renovar los muros y nuestra relación con cada elemento de la habitación puede parecernos distinta. La cama se vuelve el mundo o cuando menos el continente, la isla adánica de donde no es preciso salir para obtenerlo todo: el calor y el frío se solucionan con abrir la ventana o abrazarnos más a quien nos acompaña; no sentimos hambre, la sed se sacia en los labios vecinos, en sus humedades. Para ella (o para él), esa habitación es una selva, un campamento guerrillero, un atrevido baile ante un coro de católicas embozadas.
La presencia del otro en nuestra habitación nos la hace parecer distinta, la inactividad –pues lo que ocurre al interior de la alcoba es casi tan íntimo como lo que ocurre al interior de la mente– nos hace creer que el tiempo se ha detenido y vemos, por las traslúcidas cortinas, el día que se va volviendo oscuro aunque siga resplandeciendo ventana adentro. En algún instante de reposo percibimos la realidad inexorable de las horas, el gruñido ya resignado de las tripas y la pegostiosa sensación de sudor seco en el abdomen y en las piernas. Entonces descubrimos el placer único de la crápula, el fatigante descanso del abandono del mundo sin salir de la habitación y comienza a fustigarnos el remordimiento, la sensación de haber dejado que el tiempo se escurriera…
Al volvernos, la sonrisa de nuestro compañero nos desengaña: no hay tiempo que se pierda ni obligaciones por cumplir; aun contraviniéndolas, si las tuviéramos, la experiencia única de dejar pasar los días sin hacer nada más que ver cómo transcurre la vida y comprobar que se puede seguir viviendo en la aparente zona marginal donde no existimos para nadie es algo que nadie nos va a quitar, porque de entrada estamos conscientes de su transitoriedad, pues sabemos imposible permanecer así. La naturaleza del mundo es dinámica pero tenemos tanto el derecho como la capacidad de alejarnos de ella para disfrutar de lo que somos en nosotros mismos y en el otro, como una introspección que en vez de volcar nuestra mirada al interior tuviera que pasar por el espejo ofrecido por el otro, su mirada, su sonrisa o el ceñido justo de sus labios cuando reposa frente a nosotros sereno y desnudo, mirándose a sí mismo en nosotros, reconociéndose tal vez sin estar consciente de ello.