miércoles, 15 de julio de 2015

Balconear la ociosidad



Entre la taza de café y mi mano están la sombrilla y una vaga necedad por decir cosas. Es un verano caluroso y hay trabajo por hacer antes de que venga agosto y se lleve estas mañanas de bermudas y pies descalzos en el balcón de la casa materna. El sol chupa la mezcla de sudores y agua jabonosa que ofrecen mis playeras en hilera, colgadas sobre hilos paralelos, como los del alumbrado público; las he puesto a secar para cubrir mis vergüenzas, mi flaqueza de hombre atribulado por el futuro. Pero la sombrilla está abierta y el calor es agradable, incompatible tal vez con el café que me ayuda en esta lucha contra la indolencia, contra la franca pereza del estío.
     Viví 26 años aquí y nunca aprendí a escuchar el ritmo suburbano de su vida. Pese a tener la escuela en una esquina y el boulevard en la otra hay una calma que podría provenir del verano, o este mediodía a la sombra, mi descarada pose vacacional. Si salgo a la calle y veo a un obrero en la faena siento un poco de vergüenza por mis bermudas y mis sandalias, pero al regresar al balcón parezco olvidar cómo la vida sigue hirviendo afuera e incluso dentro de casa, donde Geneviéve de Brabante se afana por la limpieza. Para sacudir la vergüenza, podría hacerme pasar por escritor y decir que trabajo, pero no puedo jactarme de ninguna de las dos cosas: escribo, sí, pero este pasatiempo no tiene más paga que el placer y más inversión que la mengua de los minutos.
     Sentiría vergüenza también por hacer perder el tiempo a mis lectores, que podrían aprovechar los cinco o diez minutos que les llevará seguirme en algo más fructífero, como meter una carga de ropa a la lavadora y aprovechar la tarde soleada para un secado perfecto, o hervir agua para disfrutar un café, como el mío; incluso podrían hacer ambas. Pero llega siempre el momento –o debería llegar para todos– en que todos los quehaceres se acaben y los valiosos minutos se gasten en actividades sin lucro. Entonces el lector vendrá a husmear este objeto extraño, como la perrita de la casa vecina olisquea la motocicleta del jardinero; para eso estamos.
     Y así como el jardinero pudo llegar en un triciclo o una vagoneta vieja a casa de mi vecina, el lector encontraría un video de futbol, una noticia desgarradora o la foto sexy de una modelo; y sin embargo vino a dar aquí. Más allá de lamentarme por su suerte y por las conexiones azarosas de todas nuestras vidas, me interesa justificar mi ocio, valorizar el momento vacío.
     Antes de empezar a escribir alcancé a ver, a través de la separación entre mi casa y la vecina, un fragmento de calle: las líneas brillantes de los coches zumbaban sobre el boulevard. Imaginé entonces que sobre la acera pasaba una chica muy guapa. Me moví hacia los lados, tratando de abarcar en mi campo visual la mayor extensión de la avenida. No pasó nadie. Entonces traté de verme a mí mismo desde la perspectiva de la chica imaginaria, de existir para el mundo de fuera. Recordé mis imágenes desde la calle: entre los dos muros que convergen hay un resquicio que da al balcón, pero su estrechez y la distancia desde la acera harían imposible distinguir algo a quien no tenga la intención de fisgonear. Ahora han pasado dos hombres que conozco, y que si asomaran por ese resquicio entre los muros podrían ver algún fragmento de mi espalda o de la mesa en el balcón, bajo la sombrilla y dirían: “ese muchacho cómo pierde el tiempo”.
     El jardinero se lleva su motocicleta. Ha terminado su trabajo y me echa una mirada desde el jardín vecino, ya cortado: “Este cabrón qué buena vida tiene”. Ciertamente no lo envidio: unos cortan pasto y otros escriben desde un balcón; unos acaban su jornada a las tres de la tarde y otros, cuando la tienen, la acaban a las nueve de la noche. Bastaría con que el jardinero llegara a su casa, se conectara a internet y diera con estas líneas. Tal vez entonces diría: “eso no lo sé hacer yo” y ya no me daría tanta vergüenza no saber encender una podadora o abonar un rosal. Quizá no podría entender que nadie me pague por esto, y que eso no me moleste, pero estará acostumbrado, como todos, a que hay muchas cosas de los otros que hemos de resignarnos a no entender. Pensará algo sobre las vacaciones y sobre la suerte de los que estudian y no dará más vueltas al asunto.
     El jardinero pasa sobre la avenida, ha sustituido a la chica en mi imaginación. Nunca leerá estas líneas y cuando vuelva a encontrarme escribiendo bajo la sombrilla mientras el poda el césped al sol, volverá a mirarme como me miró cuando recogió la motocicleta, sin acercarse a husmear el objeto extraño, como ha hecho la perrita. Sobre la media barda de tabique se eleva otra cerca de alambre que separa mi casa de la vecina: siempre podemos mirar del modo en que hemos aprendido a hacerlo.
     En la transparencia del aire se deja oír la campanilla de la basura, la taza está vacía, la página llena. Hay cosas por hacer.