lunes, 17 de junio de 2019

Alentejana 2

Los calceteiros de Cesário y la pequeña organista evorense

 

 

que vida tão custosa! Que diabo!
e os cavadores descansam as enxadas,
e cospem nas calosas mãos gretadas,
para que não lhes escorregue o cabo.
  
Cesário Verde

Nunca me pidan que les tome fotos. No sé hacerlas ni de mí mismo, y eso importa mucho en los tiempos de la selfie. Tal vez porque me he vuelto perezoso o porque me basta la cámara del celular para el uso que he aprendido a darle a la fotografía: el testimonio, el simple documento gráfico. Como tampoco soy un reportero, mis fotos son, cuando mucho, un testimonio de mis propias vivencias, un bastón para mi débil o cada vez más dispersa memoria.  

     Pasé unos días en Lisboa, y debe bastar con este párrafo para dejar de usar la primera del singular. La vez pasada hablé mucho de mí, ahora toca hablar de las personas; olvidar al que está detrás de la lente y concentrarme en el objeto. Anticipo el fallo gramatical: para crear la imagen del objeto hay que pasarlo por la lente de la experiencia, así que estaré involuntariamente involucrado.
     Este epígrafe viene del Livro de Cesário Verde, el poeta más importante del XIX portugués, no faltará quien venga a refutarlo. Poeta urbano y andariego de una ciudad tan laberíntica como resbalosa. Contra la plasta de cemento de las ciudades americanas, las calles de Lisboa están trabajadas artesanalmente, piedra por piedra, las calçadas son una sucesión de piedras alisadas y brillantes que forman mosaicos increíbles, apenas apreciables desde la altura mínima de un segundo piso. El poeta flanereaba una ciudad que se iba modernizando, reconocía en su hábitat la actividad de especies nuevas. “Cristalizações” es una postal zoológica de la ciudad. Los calceteiros quedan eternizados en uno de los retratos más brillantes de la clase trabajadora del Portugal moderno: no el pescador del Algarve, no el pastor trasmontano, no los viñedos alentejanos; no las postales de medio euro para los turistas. El país abandonaba su ruralismo y sus cuadros pintorescos. Postal cesaroverdiana: imágenes verbales en un libro que casi nadie lee fuera de Portugal, además de los preparatorianos brasileños. Reparan la calzada entre la Praça do Comércio y la Casa dos Bicos, hay que cruzar la calle y salir de la sombra. Los caminantes refunfuñan, yo con ellos. Golpes de marro y de taladro, el motor de las Caterpillar. A diferencia de las cristalizaciones de Cesário, que ocurren en invierno, el calor de junio.
     Los calceteiros dan la espalada a los transeúntes. Están haciendo cosas tan importantes como colocar una por una las piedritas que embellecen esta ciudad para foráneos diletantes. Una incomodidad para el turista, una molestia para el citadino. Entonces Cesário: Los calceteiros siguen de cócoras, curvados con sus manos agrietadas. De no ser por los chalecos fluorescentes, por las Caterpillar… Un hombre se detiene y toma una foto. Rápido, para no ser notado; pero fracasa, lo han visto y todo queda en un alzar de hombros.
     Me van a venir a decir que la poesía panfletaria, que el propósito del arte… Ni madres. No había chamanes sin cazadores y recolectores como no habría poetas sin calceteiros. Está científicamente comprobado (y si alguien lo negara, yo tengo otros datos) que meter los pies en el barro hace escandir mal los versos.
     De vuelta al Alentejo, la historia de Alice. Cesário Verde pasa de los calceteiros a la actricita apresurada que sale hacia su ensayo y tiene que atravesar por donde ellos trabajan, desafía sus espaldas de oso con pies rápidos, el demonico, dice. Alice es una organista de 19 años, 20 tal vez. No la he visto más que en fotos mejor tomadas que las mías, ahora sé demasiado de ella. Tendría que hablar de sus padres, João y Margarida, de su generosidad, pero temo aburrir. Yo sólo quiero sentarme en el banco de una iglesia y escuchar cómo toca Alice, religiosamente, un órgano tan monumental como el orgullo de sus padres, que de pronto empezaron a aceptar huéspedes en casa para pagar los estudios en el conservatorio de Estrasburgo. La niña genio que escribió en francés una tesis sobre César Franck (tiene 20 años, si mucho), orillada por sus profesores a dejar un país demasiado pequeño para el tamaño de su talento. Porque ela é pequenina. La menor de los Rochas, engullida por los tubos de aire en el muro de una escuela como yo nunca había imaginado que existieran, tubos que obedecen a la presión de sus dedos y de sus pies para generar esa música, el dejo a cosa sacra que todavía conserva. Quiero verla salir de ese órgano, con sus jeans y su cazadora verde, sonriendo a sus papás, com seus pezinhos rápidos, de cabra, como la actricita de Cesário. Verla saltar a la calle y serpentear ágil entre la gente, tan ajena, como  había estado yo hasta ahora, de lo que un demonico como Alice es capaz, perdida entre los calceteiros de chalecos fluorescentes, en los ríos humanos del anonimato, justo como el poeta caminaba una ciudad vecina, ciento cuarenta años atrás, para hacer fotografías verbales de los calceteiros, imágenes que pueden durar tanto como las calzadas mismas, como las ciudades cristalizadas en postales que traspasan los idiomas y los tiempos.  
 


sábado, 8 de junio de 2019

Alentejana 1


Debería ser ya noche cerrada y hay todavía una franja color durazno detrás de los tejados. No se me ha ocurrido salir a ver si hay estrellas. No se me ha ocurrido nada, en realidad. Eso va conmigo, aunque me considere más una persona más de ocurrencias que de planes.

     En la celeridad se me nota lo forastero, camino demasiado Ciudad de México para el ritmo calmado de este pueblo alentejano, que en realidad es una ciudad mucho más confortable y ordenada que la nuestra. Empieza a tener sentido aquello de las ocurrencias: cuando uno viene de una ciudad tan grande está de tal modo envuelto en el caos que nada parece tener una dirección, a pesar de que todo mundo crea estar muy seguro de dónde va, y más cuando marcha con esa prisa. Cuando estamos apurados no podemos planear nada, resolvemos las cosas sobre la marcha, ocurrencias. Subo las empinadas calles de Évora como si tuviera que detener un reloj explosivo en el punto más alto de la ciudad. Los primeros días eran ensayos y cálculos. No quería llegar tarde a la que tal vez sea mi única cita solemne en los dos largos meses que estaré por aquí. Cumplido ese compromiso, no hay nada que me haga seguir caminando de esa manera.

     Me siento unos minutos en este banco de la Praça de Giraldo. No tengo hambre ni sed ni sueño, un poco de cansancio tal vez, pero no hay motivo para quejarse. Ninguno, de verdad que no, pero no escribiría uno si el drama no le gustara. Hay que hacerse el interesante si se quiere mantener al lector atento. Interesante como parezco serlo para los portugueses, cuando ven mi piel y mi atuendo: no encaja con nada de lo que están acostumbrados a ver. Sobre todo en esta ciudad tan pequeña. ¿Ya dije lo hermosa que es la ciudad? De acuerdo, primero lo primero: que siento las miradas de los evorenses –aunque de los portugueses en general– cuando voy por la calle. Y lo entiendo cuando miro al resto de la gente; aunque haya alguna tan morena como yo, se nota que el sol europeo les quema la tez de otra forma, y los pone rojizos, en ciertos casos medio verdosos. El atuendo es todavía más notorio: o la moda nos llega tarde o tengo una forma tan descuidada de seguirla que hago resaltar la diferencia. Soy muy forastero, mucho. En el extraño caso de que alguien se dirija a mí, el inglés es lo primero que escucho. Hora de hablar...

     Então é português, pois não? Preguntan después de haberse echado un paso para atrás para mirarme mejor. Não. Alcanzo a ver el esbozo de sus sonrisas o la tensión del desprecio antes de escucharme pronunciar las cuatro sílabas mágicas: me-shi-ca-nu. Un éxodo importante (obviamente de negros, mulatos y mestizos) llegados de Brasil ha vuelto algo ríspida la tolerancia de los portugueses. La muralla es una clara frontera: si eres brasileño y estás adentro, eres turista; si estás fuera de ella, inmigrante. La suspicacia de la agente aduanal debió ser mi primer aviso. Había que hablarle en inglés o en español, el portugués me volvió sospechoso: O Zé Luís fala portugués. Falo, sim. Onde é que aprendeu? Na universidade. Qual universidade?... Miraba el pasaporte con toda atención. Los sellos del viaje reciente a Brasil no ayudaron nada: Já cá esteve? Estive. Porque é que não vejo o carimbo? Isso foi lá por volta de 2012.  Puso el carimbo de mala gana y abrió la puerta. Alcancé a escuchar a los compañeros bromear. –É só sair da rotina, pá! –respondió mientras me alejaba. Digamos que fui el caso serio del día.

     Dejo mi banco de la Praça de Giraldo. Tres muchachas negras conversan muy a su gusto en el banco contiguo. Al menos una de ellas es brasileña. Conocí a otro, de São Paulo, en el hostal donde me quedé mientras encontraba dónde vivir. Iba a trabajar y también estaba buscando casa. Noté algo de envidia cuando al segundo día le dije que me mudaba. Valga el estereotipo, ¿pero esta envidia es acaso un rasgo latinoamericano? Algo escuché por ahí. Rumores que terminan por volverse ideas generales en nuestra cabeza.  

     Tampoco ayudan las sandalias, mi bermuda morada, mi bolsa de la USP y los lentes de sol (no muy masculinos que digamos) encontrados en un autobús, hace un año, en Canadá. Ser brasileño y encima gay no me iba ganar muchas bienvenidas en una ciudad provinciana de machos portugueses. Los oigo hablarse a gritos por las calles y en los bares, sobre todo. Me cuesta mucho entenderlos, y al oírlos cuando estoy en casa, me recuerdan que no estoy en casa.

     Después de unos días muy buenos, otros días algo duros. Cae la noche al fin. Se me ocurre que podría buscar las estrellas. Pero estoy en una ciudad y hay mucho trabajo por hacer. Ya será otro día. Se me ocurre ahora, que podría buscar un lugar para acampar en esta tierra alentejana. Ia ser ótimo.

     Soledad, trabajo, extranjería. Vine a eso, pero la gente ha sido buena conmigo puertas adentro y no he acabo de instalarme en esas tres palabras. Amigos no he hecho, pero hay sitios a los que volvería. A casa de Sofia y Maria, por ejemplo, en Parede. Tan cerca del mar, de la sierra de Sintra y de esa joya llamada Cascais, que está acá, de este lado del Tejo (Tajo, en español). Além Tejo, más allá del Tajo, dicen los lisboetas para hablar de la gente de acá. Alentejo. Visto de aquí, los lisboetas son ahora los alentejanos. Cuestión de ángulos, como esta tarde, mientras caminaba apresurado a la función de marionetas. Hay festival. Todos estos días había caminado junto a la muralla, pero hoy lo hice por el otro lado de la calle y descubrí que, vista un poco más de lejos, es mucho más hermosa. Cuestión de ángulos, o tal vez la hora de la tarde. No: si la miras desde la otra acera, incluyes en el cuadro las jacarandas y otros árboles que no estaban ahí cuando caminabas junto a ella. Es verdad que ahora tienes los coches, pero la muralla y los árboles son lo bastante altos para que, si recortas el cuadro dos metros arriba, los hagas desaparecer. La ciudad empieza a recobrar su olor a viejo.

     Ángulos, aromas. La gente es buena puertas adentro y un tanto hostil en la calle. No andas en grupo y andas fuera de la muralla. Turista no eres. Te miran como si te olieran, tal vez esta prisa al caminar parezca agresiva, pues siento las miradas incluso desde los coches. La extranjería ha de tener un olor, como la soledad. Insisto en que hay cosas que percibimos y a las que las palabras no les han puesto nombre. Al final, español y portugués son lenguas tan cercanas como dos países que comparten una península. Pronto he de hacer amigos, espero. Los dos olores se irán diluyendo conforme me vaya impregnando de la ciudad, de sus modos. Caminaré devagarinho y tal vez sude menos, eso ayudará. La muralla será menos inexpugnable y me encontraré en el laberinto empedrado de esta Taxco portuguesa, esta Toledo sin Tajo. Algo así como estar en casa.