jueves, 26 de enero de 2012

Telegrafía sin hilos


A la más querida amiga

¿Ya te encontraste? Porque creo que ya es tiempo de que vuelvas. No me sale fácil decirlo con tanto descaro, pero no encuentro el rodeo exacto, la forma más sugerente y casi cobarde de hacerlo. Disculparás mi desesperación, supongo; mas la ansiedad es siempre la armadura bajo la que, ingenuamente, creo que puedo resguardarme. Mírala como un resabio de mi humanidad, extraviada en ese afán por forjarme un nombre y una fortaleza que nunca he sabido ver en mí; mírala humanamente, con la humilde aceptación de tus debilidades... pues dejamos escurrir entre los dedos el placer que nos negamos mutuamente en este silencio maníaco. "El horrible callar" al que sometimos unas manos ávidas del tacto ajeno. 
      Hay un muerto entre nosotros. Un muerto que nos une: es el pasado que se va actualizando en una sucesión de cuadros que ninguna cámara capta, pues no ha llegado el tiempo en que las máquinas absorban la abrupta nitidez de cada instante. Yo no sé, sólo siento a mis espaldas que el cadáver estira sus uñas monstruosamente crecidas en mi busca, y su pestilente sopor de cosa muerta está hechizándome para encerrarme en el macabro círculo de su danza inerte.
      Ahora veo la ciudad con todos sus abismos. Cada acera, cada ventana elevada, cada invitación al viaje largo cobran el tono de un llamado, una poderosa propaganda que me envuelve y me asegura cada vez que las flores han dejado ya de serlo, que el ladrido de los perros es más una advertencia que un reconocimiento del amo; los melodiosos trinos se vuelven bocinazos y los bocinazos, invitaciones.
       Quisiera encontrarte yo también, pero este cuerpo me bloquea todas las salidas y tiene tanto de mí que, sin él a mis espaldas, no podría reconocerme. Estamos encerrados aquí, en los ángulos rectos que formamos yo y mi sombra a cada hora del día, con la de este engendro llegándose a mi nuca...
      Una mañana, entre mi yo y mi sombra vi un espejo. No supe bien lo que vi: una forma enmarañada y trémula rodeaba mi cuello con un aire familiar, mas desconfiado. El vidrio se opacó y dejé de ver lo que creí ser el reflejo parcial de una amenaza, un ladrido de perro que se tensa en el linde de la propiedad marcada. Me niega mi propia imagen: si volviera veinte años más tarde a recobrar lo mío, me oprimiría la garganta contra el suelo hasta que la orden de soltar o matar fuera dictada. Pero veinte años es demasiado tiempo, incluso siete lo son. Las invitaciones son constantes; las tentaciones, fuertes. Yo, que abandoné a su sueño la razón, me veo ahora perseguido por lo que engendró la dicha y que el tiempo vuelve cada vez más fétido, irreconocible, insoportable.             
      Entonces, ten la amabilidad de darte prisa, Ariadna, que estos muros están por caer y tal vez no escapemos por el mismo rumbo... 

lunes, 23 de enero de 2012

A golpe de pedal la ciudad se desvanece



Los que creemos que la ciudad es la muestra de la solidez del progreso y de todo lo que representa lo humano podemos estar equivocados. Basta andar sobre ruedas para darnos cuenta de que todo se desvanece nuestro paso: no es la velocidad sino el recorrido lo que nos recuerda el carácter fugaz de todos los hechos. Con todo, no hay razón para entristecernos, la fugacidad de las cosas, su finita calidad de instante único es una verdad poética que podemos descubrir en todos los trayectos.
Entre los medios para recorrer la ciudad, la bicicleta es uno de mis predilectos: tal vez carezca del silencioso y exclusivo aislamiento del automóvil, o de la vertiginosa y arrebatadora emoción cabello-al-viento de una motocicleta; carece también del enraizamiento reubicador del caminante, pero me gusta su rechinante lentitud, la fresca indefensión que nos hace sentir entre los automóviles casi asesinos que con frenéticos bocinazos nos reclaman la propiedad de las avenidas. El hecho de no tener motor y la exigencia del pedaleo son un recordatorio de que aún podemos hacer cosas, de que podemos -si queremos- no depender de la máquina y liberarnos de las fastidiosas reglas que nos obligan a circular forzosamente en un solo sentido o nos prohíben subirnos a la banqueta: ser arrollado por un ciclista siempre será menos grave que por un automovilista: 
-Son cosas que pasan -diremos tras sacudirnos el polvo. 
No hay que llamar seguros ni ambulancias, una sobada y un usted-disculpe son más que suficientes. Entonces volvemos a montar para seguir disfrutando la evanescencia de una ciudad que se va deslizando como un enorme papel tapiz a nuestros lados. En él hay colores y formas diversos, amenazas fácilmente eludibles, también rostros, sobre todo eso...
Ir en auto, motocicleta o Metro implica renunciar prácticamente al rostro de bellas líneas que puede asomar por alguna de las aceras, a la atracción espontánea del amor pasajero: dar el frenazo es demasiado obvio; arrojarse del vagón es definitivamente suicida; bajar suavemente una pierna, sonreír y preguntar (aun sabiéndola) una calle para iniciar una conversación es mucho más elegante y natural. En un automóvil, la velocidad y el encierro nos hacen invisibles; en la motocicleta, el casco nos asemeja a astronautas o alienígenas con los que nadie quiere tener un encuentro, y mucho menos tan cercano que sea preciso llamar seguros y ambulancias. Con la bicicleta, en cambio, somos nosotros más un plus de altura, velocidad, ligereza y ecología que puede granjearnos algunas sonrisas cuando menos transitorias.
El caso es que en bicicleta es más fácil enamorar y enamorarse, aunque como pasa con las bicicletas, todo, inclusive ese fugitivo amor de crucero, se desvanece al paso como una nube empujada por una refrescante ráfaga de realidad.

viernes, 20 de enero de 2012

De vientos, aventones y aventuras

Se me pasa por la cabeza que las palabras "aventura" y "aventarse" son demasiado parecidas como para no tener relación entre sí. Y es que cada que emprendemos una nos aventamos casi a ciegas a la espesura de lo que apenas conocemos, por eso el aventurero y la desilusión son una pareja muy frecuente en todos los bailes y pasarelas de esta agitada y muy moderna vida.
Mas el que no arriesga no gana, y en cada aventura está la posibilidad de la estupefacción ante lo espontáneo o el sabor amargo de la lección aprendida por las malas. Aventureros, tal vez futuros desilusionados o desilusionadores - pues no hay que hacerse siempre la víctima-, vemos en cada paso un triunfo o un motivo de temor. Los zapatos se gastan y la carne del asador se quema, pero así como nadie nos quita lo bailado, tampoco nos quita nadie el placer de oler unos zapatos nuevos y tener que usar un calzador, o el de una carne que crepita y se retuerce entre las brasas.
Así las cosas, sucede también que el viento es un excelente motor de la aventura. Somos tan volátiles... Las metáforas de las mariposas, las cometas y las velas siempre podrán ser usadas como cliché para demostrar que sólo nos dejamos arrastrar y que el placer de la aventura reside en saber aprovechar las corrientes, ya sea para elevarnos cuando la ambición nos lo exige o para descender un poco para apaciguar el miedo a la caída. Ya elevaciones o vueltas a la tierra, ya despliegue de velas o batalla contra la corriente, iré dando cuenta de algunas impresiones sobre todo aquello que, en el no programado itinerario de esta aventura, valga la pena de ser relatado, analizado, criticado, poetizado, ensayado, insultado e incluso lamentado...
Desocupado lector (lo mismo da si amigo o enemigo): si algún día encuentras estas líneas hechas como a tu medida, o si ves que en ellas se te insulta o cuestiona, piensa que tú y yo somos tan iguales y tan diferentes como un zapato de su par: podremos enfrentarnos y querer andar por caminos distintos; pero atados al mismo eje, al mismo par de patas, hemos de seguirnos uno al otro, ya sea para buscar dónde sentarnos y descansar un momento de la agitación o el tedio de la vida, o bien, para ponernos de pie, en la patidifusión que nos provoca lo que aun pueda asombrarnos en una ruta harto conocida.