viernes, 27 de abril de 2012

Sevilla a la mexicana


 
Dejo Sevilla muy a la mexicana: corriendo con una gran maleta hacia la estación del autobús, y con todos los riesgos que trae la improvisación. Me llevo la impresión más grande que jamás he sentido frente a un edificio, en el momento de vislumbrar, apenas a lo lejos, la Plaza de España, el más hermoso que he visto hasta ahora, aunque esté aun por conocer la Alhambra. Hacia allá voy en un confortable autobús lleno de viajeros cansados de tanta maravilla. He quedado asombrado ante el respeto y la casi consagración que se le tiene a Isidoro: hoy ningún maestro de Etimologías sería elevado a tal condición, una cosa es querer explicar el mundo y otra realmente hacerlo con las armas de la imaginación, crearlo.
    Como nunca tres días han sido suficientes, he dejado en el misterio a la virgen de la Macarena, que no pude conocer ni informarme por terceros el porqué de su veneración en esta ciudad. De muchas otras vírgenes sevillanas podré dar cuenta: de sus labios, sus sonrisas, el candor andaluz que alumbra sus semblantes, el tono bondadoso, casi maternal y a veces férreo de su voz. Son rubias en su mayoría, de piernas largas, y sonrisa franca; miran límpidamente, sin ocultar más que la simplicidad de su encanto. Se nota en todas ellas –y también en los sevillanos, claro– la extraña mezcla de la confortable vida del primer mundo opuesta a la calidez de la región sureña. A riesgo de generalizar, puedo decir que el trato con los sevillanos equivaldría en México a tratar con veracruzanos o chiapanecos.
     ¿Qué ha quedado del moro en Sevilla? Pues la Giralda, los patios del Alcázar de Carlos V,   la Torre del Oro y un gusto general por la ornamentación mudéjar como la que ostenta la Plaza de España. Creí que encontraría alguna mezcla en las razas, pero al parecer los preceptos barrocos de limpieza de sangre cumplieron bien con su cometido: la piel del morisco es una gran ausencia. De hecho, solían quedárseme mirando como si fuera yo un nuevo invasor, un moro a la re-reconquista. Pero estoy muy lejos de ser siquiera un mexica agraviado por la Conquista. En la Plaza de España descubrí que hay más en mí de tradición española que de indígena-mexicana: fue una verdadera revelación saber que me son más familiares los Góngoras, Quevedos y Calderones que las tapas, los pinchos y los montaditos. Hijo letrado de España, y orgánico de una América española que parece no acabar de definirse.
   En realidad resulta complicado hacer una crónica sin recurrir a la aburrida descripción de calles y edificios que suelen caracterizarlas. Ni siquiera encontré uno de esos amores fugaces e imaginarios que a cada paso rompen mi rutina estando en casa: tan ocupada y dispersa estaba mi pupila entre la muchedumbre de hermosas, tan fuera de sí mi mente y mis sentidos. ¿Servirá de algo decir que el paisaje urbano, ya casi milenario, de la catedral enmarcaba aun más la maravilla, o decir que por cualquiera de ellas bien valdría saltar desde la Giralda y caer destrozado de amor en el Patio de los Naranjos? Sin duda, que se enterraría como a Colón quien lo comprendiera: yo nunca podría habituarme a vivir en semejante isla de amazonas, ¡pues vaya que tienen armas estas mujeres!
     Imaginaré un paseo en barca con una de ellas a lo largo del Guadalquivir, pasando todos los puentes, los antiguos y los modernos; detener los remos ante el Castillo de san Jorge, ante la Torre del Oro, contemplar a toda la juventud sevillana que, los domingos, se tiende sobre el césped de la rivera a disfrutar de su tierra bebiendo una cerveza o un vinito, asoleándose ignorantes de la envidia que puede generar un río tan bello como el Guadalquivir en un chilango, en cuya ciudad todos los ríos se han desecado, entubado o convertido en un torrente de desperdicios, que es como cortarle las venas a la tierra.