miércoles, 15 de septiembre de 2021

Gelatina

                        

Así como he dejado de escribir, había estado mucho tiempo sin escuchar de corrido el álbum que más me puede en las emociones: The Wall. Tanto da que me digan básico, mainstream, anticuado. Nadie como uno mismo para reconocer lo que le gusta en la forma como lo siente y pocas cosas más evidentes que las lágrimas para tener esa certeza. Asociar el llanto con la tristeza es un viejo automatismo, sobre todo cuando hemos aprendido qué conmovedoras pueden ser la rabia y la euforia, tan frecuentes.
     Todo el camino entre la casa de mamá y la mía llorando, todo el camino escuchando y asociando cada track con imágenes: mi hermana y mis mejores amigos cantando a todo pulmón en el Palacio de los Deportes, (¡once años tiene ya!), los dibujos animados, la letra y el recuerdo de otros momentos, muchos difíciles, en los que estas canciones me acompañaron: ojos en la carretera, manos en el volante, corazón y oídos en la música.
     Cuando lo quiero explicar me vienen las letras a la mente, pero también la certeza de no saberme todas las canciones. Mi nivel de inglés no alcanza para entenderlas todas a menos que las lea y aún así tendría problemas. El texto, aunque poderoso, no lo es todo. La música sí, sin duda, con su constante instrumental y sus leivmotifs, pero tampoco puedo asegurar que lo llene todo, ni siquiera sumando el peso significativo de las letras. Está por ahí toda esa literatura que intenta explicarlo: la música como inductora de estados anímicos que son una respuesta al estímulo sonoro, o bien, el oyente que descubre la emoción alojada en la forma del tejido musical. Teorías que no acaban de explicar el hecho concreto de que un hombre experimente emociones variadas según el track, intensas todas ellas, en un acto tan cotidiano como conducir a casa.
     Escribo a veces para ordenar mis ideas y clarificarme las cosas, pero no funciona siempre igual. Todavía con las manos en el volante pensé que todas esas emociones eran un buen pretexto para volver a abrirle un espacio a la escritura en mi vida. Me gusta valerme del ensayo como un buen generador de explicaciones, pero no tengo la fuerza para darle sentido a algo tan intensamente sentido y creo también que empuñar el bisturí de la lógica para tratar de entenderlo acabaría por matar un poco la emoción. La sangre de esa disección empañaría el recuerdo. Renunciar a la pretensión de entender y dar a la memoria su precio justo.
     Escribir se vuelve entonces instrumento para darle forma a un recuerdo. Creo una imagen de mí mismo sujetando el volante y el brillo de mis lágrimas que aumenta su luminosidad conforme la vieja Ecosport atraviesa el intervalo de pocos segundos entre una y otra luminaria. Imaginada imagen que no he visto nunca y que construyo mirándome desde fuera con una cámara que vuela por encima de mi toldo, altura y ángulo justos para no perder detalle de mi rostro y sus tensiones: el rictus boquiabierto del grito cuando recuerdo la letra, los labios apretados en escucha atenta cuando la he olvidado, la mano que suelta por momentos el volante en la evocación de un riff o de un redoble, mano que nunca ha hecho sonar riff o redoble alguno, pues nunca tuve talento musical ni paciencia para descubrirlo.
     Pensar que la escritura ha dado existencia a esta cámara y a las imágenes que capta. El narcisismo gozoso de una mirada desdoblada, pero mía, que está mirándome. Actuar ante la cámara se impone.
     No. Soy yo, el más auténtico y desnudo en la soledad del vehículo que la velocidad sustrajo a la escucha y las miradas de todos. Actuar sin fingimiento. Algo he fingido, sí, al disponer palabras tras palabra de esta imagen de mí mismo. Lo siento por quienes me lean, pero entre las oraciones andan salpicados restos de esa experiencia que no van a llegar a ustedes, pero que he almacenado en los patines de estas letras o el silbido de mis eses.
     La experiencia es agua que hierve; la memoria, gelatina; la escritura, el molde. Analogías más elegantes las habrá, pero nadie es elegante cuando llora y nadie está más vivo que cuando olvida la elegancia al desnudarse en palabras, imágenes… piel. ¿A alguien le incomodará recordar alguna vez que ha estado vivo?