viernes, 29 de junio de 2012

Melany se va. La levedad disuelta


Pocos finales hay tan tristes como el del silencio, un silencio que se impone como una losa. Si te hablo a ti es porque quiero resonar como el eco de un grito en una caverna vacía, un mundo muerto y subterráneo que contesta con el reflejo de mi propia voz anegada en sus dichos y en tus enunciados que flotaban en una atmósfera virtual. Toda tu imagen se diluye bajo el peso del silencio: las sonrisas figuradas, los ensayos de una mueca que se rompe al abrir los ojos, los caminos que la imaginación me hacía andar hasta tu aliento. Una construcción se elevaba a sí propia sobre el cimiento de las palabras, sin el mínimo peso de la tinta, sin la rugosidad del papel en los dedos; palabras que iban apareciendo en la pantalla y que no sabía a quién atribuir, una fotografía que cualquiera podría calificar de fantástica: no hay chicas así en la realidad, por eso prefiero huir a la alterna, a la que viaja en código binario para traducirse en palabras que son más bien caricias, en oraciones que parecen transfigurarse en sonrisas o rostros posibles, labios apenas delineados.
Cuando se construye con palabras, el riesgo de equivocarse es tan alto que el edificio puede caer si una pieza no se ajusta correctamente: el lector puede malinterpretar un signo, quererle ver la carne a la pintura, y siempre se lleva una decepción. Si el mundo que nos inventamos no amplía el que vivimos, nos parece inútil, terminamos por abandonarlo. Y el abandono es silencioso como las calles de una ciudad desierta bajo un sol de plomo; se manifiesta el peso de la cosa en sí misma, porque pierde los ejes de gravitación que lo mantenían a flote, como la involución de una estrella colapsando en agujero negro, consumida por sus propias fuerzas faltas de tensión con el resto del universo. Y nuestro universo de palabras, Melany, se disuelve en el silencio oscuro de la realidad cruda donde mi tecleo desesperado choca contra unas letras que aparecen en una pantalla plana, inarticuladas en la espera de una respuesta que no llega, un monólogo incoherente donde sabemos que faltan elementos pero no sabemos cómo reemplazarlos, porque la voz de cada ser (virtual o real) es única, pues la voz define la esencia de cada personaje, de cada uno de nosotros.
Quisiera tener el poder de decir: “yo te creé, Melany, yo construí lo que tú eras en la imaginación, con mis palabras, como un autor creando un diálogo, tu director de escena corrigiéndote cada detalle, mejorando el guión”, pero no lo tengo, porque también eres, a la vez, una Cristina que nunca he visto y que con la sola omisión del pulso de sus dedos sobre el teclado puede asesinar a una creación de años, una creación conjunta que se alimentaba del diálogo y de las emociones que nuestras palabras provocaban en el otro, hablando ambos a través de Melany, una entelequia, una chica indescifrable e intangible, inteligente y sensible como un ser real que quisiéramos encontrar alguna vez, si lo hubiera, si pudiéramos hacerlo pisar las calles y saludarnos de mano o con un beso.
La ventana continúa abierta y tu respuesta no aparece, mis palabras se van disolviendo en la luminosidad del monitor, pierden sentido; van cayendo desde la atmósfera que empezamos por inventar alguna vez y mantuvimos en el aire de la mente, de la memoria y la ilusión de estar con alguien en momentos clave, o simplemente por la casualidad, o la leve bondad de la red. Mis palabras iniciales -un saludo y una simple pregunta-, proyectadas para quedar fijadas en esa  estructura flotante de enunciados, una vez acabada su inercia, vuelven a mí atraídas por su propio peso, devolviéndome la voz absurda de la soledad, del desengaño; la pantalla con mi sola voz que sólo se oye a sí misma y me devuelve la conciencia de las manos sobre el teclado dispuestas a lanzar cualquier cosa, tal vez una pelota que nadie devolverá, aniquilando el juego y diluyéndolo en el eco cada vez más remoto de sus rebotes sobre el pavimento infinitamente inaprensible de la ciudad.

http://patidifuso.blogspot.mx/2012/02/melany-o-la-levedad-del-net.html  

viernes, 22 de junio de 2012

Echando al aire tus carnes

Spencer Tunick, México, 2007.

  
[…] mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes,
 te dieses trecientos o cuatrocientos azotes...

Todos las tenemos y todos las ocultamos. En la carne encerramos el poder elemental  -tal vez incontrolable- de nuestra naturaleza, pero también la debilidad de lo sensible y la inocencia primigenia, porque en la desnudez está la pureza del cuerpo que abandonamos al negar a otros lo que somos con el disfraz de las prendas. Tapar un pecho o un pubis, tapar incluso el pliegue de la piel en el codo o en el cuello, es negar parte de la verdad de lo que soy, ponerle un velo a la rama del árbol donde podría estar escondido el verdadero fruto. Algo nos guardamos para nosotros y lo retiramos de la vida, lo dejamos pudrir dentro, avaramente.
La plancha del zócalo en México, como muchos otros lugares públicos del planeta han servido, al menos a quienes hemos sido parte de ello, para quitar esos velos y conocer la verdad de los cuerpos en toda su pureza. Una fiesta de absoluta diversidad: se rompen los estereotipos, sin la etiqueta de la ropa no somos más que nosotros mismos y acabamos por darnos cuenta de que somos únicos, irrepetibles en cada gramo y cada centímetro de la carne y de la piel. El aire se llena de desnudeces y la mole de cemento huele a naturaleza; es la experiencia estética de un cuerpo reducido a su verdad, se respira comunión y fiesta, también temor: alguien observa desde lo alto, parapetado en la cobardía de un balcón: hombres de iglesia con una mano en los catalejos y otra en la entrepierna, hombres de esos que usan mucha ropa para enseñarnos a vivir y arrepentirnos de los pecados, dirigiendo nuestras vidas y agregándoles disfraces, ocultándonos, ocultándose.
El paraíso está abajo, en las calles donde caminamos los miles, con las carnes al aire, sin tocar más que al cuerpo ya conocido, sin mostrar la menor intención de violentarnos ni dejarnos llevar por el deseo, que no tiene lugar en condiciones de igual susceptibilidad: soy tan frágil como todos. Tengo tantos defectos como el de al lado y a la vez soy tan bello como la joven que camina sobre la banqueta; un trasero gordo y asimétrico vale igual que uno liso y torneado porque se corresponden en la unidad del cuerpo que los porta. Los lisiados son perfectos en su diferencia, venus de Milo redivivas más de veinte siglos después.
El fotógrafo aprecia los tonos disímiles de cada piel, los reflejos y sombras de la luz naciente sobre sus hombros. Amor de la imagen y de la lente. Quizá no sabe que la atmósfera creada por la desnudez matiza sus obras y las adoba de humanidad, pero de humanidad primera que no conocía la tela ni el harapo. El espacio se transforma, reverdecen los símbolos arquitectónicos de las cosmópolis y se siente un fluir de agua pasada que nos devuelve al encanto adánico. Eva no volverá a pecar, está desnuda nuevamente y no conoce la verdad, la lleva consigo.
Se nos condena por darle la espalda a la catedral, por mostrarle abiertamente nuestras carnes. La indecencia y la inmoralidad nos persiguen, nos azotan desde los púlpitos, desde las palestras ultramodernas del progreso. Pero no hicimos más que echar las carnes al aire, caminar y mostrarnos, solidarizarnos con el arte y con la verdad, tomar el sol y a la vez padecer frío la mexicana mañana de mayo de 2007, mucho tiempo después de que Cristo se mostrara desnudo en una cruz y de que otros “venerables” hombres le cubrieran las vergüenzas a quien no podía tenerlas.

viernes, 15 de junio de 2012

Una de machos y pelotas

Pues le digo a usted que me llegan las ganas de aporrear y desbaratarlo todo, que no me puedo contener, que sabés cómo es esto de las ansias, que le tiemblan a uno las piernas y se le van poniendo duros los brazos y suda y presiente el dolor antes de irse a los golpes contra la primera puerta, vos lo sabés muy bien, que te soba las pelotas y se te suben a la garganta, y que no ves la forma de escupirlas porque las tenés atoradas en el cogote, y cuando pasa estás fregado porque te paralizas y sentís que tenés que hacer algo para matar la angustia…
-Y ¿qué hace usted para matar la angustia?
…tomar el estropajo y fregar, fregar y hacer espuma por toda la cocina, que cuando mi mujer asoma y ve la espuma sabe que es mejor salir y los platos a veces se rompen, pero lo sabés muy bien que siempre uno los paga y me tiemblan las piernas sin parar y las pelotas como que quieren salírseme del cogote, y entonces es tallar y hacer espumas y preparar más jabonadura y sacar los cacharros limpios y lavar y acomodarlos por ahí hasta sentir que la pelota uno empieza a correrse de nuevo hacia la tráquea: respiro mejor, pero vos sabés bien que son dos y que la pelota dos no se ha ido, que podés escupirla y perderla para siempre porque se puede ir rodando calle abajo o esconderse en una alcantarilla…
-Pero ¿tiene usted idea de lo que me está diciendo? 
…buscándola por todas las madrigueras de ratones y sentir que las fuerzas te van abandonando: hay que ser muy pelotudo para sobrevivir con una sola. La espuma invade la cocina, la desborda; entonces el riesgo aumenta porque ya no va a aparecer y los ojos empiezan a picar y uno se rasca y siente que la sobreviviente sube de nuevo y ahí, en el dilema de arriesgarse a perder la una por conservar ambas, las piernas se me hacen gelatina, porque las fuerzas te abandonan, ché y no sabés si va a valer la pena el riesgo además que la espuma se va haciendo más densa y ya no podés respirar, porque la bola en el cogote y la espuma en las narices… ¿vós no respirás por el culo, sí?
-Debería saber que la abundancia de la espuma es un símbolo de sus angustias. Magnifica usted las cosas, las sobredimensiona. ¿Ha tenido algún problema últimamente?
Pero sós boludo… ¿y qué crees que estoy contando aquí? Que se me suben las pelotas, que cuando las tenga aquí, vós sabrás…
-Hace usted muy mal el argentino. ¿No se ha dado cuenta de…
Lo sé muy bien, soy un mal paciente, hago cosas que yo mismo no entiendo. Eso de las pelotas, el argentinismo… Pero ruedan por la calle y corro tras ellas con una estela de espuma colgándome del culo. Mi mujer me grita pero le da vergüenza salir a buscarme. Los vecinos se divierten y sus carcajadas van subiendo de tono, llenan la calle y la cocina la espuma invade todo las risas las pelotas en la calle y se me suben al cogote con la espuma flotan y las aplasto bajo la lengua y siento cómo resbalan y me envuelven y quieren huir porque se van, doctor, y fíjese últimamente he notado, ¿usted entiende verdad? la gelatina de las piernas hace agua y es entonces cuando vengo al espejo, doc, a ver si ahí siguen o si salieron y rebotan por los mosaicos o se van saltando  ¿usted entiende, es cierto? Usted las ve. ¿No siente que le suben a la garganta?


viernes, 8 de junio de 2012

Paso izquierdo, pata siniestra

Por desgracia, además de mi habitual pie izquierdo, nací con otro, que aunque parece derecho, es izquierdo también, por lo cual mis posibilidades con las chicas están cerradas por la puerta doble del baile y la del futbol.
      Es verdad que mi infancia careció del dorado sueño de jugar en la selección nacional, ser el delantero con el número 10, y ganar un  mundial, con las carretadas de dinero que eso implica en el espectacular mundo de las patadas y los hinchas; pero de verdad me da vergüenza echar una cáscara cuando me invitan a hacerlo (lo cual ocurre cada vez con menos frecuencia). Si alguien sabe del plus de virilidad que otorga el dote futbolero a un chico, soy yo: en la secundaria perdí un par de novias por no ser lo suficientemente apto para patear un balón con un grado decente de precisión y elegancia. No se crea por esto que soy el típico sedentario que por creerse intelectual desprecia los encantos del deporte y de toda actividad física, no: es simple y sencillamente muy mala pata la mía; esa pata que es izquierda pero parece derecha, y con la que puedo jugar cualquier otra cosa y correr como el que más, mientras no me pongan un balón entre las piernas porque al pasearlo entre mis empeines, mis talones de Aquiles se multiplican.
      Pero aun planteadas mis capacidades motoras, no puedo dejar de lamentarme de este segundo apéndice izquierdo que me quita la felicidad de conectar mi cuerpo con la euforia de la música. Amo los deslizantes ritmos que creados especialmente para la entrada triunfal de las parejas en la pista: son y tango, salsa y guaguancó; también un vals o un rock n’ roll hacen que mi cerebro mande sus ansiosos impulsos a mis piernas, que terminan por trazar garabatos al aire con la punta de los pies (izquierdos), aunque siempre desde la solemnidad de mi asiento y el consuelo de mi copa, porque sé que levantarme a buscar a una pareja es como pedirle amablemente a alguna samaritana que se arroje por mí a las vías del tren. Tampoco es mi ansiedad tanta que me levante en solitario a hacer un número deplorable y especialmente lastimoso en una reunión donde la sociedad se solaza en compañía.
      Así suelen acabar todos los bailes: en la contemplación envidiosa de los amigos que se retiran temprano y bien acompañados a sus aposentos, mientras yo rasco el goce de una conversación con ancianos venerables, camareros que me sangran la propina, e incluso niños soñolientos que sacan caramelos de los lugares más inesperados de su diminuta fisionomía. Claro que el progresivo aumento de las porciones etílicas en mi sangre me hace disfrutar de estos penosos pasatiempos como si estuviera en el centro de la pista rodeado de vestidos escotados y muslos que relumbran a la pálida luz de las velas. Comienzo a preocuparme cuando los ancianos se quejan ante la efusión amistosa de mis palmadas en su espalda, pierdo la cuenta de las veces que he sacado la cartera o los niños huyen llorando en pos de sus padres. Cuando detecto una mirada femenina sobre mí, inmediatamente descarto la posibilidad de un encuentro, pues mis pies se pisan el uno al otro reteniendo la ansiedad, dando salida a un mohín desdeñoso que, en el rostro, me hace ver antipático y creo que hasta miserable.
      Llego por fin a casa entre tumbos, jadeos y promesas de no asistir jamás a un evento así. Me siento sobre la cama para desnudarme. El par de zapatos diestros asoma sus intactas puntas bajo la colcha, y mientras me quito uno de los siniestros, no dejo de renegar por el hecho de tener que comprar siempre dos pares de cada modelo.

viernes, 1 de junio de 2012

¿Qué entiende usted por poética?

Fue el tema que seguramente se le ocurrió de último momento al profesor para fastidiarnos con un trabajo final. Mis pensamientos, como tiene que ser, se encaminaron inmediatamente hacia el lugar común: la poética es la palabra romántica llena de amor y esas cosas bonitas que se dicen los amantes. Apenas reprimí la carcajada, pero ya el profesor había advertido mi estúpido rictus, tal vez la burla que frecuentemente hago de mis propias ocurrencias, y sólo enfatizó con su voz la fecha de entrega.
Como falta bastante tiempo, pienso ahora en la poética como un proceso de creación -ya veo al profesor sonriendo ante mis avances de aprendiz lento- para crear, por ejemplo, unos labios; la poética de los labios. Y acudo a la memoria como fuente principal de materiales: ¿qué son labios? ¿qué son miradas que son labios? Y mi voz ya no es mía, porque el recuerdo de este nocturno me hace tomar prestada la voz de otro que seguramente dudó, ante el torrente de las sensaciones, de lo que eran labios para poder escribir eso. Luego doy conmigo mismo pensando en una poética personal de los labios, y me veo frente los delgados y carnosos de Z., cuyo placer aun hace unos años me atormentaba, porque temía que L. me sorprendiera gozándolos como alguna vez gocé los suyos entre palabras “poéticas” que hoy me darían tanta risa. Sí, la poética de los labios como la de unos hombros desnudos; obsesiones en las que uno ahonda sin darse cuenta de que la obsesión se vuelve también objeto poetizable.
La mirada del profesor me vuelve a la seriedad del asunto. Hay que pensar en tópicos, en isotopías que permitan detectar cómo el artista ha echado mano de los recursos de la tradición poética y casi sin quererlo, o quizá porque hace tanto calor, llego a esos versos de Vallejo: pienso en tu sexo, simplificado el corazón y me lo encuentro lleno de isotopías del superyó y de la mitificación del erotismo ausente, y veo los versos pero no las isotopías ni las mitificaciones. Porque el poeta dijo “simplificado el corazón”; y si uno se simplemente simplifica el corazón, ¡pues piensa en un sexo y en los surcos prolíficos de la carne! ¿A quién se le va ocurrir que la isotopía vallejiana está enmarcada por las recurrencias verbales que aluden a un problema de sexualidad no resuelto cuando la imagen está ahí viva, palpable, húmeda y -discúlpeseme el neologismo- erectizante? Tanta isotopía frente a la mujer desnuda que imagino frente a mí, ofreciéndome ya no su carne sino su sola imagen -de haber sido la carne seguramente estas líneas nunca hubieran existido- sin disfrutar sensiblemente de ella es un rigorismo inhumano, o más bien un lujo intelectual que no puedo darme, no con mi beca de la Universidad, que me obliga a encontrar isotopías y mitificaciones en la carne viva de unos versos que me conectan con una vida que no tengo definida en absoluto, porque Vallejo también imaginó en su celda a esa mujer que lo ligaba con una vida que no podía tener en esa reclusión no sólo verbal, sino terriblemente real.
No me vengan a decir entonces que la poética debe entenderse nada más como un conjunto de recursos verbales y culturales de los que el poeta echa mano para conseguir “la forma artística”; no me vengan a decir que la poética no pasa por la vida o que nosotros no pasamos por la poética que cada cosa tiene: unos labios (ausentes o presentes), unas sábanas desordenadas, un atardecer o un simple caminar entre las estatuas automáticas que se nos van cruzando por la calle. Quien no sepa decir esto de la poética, que se ponga a buscar isotopías y quizá hasta saque un diez.