jueves, 17 de octubre de 2019

¡Dios!

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Para Ananta Krishna Das 


Se ve que eres bueno –dijo. No supe si sentirme elogiado. Por todas partes oigo hablar de virtudes que nada tienen que ver con la bondad, aptitudes para competir en el mundo, virtudes no. Que ella lo dijera parecía darle un significado distinto, esbozaba un proyecto de vida. Mucho esfuerzo, mucha competencia, mucho exigirse: resultados pobres. ¿Y si en realidad todo se tratara de ser bueno, si fuera lo único importante?
    Llanto ante una revelación que despertaba un recuerdo doloroso: "Eres un buen hombre… ¿y?" El abogado, el que le había cobrado al judío por meterlo a la cárcel para poder cobrarle de nuevo por sacarlo, despreciaba el esfuerzo de un hombre por mantenerse libre de culpas y remordimientos. Se le veía feliz junto a su mujer rubia, en el BMW convertible que lo llevaba al restaurante casi quebrado del hombre que intentaba ser bueno.
    El hombre falló en sus intentos de que el restaurante funcionara y, para muchos ojos, en sus intentos por ser bueno. Lo enterramos hace trece años y heredó todo lo que tenía: una lucha inútil contra los vicios sociales, una lista difusa de ideas, un montón de recuerdos violentos y contradictorios. Cualquiera que intentara ser bueno tal vez heredaría lo mismo. Llanto ante el peso de la herencia, un camino abierto hacia el fracaso que es necesario rehacer, casi sin herramientas. Herencia de pesadas expectativas, como si no fracasar fuera nuestra única obligación. La idea relativa del fracaso y la socialmente construida.   
    La conmovedora escena de una película araña la memoria, el centro del dolor. La bella adolescente, siempre tan lista e ingeniosa, se arroja a la cama gritando “¡No sé cómo vivir!”. Reconocemos lo perdidos que podemos estar, lo perdidos que ya estamos a falta de ataduras y decálogos.
    La memoria también nos conecta con espacios antiguos, conecta espacios remotos. Rostros que son espacios habitables y cambian con el paso del tiempo. Rostros que renacen y se rebautizan, que viajan y vuelven cambiados. Preguntas en el templo por Alexiss y te ven con descalificación. Corriges: Ananta, y entonces entran a buscar a Alexiss, el nombre con el que asocias el rostro que abre los brazos al asomarse y reconocer el tuyo. Decálogos: bañar a la deidad con leche, miel y flores. Cantar hasta el éxtasis en una lengua ininteligible, el mantra. Oleadas de afecto y fraternidad en una idea común. No conozco a Sri Krsna, pero tampoco me ha dicho nada sobre la bondad, hasta ahora.      
    Después del llanto, el insomnio. –Ya estás grande, qué puto te oyes. Rostros recordados de los momentos en que nos sabemos perdidos y preferimos negarlo. Guardar el llanto para las horas solitarias, las horas muertas en que el cansancio del cuerpo nos inhabilita para más trabajo. Horas en que nadie nos mira, en que no buscamos nuestro reflejo en rostros ajenos y tenemos que mirar adentro, en el propio. “Se ve que eres bueno”, y entender que serlo te ha servido para maldita la cosa, que no serlo podría llevarte a cosas que no estás seguro de querer. “No sé cómo vivir”, un adolescente ya muy poco bello de treintaicinco años no conmovería a nadie en una película. Ya estás grande. Aferrarte a la idea de que ser bueno podría ser todo el argumento de la película. Dormir en el autoengaño de tener una vaga idea de cómo vivir.
    El insomnio, abrir el libro prometido. Esforzarse por corresponder al compromiso de una amistad en la que has fallado. Ananta recomendó empezar la lectura por el capítulo 18 al obsequiarte con lo que él tiene por más sagrado: Sri Krsna recomienda a Arjuna que no renuncie al karma por completo, sino que renuncie a sus frutos. Sannyāsa o tyāga: dos tipos de renuncia a los frutos, o a los frutos y al trabajo en favor del ejercicio de la caridad. No acabo de entender, pero algún tipo de paz me trajo la palabra, tal vez la tentativa de cumplir un compromiso. Duermo. Ananta está por tomar el avión de regreso a la India. No volveré a verlo en muchos años. Quizá lo he decepcionado. No sería la primera vez, o quizá sí. Ananta y Alexiss no son la misma persona. Lo dijo él en la fiesta del templo. Algunos vamos más despacio hacia el mismo destino. Algunos vamos y ya.
    Si este domingo tuviera que confesarme, apenas diría que he bebido un poco de más el fin de semana, pero eso no me remuerde la consciencia en absoluto. Ni siquiera lo percibo como un exceso. Tomaría comunión sin cometer sacrilegio. Mi alma está en paz, pero en ciertas instituciones no es el alma de uno la que decide estas cosas. Por eso no me confieso ni comulgo, no voy a misa. Tampoco me remuerde la consciencia por esto.
    Baño a la deidad e intento conectarme con el sentimiento profundo, con el éxtasis de los que cantan alrededor mío. No logro sacudirme la curiosidad de etnólogo con la que entré al templo. Canto, me muevo un poco, me preocupo por mi acompañante que debe estarse cansando. Al mismo tiempo trato de entender. Escucho a Ananta explicar los pormenores del ritual. Sus profundidades. Es tanta mi carga que no logro entender nada. Es tarde también. Salgo del templo sin participar del banquete, no comulgo. La búsqueda abre el camino, pero hay quien se detenga demasiado en él. Hay quien necesita respirar.
    La poeta guapa, mi acompañante, va también por curiosidad etnológica. Me recomienda un libro de poesía. Confiesa estar entrando mucho en este asunto de la religiosidad oriental. Abro el libro y leo: “como el Danzante vagabundo, mendigo el sustento, el sueño de una realidad suprema”. Me choca de inmediato la idea de la señora rica que viaja al Oriente para mendigar sueños, jóvenes de clase media que van al Oriente a construirse un sueño. Es mucha mi pobreza pecuniaria y espiritual, supongo. “Pon atención al texto, no a las ideas alrededor”. Es verdad, es una buena poeta esta señora rica. No le quito mérito, triunfó en la vida. Ser buen poeta tampoco implica ser una persona buena.
    Dios, idea lejana. Lo más reconfortante en esta búsqueda ha sido aquella frase inicial: “se ve que eres bueno”. Me lo dice alguien a quien no le pasa por la cabeza irse a la India, que tal vez nunca abra un libro tan complicado como el que Ananta me regaló. Lo paradójico es que no tenga ningún problema para creerle, pues a pesar de conocerla poco, intuyo que me ha hablado siempre con la verdad. Una Verdad que no sueña con realidades supremas y es feliz con el sol, las olas del mar o un par de zapatos. Entonces cometo el pecado de envidiarla y entiendo que no tengo remedio o estoy en un tramo demasiado enlodado del camino.
    Se ve que soy bueno, pero tal vez no lo soy. Habrá que preguntar a los amigos decepcionados, a las exnovias que dejé atrás, a los alumnos tratados con insuficiente tacto. Quizá tampoco soy tan malo. Los decálogos intentan configurar seres perfectos compatibles con ideas de lo absoluto. En el camino de la Verdad me he encontrado con la diversidad. Es cierto que hay verdades subyacentes, más profundas, pero los modos de ser y hacer me obligan a dudar de lo absoluto. Relativismo y posmodernidad –dirán. No encuentro cómo negarlo. Al final, mi bondad se reduce a la apariencia. Igual sólo es la cara de pendejo, y quizá serlo tampoco esté tan mal. El problema es este último balance: bondad y pendejez en los extremos de la misma ecuación. Busco a Dios y me es más fácil encontrarlo en nimiedades relativas que calibrando la balanza. Es que tal vez no he terminado de renunciar a los frutos. Es que tal vez estoy hablando demasiado de mí mismo. Soberbia… Dios sabrá perdonarme una vez que lo encuentre.