lunes, 24 de noviembre de 2014

Cuesta Indios Verdes



Nos gustaría que el país no se cayera a pedazos, que no hubiera manifestantes. Pero nos gustaría más que no hubiera detenidos, ni escándalos internacionales, ni crímenes de lesa humanidad ni desapariciones.  Y en medio de las consignas y las sirenas, en el debate entre la acción y la apatía; el descontento y el temor, algunos seguimos leyendo. Podemos sentirnos culpables por no haber sido abogados y, en vez de leer cómodamente, estar sacando  a los presos políticos de las cárceles, acción sobre pensamiento en tiempos donde actuar se va volviendo más necesario. Pero hemos elegido esta vida: se nos cruzan libros y realidades.
Ante el fervor de las movilizaciones, creo en la gente. Cuando en medio de una marcha veo la ciudad volcada sobre las aceras, aplaudiendo y apoyando, creo en la gente. Está ahí, dando muestras de vida, luchando.  Viajo a casa de mi madre,  alejándome del sur de la ciudad. Llego a Indios Verdes, la estación de toda la vida. Las caras de los vendedores, sus gritos, las multitudes apiñándose para tomar el autobús, sus miradas, su revisar los bolsillos, sus tacos en puestos nauseabundos, su mercancía china que no sirve para nada; hostilidad y salvajismo.  Tan hundida está la gente en su miseria que olvido la esperanza. A cualquiera de estos le das diez mil pesos y te mata al cabrón que le digas. Soy injusto. 
Por fin abordo el autobús y vuelvo a abrir la novela. Luis Martín-Santos y la España de la dictadura, donde palpita, como hoy, el submundo de las chabolas, ése que infecta cuanto toca. Mejor alejarse de ellas, dicen los medianamente acomodados, los trabajadores de corbata obligatoria que difícilmente han salido o van a salir de ellas. Arranca el autobús y sube una cuesta. Al bajarla se acaba la ciudad y se entra en las chabolas chilangas. La sierra de Guadalupe poblada hasta el copete en algunas cumbres; su condición de reserva ecológica sólo la reserva de brindar servicios públicos en los asentamientos irregulares donde Muecas, Cartuchos y Floritas de piel morena viven sus dramas particulares: San Juanico, Caracoles, La Presa, Ticomán, El Risco –donde se bajaron los asaltantes la última vez que me tocó–, suburbios que ya son ciudades y procrean sus propios suburbios.
La marcha es lenta, la raza mucha. Es como si la miseria se empeñase en subsistir o dominar el terreno. No hay esperanza, entonces. Sólo una muchacha lee en el autobús, alcanzo a ver el título: psicología barata, coaching disfrazado de conocimiento. En vez de tren suburbano, carretera de doce carriles. Coche por persona, cada uno un logro personal a pagar mensualmente durante cinco años. Ser alguien en la vida, ocupar un espacio en el carril, un cajón de estacionamiento en los suburbios de los suburbios.
Dejar de mirar por la ventana. Volver al libro y encontrar este párrafo:

No saber nada. No saber que la tierra es redonda. No saber que el sol está inmóvil, aunque parece que sube y baja. No saber que son tres Personas distintas. No saber qué es la luz eléctrica. No saber por qué caen las piedras hacia la tierra. No saber leer la hora. No saber que el espermatozoide y el óvulo son células individuales que fusionan sus núcleos. No saber nada. No saber alternar con las personas, no saber decir: «Cuánto bueno por aquí», no saber decir: «Buenos días tenga usted, señor doctor» Y sin embargo, haberle dicho: «Usted hizo lo que pudo».  

El personaje de las chabolas puede salvar a un don, inocente pero torpe, de la cárcel. En su ignorancia absoluta, en su pasado de violaciones y hambre, en su presente de muertes y golpizas es capaz de discernir lo correcto para evitar una injusticia. La ficción se torna esperanzadora: si se puede pensar, ha de poderse realizar.
Un grupo de jóvenes (no pasarían de 15, ni de 17 en edad) recorrió los 2 kilómetros de camellón verde con pista para corredores de un suburbio medianamente acomodado. La calle desierta hacía resonar sus consignas. Yo leía, pero salí a verlos. Una patrulla pasó muy cerca de ellos, intimidatoria.  Los chicos no se arredraron. La patrulla siguió.
Me busqué a esa edad en el recuerdo: la PFP había entrado en la UNAM, cuando la huelga de 99. Mi iluso padre me inscribió a un bachillerato privado que nunca terminó de pagar (salvo que su vida hubiera sido el pago). La ilusión era contagiosa, porque yo creía en aquel entonces –si es que creía algo– que ese mundo nada tenía que ver conmigo. Las lecturas de La familia de Pascual Duarte y Cementerio de automóviles me acercaron un poco a la realidad.  Entonces supe que quería estudiar Letras, que quería ser parte de la Universidad Nacional. Para conseguirlo tuve que subir y bajar muchas veces la cuesta de Indios Verdes, reconocerme parte de los suburbios donde habitan millones de esas personas en las que no puedo resignarme a descreer.
Los escuchaba alejarse por el boulevard: “si somos la esperanza de América Latina” gritaban. Me vería ridículo a mis 30 años entre ellos. “Aquel que nunca fui viene a llamarme/ al corazón y viene a entristecerme” –dice el poeta, español también. Fui un adolescente muy distinto, pero cómo me hubiera gustado ser como ellos, tener 15 años menos hoy, por una hora, y realizar ese acto inédito en la historia del fraccionamiento, acción pequeña y necesaria, como la de ese personaje literario en Tiempo de silencio, mujer analfabeta y descastada, incapaz de permitir una injusticia, aunque la novela haya de terminar mal, de todas formas, como pasa siempre con la Historia.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Para un Tiempo de silencio




Podría ser mi formación como lector, el exceso de Edmundo de Amicis durante mi infancia, los sermones dominicales duplicados en la misa y en la sobremesa… pero cuando leo novelas, pese a formalismos rusos,  estructuralismos franceses, deconstrucciones, pragmáticas y culturalismos, la nervadura viva, la gozosamente dolorosa sigue relacionada con cuestiones éticas y morales. Cuando leo desmoronarse a un personaje, cuando titubea, cuando gana sus pequeñas batallas individuales que le dan significado ante el mundo, es cuando siento con más vigor que estoy leyendo en serio. En esos momentos la literatura recobra toda su importancia y me devuelve una respuesta -quizá tenue, mas respuesta al fin- del por qué me he dedicado a esto. Porque sí, Todorov y Derrida, Ricoeur y el incómodo Said, y Zohar… sí, hay que aceptarlo: a veces leo y poso la mirada en la estructura, en los espacios, en la ley del género, en el trasfondo de los colonialismos y las periferias, me asaltan impulsos deconstructivos. Reconozco que no siempre es accesorio: los buenos textos entretejen de manera natural todo lo que la ciencia literaria ha conseguido analizar, un lenguaje asombrosamente innovador o bien cuidado los sostienen, pero la médula, el verdadero tuétano lo sigo encontrando en esas preguntas que ninguna ciencia o teoría han logrado descifrar: ¿Quién soy? ¿Qué rumbo tomo? ¿Qué siento en realidad? ¿En qué me estoy convirtiendo?
     La individualidad de los personajes, la humanidad viva que nos hace sentirlos a nuestro lado mientras leemos se expresa en estas preguntas carentes de métodos o ciencias. Su particularidad y casuística los hacen huidizos a todo intento de sistematización, y entonces hay que recordarlos uno por uno con nuestra limitada memoria. Son personas que los autores nos presentan, viejos conocidos (con la experiencia, también los autores se nos vuelven viejos conocidos) que entrañamos o detestamos por sus dudas o sus actos; podemos hacerlos nuestros o verlos de lejos, según nos convenga; personas que tarde o temprano caen en encrucijadas. Nos movemos con ellos en la medida que sus actos (de pensamiento, palabra, obra u omisión) nos causan simpatía o repulsión, en la medida que sus tensiones se hacen nuestras.
     Con todo y su “barroquismo verbal” –a decir del prologuista- un pasaje de Tiempo de silencio ha detonado estas líneas. Pedro, el protagonista, científico de medio pelo, se encuentra en una reunión de societé, que no frecuenta. Trata de adaptarse, de encajar; no puede: 

Simplemente tiene que decidir ser como ellos, ir al fruto, adherirse, asimilarse, cargar con la nueva naturaleza. Pero no quiere. Sufre porque no quiere. Sufre porque se obliga a sí mismo a despreciar lo que en este momento –miserablemente- envidia. ¿Pero desprecia este otro modo de vivir porque realmente es despreciable o porque no es capaz de acercarse lo suficiente para participar? ¿No es más que un resentimiento de desposeído o su moral tiene un valor absoluto? ¿Si está tan cierto de que lo que él quiere ser es lo que debe ser, por qué sufre? ¿Por qué envidia?
Paso muchas horas en las redes sociales leyendo, básicamente, noticias nacionales. Frente al horror de la sangre, los desollamientos y la muerte; frente al descontento y la represión; inmerso en un país que se precipita al caos pero que no deja de ofrecer fines de semana prometedores de felicidades en forma de rebajas, me pregunto si envidio o si estoy tan cierto de lo que soy. A diferencia de la Salambona de Reyes, yo no sé a qué sabe: no sé a qué sabe el dinero ni la musculatura, ni el cuerpo de las hembras selectas, ni el triunfo, ni la sangre de los machos vencidos. ¿Y si una vez probado me gustara? ¿Y si luego de correr un BMW quiero un Ferrari, yo, el que anda en bicicleta para no contaminar, para no estorbar, para ser sano y tener una ciudad más humana? ¿Y si una vez probadas, les tomara el gusto a las putas caras, yo que no me atrevo ni a tocarlas, por tratarse de desconocidas, por creer en la dignidad de las mujeres? ¿Y si por sentir, como una droga, el golpe de testosterona o el autocontrol de la adrenalina, matara, tras desollarle el rostro, a un estudiante?
     Toda esa literatura de la experimentación formal se vuelve hueca frente a las preguntas íntimas del ser humano que plantean los novelistas brillantes. Valdrá, sí, para la historia literaria, pero bien claro ha dejado ya la Historia que buena parte de su ocupación consiste en registrar y relatar barbaridades. Con todo, Luis Martín-Santos cumple la doble misión de plantear estas cuestiones y entregar una novela de gran valor formal. El mismo prologuista que habla de “barroquismo”, seguramente influido por los estudios sobre narrativa hispanoamericana,  dice que se trata –en estrictos términos formales- de una novela que marca un antes y un después. No me atrevo yo a darle razón en eso, porque desconozco mucho de la historia -con varias líneas ya escritas- de la novela de Posguerra española. Pero sí puedo decir que de las muy pocas novelas que leído (con suerte serán trescientas) no había dado nunca con algo parecido.  
     Y pienso en la historia y pienso en la Posguerra, en la Dictadura y sus barbaridades; y me veo leyendo aquí, escribiendo en medio de esta dictadura y sus barbaridades, y me esperanza saber que del dolor de un pueblo nacen grandes obras, que los dolores pasan y que, aun disfrazadas de barroquismo, las voces no silencian, aunque sea Tiempo de silencio y de rabia, de apretar los dientes.  

lunes, 3 de noviembre de 2014

Cumpleaños y calaveritas



Hoy no tengo nada de qué hablar, o tengo demasiado y mal organizado. Es más probable. Ayer cumplieron años dos de mis colegas más apreciados y aunque los felicité por convención, volví a la pregunta que me hago cuando cumplo años: ¿por qué merece celebración cada año de vida? Un relato de Sinasi Dikmen (viene en una antología, no conozco más del autor ni me quiero hacer el interesante) me hizo darme cuenta que es un asunto cultural. En el relato de Dikmen, el nacimiento de un hijo en el medio rural turco es algo tan natural, que no se guarda. Hay una fecha de registro, sí, pero no de nacimiento.
     Desde este lado del mundo me pregunto por qué hemos de celebrar algo que no pedimos, o que nada tiene de excepcional. ¿Qué valor histórico tendría mi nacimiento para el mundo, si es que llegara a formar parte de la historia? Porque los pobres no nacemos para la historia, los seres grises que no sabemos de qué hablar cuando empezamos un texto vivimos una rutina que los propios animales abominarían. Pero sin hitos y registros perdemos la historia misma, perdemos el rumbo. Ahora que estamos en celebraciones fúnebres y coloridas, ahora que, simultáneamente, tampoco tenemos nada por celebrar es cuando la historia se plantea como necesaria, y los cumpleaños son cortes de caja. No saber de qué hablar no implica falta de materia, sino quizá una sobreabundancia, como cuando hay que escombrar la habitación y vemos desorden por todos lados: no sabemos por dónde empezar, todo luce problemático.
     Si mis amigos no hubieran cumplido años, este texto sería una cosa diferente, habría retomado cualquier otra vivencia o preocupación cotidiana y estaríamos hablando de bicicletas, de cansancio, de política e indignación, de cualquier otro asunto. Pero se atravesó el corte de caja y esto es lo que tenemos. De los cumpleaños de los amigos salto al mío, a mi disgusto por la vida o a mi relación contradictoria con ella. Porque veo estas celebraciones coloridas o me veo pedaleando días atrás hacia un pueblo lejano para salir de la rutina y asistir a la celebración de Muertos. Tampoco la muerte me gusta, y menos ahora que está tan abundante, tan sonriente, tan gratuita.
     En el fondo de su lago va cobrando fuerza. Acabo de leer el texto de un amigo (que no cumplió años ahora) y habla de cómo vivimos en un gran estómago y recuerdo algún análisis periodístico de la semana, donde se hablaba de un país que se hunde. La metáfora que el periodista empleaba era tal vez de arena movediza, pero la idea no se pierde: otro amigo (éste sí cumplió años ayer) prepara un poema sobre una ciudad fragmentada. No estoy seguro –tal vez él tampoco– si quiere referirse a ésta, pero la imagen de un lago que reclama su espacio y lo devora todo me gusta para el manto acuoso que subyace en la nuestra. Un manto fangoso y asfixiante, como la mano de la muerte que nos envuelve lentamente a quienes llevamos esta vida sin sobresalto ni esperanza, amable muerte villaurrutiana, para lucir la tradición. 
     Pero pienso también en esa otra muerte que llega rápida e inesperada, sin averiguaciones ni justicias: la de los accidentados y los asesinados. Esa muerte no está en el fondo, sino en la superficie y ni siquiera a nuestro nivel, sino que viene de arriba. Y me veo rodando sobre Tlalpan a todo lo que dan mis piernas y las de mis dos acompañantes; un automovilista ebrio nos alcanza. Olvidemos las culpas: algo superior a nosotros nos puso en el mismo camino, y la muerte cobró su cuota. No puede dejar de reír porque está descarnada, y esa injusticia que se le ha hecho a veces quiere desquitarla. Entonces va con la gente pobre y pone armas en las manos de unos, los llama fuerzas de orden; tacha de problemáticos a otros y los deja a merced de sus hermanos. Todos los días aparecen fosas nuevas, restos de gente perdida, de existencia gris y sin interés, de esa que no sabe por dónde empezar un texto, que cree que no tiene nada para decir. Las ciudades se construyen sobre esas fosas, los automóviles pasan sobre los cuerpos de los ciclistas arrollados. Quedan tan irreconocibles los unos como desaparecidos los otros. La única certeza –publicada en la primera plana del Gráfico o dolosamente silenciada– es que están bien muertos, con la pata bien estirada, pero ya no les duele, porque a los muertos no hay pedaleada que los acalambre. Les duele a los vivos: a ellos sí que les han arrancado de un guadañazo parte de la existencia.
     Ante las veleidades de esta muerte –que sí es súbita (no como la del fútbol) porque todos la esperan– la celebración de los cumpleaños luce, ciertamente, razonable. La azúcar que cubre esos pasteles que se han puesto de moda es casi tan sólida como la de las calaveritas de las ofrendas. Acaso sea un aviso, acaso la blancura del azúcar haga brillar nuestros huesos al fondo de la fosa. Da de qué hablar.