domingo, 15 de febrero de 2015

¿Y ya tienen dónde jugar las niñas?




Para el adolescente que yo era en 1997 la portada de este disco fue –de la mano con el contenido– la puerta de entrada a un mundo donde mi avidez por conocer corría pareja con la sospecha de su ruina. Ante el abrumador golpe de su éxito, las radiodifusoras redujeron la censura al recorte de las palabrotas durante la transmisión, porque era cosa sabida que esas canciones peladotas, obscenas y peligrosamente subversivas no eran, no podían ser del gusto de todos.  
     Que existiera un disco repleto de las palabrotas por las que a uno le reventaban el hocico en casa era una tentación casi agresiva para un chamaco de doce o trece años. Comprarlo o pedir a un compañero que nos lo grabara en un “casete virgen” se volvía obligatorio para quien no quisiera quedar al margen los acontecimientos. 
     En un mundo sin internet y con una cara de chamaco que, si bien no impedía que me vendieran el Sexacional de traileras, el de Colegialas e incluso la revista Curvas, me mantenía alejado del Playboy y otras publicaciones de tono y clasificación más subidas de tono y de precio, mis accesos al misterioso mundo de la sexualidad eran sumamente limitadas. En ese contexto, el último track: Quítate que ma’sturbas resultó una revelación: ¿orgasmos fingidos, pussy, checar el aceite? y el coro: ¿perra arrabalera, perra arrabalera? Hoy me resulta grotesco, insultante y hasta machismo sin chiste, pero en aquel entonces junto con el ritmo hip-hopero y bajo el entendido de que el primer campo de acción rebelde para un adolescente es el propio lenguaje, podía regresar en mis walkman la cinta una y otra vez para escuchar las mismas leperadas que ahora escucho por nostalgia y por el encanto del doble bajo.
     Cuando empiezo este párrafo, el doble bajo me trae desde la nube de Spotify el recuerdo de mi José Ramón, amigo mío desde primero de primaria, motivado por una de las canciones más pícaras del disco, Cerdo:

Le piace la pasta,
se mete tallarines
debajo de su almohada
encontrarás los tin-larines.

Y es que el rollo de la discriminación aún no sonaba tanto y uno era libre de burlarse a placer de los amigos gorditos, que en el momento justo se vengaban robándonos el lunch o aprovechando su peso sobre nosotros una vez que las burlas terminaban en esas peleas de secundaria que se olvidaban dos semanas después.    
     La violencia, que condenamos tanto los adultos hipócritas, era un medio de ser alguien, lo ha sido siempre, pero nos ha dado por ocultarla en público. Que se mostrara abiertamente en Más vale cholo sumida en un ambiente de trocas, cerveza, tequila, fiesta, muchachas ni buenas ni gachas, narcos, coches blindados, armas, pochos y peleas hizo del cholo un héroe para mí, y aunque sigo sin conocer Estados Unidos y aunque nunca me hayan comprado mis pantalones tumbados ni porté mi cadenita en el pantalón por si había guerra que, de haberla habido, seguramente habría sido el primero en huir, yo me sentía todo un cholo. Un violento y poderoso cholo de trece años capaz de balearse en cualquier bar de Sacramento para luego llegar a ver Dragon Ball Z con un vaso grande de Choco-Milk.    
     Y en el fondo de todo, más allá de los cholos, los balazos, las sucias prostitutas, y las mentadas de madre estaba la injusticia: Molotov, una banda de raíces más bien fresonas pero que había asimilado muy bien los lenguajes representados en sus canciones, levantaba la voz contra las mentiras de la televisión (Que no te haga bobo Jacobo), contra el racismo de los chicanos (Voto latino) y contra nuestro siempre querido gobierno (Gimme the Power). Esta última vertiente, que no estaba seguro de entender bien pero que me llevó a Ska-P, al Tri y a todas las bandas que de alguna manera mostraran su inconformidad a través de la música, me hizo darme cuenta de que si algo no quería yo era la Onda Vaselina, Jeans ni tampoco Oasis, de que no eran ritmos y empatía lo que buscaba en la música, sino gritos, rebeldía, algo con que paliar la autoridad omnipresente de mi padre y del sistema que lo hacía ser como era, lo triste de la pobreza que agudizaba mi choque con la realidad.       
     ¿Qué cuánto tiene? Escucho las primeras líneas de Gimme the power. Aparece la palabra “regente”. ¿Acaso alguien recordaba que el entonces Departamento del Distrito Federal tenía un regente nombrado directamente por el Ejecutivo?  ¿Alguien se acuerda de Oscar Espinosa Villarreal en tiempos  del Chupacabras, antes de las peje-sagas y las historias de amor de Rosario Robles? ¡Qué viejos nos estamos haciendo!   
     Eran canciones agresivas como la energía de un treceañero y sus conflictos de identidad que le hacen responder a los maestros, a la madre, buscar un lugar en la jerarquía masculina de los amigos con mayor acceso a hembras, que cada día era más urgente conocer. Entonces me veo en la alcoba de mi primo Alfredo, cerrando el disco, fascinado, tras ver los suculentos pechos detrás de la letra en inglés de Cocktail Molotov, para encontrarme con esa portada inquietantemente tentadora, inolvidable, donde la carne tersa y el uniforme propio de los chicos de mi edad acabaron por significar, en la oscuridad de esa entrepierna, el llamado urgente a la adultez y a un mundo donde lo único uniforme es la violencia.