viernes, 15 de marzo de 2019

Ensayar la ausencia



La ausencia es la mejor enemiga del lugar común, porque es un lugar común ella misma.
En esta ocurrencia, de la que tal vez no llegaría a inferirse nada, distingo una sucesión de palabras que quiere pasar desapercibida, pero resalta por su malogrado disimulo: ¿la mejor enemiga? ¿Existe algo como una escala de enemigos? ¿Cuáles son los más temibles?
El poeta joven, o peor, el joven poeta enamorado recolecta en los atributos de su amada los frutos más dulces de su poesía. Un dulzor empalagoso y torpe: se han escrito los versos más cursis sobre cabelleras y ojos, sobre manos y sonrisas y mejillas sonrosadas.
Quitémosle al poeta enamorado tales atributos de la vista. No es necesaria la muerte ni la traición, ni un viaje más allá del océano. Basta con mandar a quien los posee a un negocio ineludible al que no se le puede acompañar. Los poemas gustan cuando duelen.
Forzado a imaginar, en vez de cabellera dorada, el viento que la mueve; en vez de claros ojos, las horas oscuras; en vez de tersas manos, el áspero vacío que las contorna, los poetas amorosos abastecen su almacén de figuraciones de especies más exóticas, de amargores más extraños. Como cuando dejamos de ser niños y le perdemos el gusto a la leche azucarada en favor de un café de notas cítricas o una cerveza de frescura lupulada.
La poesía se colma, entonces, de la ausencia y nuestra vulgar tendencia a asociar lo poético con lo amoroso hace del lugar común un enemigo de los lugares comunes, porque lo más freceunte es escribir cuando el objeto del amor está distante. Encontramos en esos escritos el regusto de nuestro propio sufrimiento gracias al de un tercero, nos hermanamos en la conmoción de lo comunicado. Leer sobre las gracias de un amado ajeno nos impulsa a mantenernos lejos, avergonzados de habernos entrometido en otra intimidad intempestivamente: la pareja de recién enamorados ocupa en un vagón estrecho el asiento frente a nosotros. “No comas pan enfrente de los pobres” –dicta el adagio.
No es que nos guste sufrir, sino que la certeza de entender el sufrimiento genera un placer fraterno. Arena de imágenes ausentes, el vacío del otro se vierte sobre el nuestro. El dios Hermes entrega su mensaje y nos vamos con algo a casa.
Acaso es porque el ensayo esconde su ficción en la trama de sus sofismas, pero sé que corro el riesgo de haber dado a entender que quien escribe sobre amor en plena posesión no nos ofrece nada. No es tanto así: más bien me viene la duda de que el amor pleno pueda ser escrito, cuando vivirlo es demasiado superior y no hay quien prefiera rebajarse a la tarea de ponerlo en palabras. Es su terreno esa intimidad a la que, si alguien nos invita, es con una grosera generosidad que raya en la presunción y el lucimiento.
La ausencia, que es un lugar común, es la mejor enemiga de los lugares comunes. Es bien sabido en el arte de la guerra que los enemigos se vuelven aliados frente a amenazas de mayor envergadura sin que la enemistad original pierda su vigencia. ¡Qué paradoja! En el lugar común de la ausencia es donde mejor se combate los lugares comunes, donde más ricamente nos podemos comunicar: la plaza abierta de la ciudad a la que convergemos cuando nos le hemos fugado a los cerrados muros de lo íntimo.