viernes, 25 de mayo de 2012

Hasta oírla decir “estoy muerta de sueño”


Te advertí que si seguíamos así las cosas podían tornarse peligrosas. Tanto beso y beso, tanto  esconderse de la vida para encontrar la caricia doblando la esquina; exactamente así, como el grito de la estatua. Te lo advertí: llegará el momento en que sólo encontrarás el grito, el eco, el muro, el espejo; la sola solitaria soledad. Te lo advertí, pero seguías revolviéndote en las sábanas, llenándome las horas de dichas sin merecer y desafiando la ridícula debilidad de mis labios con la curva aguzada de tu mejilla. Todo era besar, besar, besar; más un tic que un beso, más un mecanismo involuntario que la expresión del deseo, porque eso son los besos: la síntesis labiada de un deseo que el cuerpo no puede aún darse el lujo de alcanzar o que, cuando podemos dárnoslo, preferimos evitarlo porque siempre están ahí las buenas costumbres, formas y conciencias que nos detienen, y porque también -aunque me hagas dudar con cada una de tus visitas- los cuerpos tienen sus límites y merecen algunos cuidados. El calor, el cansancio de mis años y de tanto indiscutible amor entre las agitaciones diarias de esta vertiginosa vida, la mullida almohada...
¿Cómo es una sombra de sangre? La estatua estaba ahí, revolviéndose en ella como tú en las sábanas azules, con la perfección monolítica de todos sus miembros, salvo los brazos rotos que ya todos conocemos por ausentes, pues como dice el poeta: “aun  la mutilación la haría más bella”. Encontrarla y sentir lástima, todo en uno; sacarla de su sombra y tapar la impudicia de su desnudez, por compasión, porque hace frío, porque qué dirá la gente de vernos por ahí, tan juntos por las calles con tus hombros desnudos y los restos de sangre que seguramente irán proyectándose sobre el asfalto. Imprevisiblemente me recuerda a una hermana perdida y que creí haber encontrado, pero su mirada pétrea e incolora aún me hace dudar; sonríe y se mira los dedos -¡Pero si no tiene brazos! -digo y empiezo a colocarlos sobre la mesa, sin preguntarme nada, como para una partida de dominó. Uno, dos, tres, cuatro... ¡cien! -exclamo la primera vez que los cuento. Se molesta, prefiere que le hable al oído, que le susurre suavemente todos mis pensamientos, y me hace contar de nuevo: uno, dos, tres, cuatro, cinco… cien -susurro, mientras la punta de mi lengua traza la forma del caracol en el fondo de su oreja; sonríe y me pide contar otra vez. Las fichas son infinitas y cuento cien veces cien, cien veces…
No me dirás entonces que es común encontrarse solo en una cama con un libro abierto de cabeza entre las manos, con el cuello torcido por la improvisada posición en que el sopor vino a encontrarme, pero sobre todo no podrás venir y decirme que es común soltar besos al aire, abrir los ojos y encontrar tan solo el eco desdibujado de tu rostro, el muro verde de la alcoba, la sola solitaria soledad. Y es que tú tienes la culpa de este sonambulismo besucón tan peligroso, porque me imagino en un vuelo de once horas, a Madrid o a Buenos Aires, con los ojos cerrados y soltando besos a los pasajeros, que se dan por aludidos y me miran con terror, cuando ya uno de ellos ha cerrado el puño.   

viernes, 18 de mayo de 2012

No me moleste, mosquito



Monterroso ha dicho -y de qué manera- que hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Estaba por darle la razón cuando un ligero escozor sobre mi pierna desnuda (en estas veraniegas tardes de ventilador y cerveza siempre ando de shorts) me hizo cuestionar esa tercera categoría. Vamos a ver: Monterroso, guatemalteco perseguido por dinosaurios omnipresentes, y familiarizado con todo el bestiario de nuestra tropical Centroamérica, no pudo pasar por alto a esos seres, unas veces reales y otras imaginarios, que nos pasean su zumbido entre la vigilia y el sueño, el cual difícilmente podemos consumar; al día siguiente nos descubrimos enronchados, rascándonos brazos, piernas y barriga, maldiciendo además por la ventana que se ha quedado abierta toda la noche.
A los mosquitos nos les hizo justicia Monterroso si es que los consignó al insultante cajón de las moscas, porque si, según él, ellas podrían transportar nuestras almas, los mosquitos se llevan nuestra sangre con todo el sacrificio que debe implicar aumentar varias veces de peso; son la contraparte material del transporte espiritual de la mosca.
Yo he descubierto la ambición de las moscas en su forma de frotarse las manos y ensalivarse el pelo de la cabeza; en los mosquitos, el tímido movimiento de una pata parece demasiado atrevimiento. Subestimamos de tal forma su pequeñez, que lo hemos condenado para siempre con el diminutivo que lo nombra, y le hemos creado un complejo de inferioridad por su humilde trabajo de mensajero entre sanos y enfermos. A estas alturas deberíamos ya reconocerle su peligrosidad: del dengue y la malaria que tan servicialmente nos transmiten han muerto, siguen muriendo y habrán de morir millones de personas en el diablo mundo; muertes, por si fuera poco, muy cuestionables éticamente,  pues tales muertos de ningún modo tienen relación con los nombres de la revista Forbes o las secciones sociales de cualquier periódico. No, el mosquito, o no tiene sentido de la justicia social, o está al servicio de muy sospechosistas intereses.
La mosca podrá defenderse con su velocidad, pero una vez bien ubicada es presa fácil; carece en toda medida del poder copperfieldiano con que el mosquito aparece en la más sana de nuestras venas, despegando el vuelo con su preciosa carga de rubí.
Pero en términos literarios todo es cuestión de canon y reivindicaciones: si para Monterroso, experto en dinosaurios, ovejas, monos y grillos, la mosca es uno de los grandes temas merecedores de antologías, estudios críticos y preceptivas literarias, también quiero reconocer el acierto de un grupo musical de cuyo nombre no quiero ni puedo ni me interesa acordarme, porque es de esos que viven más o menos lo mismo que los mosquitos, el cual señalaba que

pican con gran disimulo:
unos pican en la cara
y otros pican en el …
Cu…ando fui a corroborar la información, el buscador arrojó el ya conocido pero un tanto olvidado dato de que Jim Morrison, en uno de esos inspiradores momentos de creación más bien dionisiaca que lo caracterizan, arrebatado como rey lagarto en un trance de muy etílica debilidad, pidió clemencia al más injustamente tratado de los zumbadores de nuestra fauna alada: No me moleste mosquito, why don’t you go home?
Seguirá en pie el debate de la tradición literaria culta y la popular, parirán los montes, Monterroso seguirá diciendo que por si las moscas… Yo, por no tener mejor remedio, aguzo la vista, cierro la ventana y empiezo a cazar zumbidos con las palmas listas.

viernes, 11 de mayo de 2012

Un agujero en la alhambrada



Lo alcanzable: una pieza de Dizzie Gellispie interpretada por dos guitarristas forasteros, la mejor vista de la Alhambra a la puesta del sol, con una bandera portuguesa ondeando en lo alto de la torre que asoma a la ciudad. Es 25 de abril. Tal vez en una muestra de fraternidad, los españoles han colocado este pendón como un clavel que emerge entre la arena. Alcanzables también las decenas de turistas que se toman fotografías y abren sus ojos y bocas en oes unánimes.
Lo inalcanzable: la intocada blancura de Sierra Nevada, las nubes grises que la tornasolan, haciéndola ver rosada como un sueño irrepetible, las lejanas turbinas en las montañas de Algeciras y el vuelo de los vencejos.
Nunca he tocado la nieve. No sé lo que será caminar entra la blancura inviolada y profanarla; no sé si mis plantas serían dignas de algo así: acceder a las nieves eternas no ha de ser menos que acceder a la eternidad misma.
Lucen también inalcanzables las chicas granadinas que golpean el aire con sus palabras, las turistas europeas que tensan la atmósfera con su ofensiva belleza de cabellos rubios y piernas largas; incluso las calles de la ciudad parecen sólo alcanzables mediante el vuelo o el salto mortal. Aunque mis pies se plantan sobre estos empedrados, aunque escucho sus hostias hiriendo mis oídos y mis hombros vibran con el zumbido de sus lenguas inextricables, mi mirada no deja de posarse en lo inalcanzable. Podrá decirse que soy un soñador, un inspirado, un cursi –yo  mismo lo he pensado algunas veces– que no sé vivir la vida desde la altura justa, al ras de mis verdaderas dimensiones, que siempre estoy en las nubes. Pero esto ya se ha dicho tantas veces: ¿qué sería de la vida sin las nubes y sin las cimas y sin los atardeceres en el mirador de San Nicolás?
Sitios como éstos, los miradores, son puntos de unión. Para el turista bastará con tomar una buena muestra fotográfica: aparecer en cuadro con todos sus felices acompañantes y el paisaje al fondo, un pasaje más para la colección de cromos de la vida en tránsito, la vida ligada a la vida, pisar todos los sitios posibles de la Tierra, vivir de prisa e irse pronto, porque faltan más lugares por tocar. Pero en los miradores lo inalcanzable nos engaña con una accesibilidad y una tangibilidad que va más allá del “take a picture, right here” porque puede sentirse la absorción de su infinitud, no en los poros ni en los átomos mismos de la carne, sino en la esencia más profunda de lo que somos, lo inalcanzable dentro de nosotros mismos, tal vez las “medulas” que decía Quevedo, quien viene mucho a cuento en plena España, en la cumbre granadina, en el terreno y pisotado mirador de San Nicolás.
Los turistas pasan, se retratan y bajan lentamente las escalinatas profiriendo quejas sobre el camino y limitando sus palabras a “belleza”, “preciosidad”, “lovely”… Los entiendo: el vocabulario, los recursos del hombre para establecer contacto con lo inalcanzable son insuficientes, ridículos tal vez; hace falta paciencia, permanecer hasta que el sol acabe de caer y la noche nos cubra junto con el paisaje para obtener la integridad del momento único y hacernos partícipes de él; intentarlo al menos lo alcanzable de las experiencias inalcanzables.
Comienzan a despertar los faroles en Granada, los bares comienzan a llenarse de gente, de choques de cañas, de sonrisas y afables camareros; el camino de vuelta se alumbra para mí. Es mi última noche en España, los torreones de la Alhambra también se iluminan como en adiós secreto, la nevada sierra guiña su gran único ojo a la noche andaluza que me ha arropado por completo. Pronto volveré a perderme en el cálido hervidero de cálidas gentes del Anáhuac.        

viernes, 4 de mayo de 2012

Saudade da Pena


La costumbre de escribir a máquina hace ver extraño el tomar la pluma nuevamente y enfrentar al papel. Así vemos al papel desde lo alto, como a un paisaje desierto en el que irán germinando las palabras. Desde esta altura, la escritura se nos presenta como un balcón desde el que se domina el mundo, con el ansia y la seguridad de poder abarcarlo todo.
Estoy en Portugal, en la Torre Real del Castillo de los Moros, en Sintra; entre las almenas y los gritos en portugués de los restauradores y arqueólogos miro en la cima de una montaña contigua  el  Palacio de Pena con sus murallas rosadas y su torre amarilla, con su cúpula que corona azul las colinas y el bosque lusitano. Pequeñas salpicadas blancas y tejados bermejos se esparcen entre la espesura. Desde aquí dan ganas de ser rey y navegante. El Tajo y la ribera de Cascais rodean la tierra y expanden sus límites con un ansia de agua infinita. Anunciando el festejo del 25 de abril (es la víspera) dos jets pasan sobre las torres del palacio dejando sus estelas blancas sobre el azulejo del cielo.
Pese a los murmullos y el colorido abanico de los rostros de todo tipo de turistas, estoy solo, en una soledad de rey viejo que gobierna el caótico paisaje con solo sus palabras. Ante un paisaje así ¿vale más rendirse o afirmarse en lo que uno es? , pues tenemos el mundo a los pies, el dominio absoluto del panorama, como cuando se mira en un mapa el camino que ha de tomarse, todo luce claro, desde la altura podemos ver la continuación de todos los caminos y decidir con mayor seguridad. Por eso los reyes necesitan palacios en lo alto, los profetas se yerguen sobre las peñas y los poetas sobre las nubes.
A ras de tierra todo se nos agiganta y cada paso es una incertidumbre; temblamos ante los caminos que se dividen o ante obstáculos fútiles, perdemos la distancia ante las cosas y empezamos a necesitar de las brújulas. Podría convenirnos guardar alguna memoria de cuando fuimos reyes, profetas, poetas y mirarlo todo desde esa altura: tres balcones distintos para encontrar nuestro verdadero camino.
Por su parte, el enamorado, el fanático y el suicida también ven el camino claro, pero es un camino único e irrevocable que no conduce más que a un destino, además su itinerario es breve: requiere de pocos pero decididos pasos para realizarse, y ven cada uno el paisaje a conveniencia:
El enamorado puede ver en este balcón la perfecta tarde de amores: no habrá beso que supere al dado en estas alturas, en esta proximidad del cielo, como una posesión entre ángeles con el beneplácito del ser supremo.
Para el fanático la experiencia es similar: llegar a la altura y ver por un breve instante, que paradójicamente equivale a la eternidad, ese momento de gloria, la promesa cumplida y el Verbo, la Palabra vueltos carne y materia tangible. Es la participación de la divinidad como fruto de todos los sacrificios hechos en vida.
Para el suicida este lugar tiene el encanto de ofrecer la muerte inmediata; una muerte heroica, además: caer desde una almena como un guerrero enardecido, desde lo más alto, desde la sublimación de una vida que, más que por desesperación, se ofrece como sacrificio a los hombres, al universo. Una caída larga y excitante, llena de certeza de la muerte sublimada entre la excelsitud del bosque y la mirada milenaria de las murallas.
La encrucijada principal que se vislumbra desde las alturas termina bifurcada en un dilema ético y personal que aborrezco, pero que la lógica de la reflexión y la misma distancia respecto a la tierra me hacen divisar claramente: los caminos se dividen siempre según el modo en que los miremos y transitemos. La actitud puede ser de poeta, profeta o soberano, o bien, de enamorado, fanático o suicida: claridad u obnubilación, amor o desenfreno, gobierno o muerte. Son las sendas que nuestra actitud transforma o vuelve transitables.
Vuelvo a mirar el Palacio, es hora de partir. Quizá los transitables caminos del futuro vuelvan a traerme por aquí, y si no, el solo haber vivido y transformado esta vivencia en escritura quedará como testimonio, como invitación, o tal vez como un intento más de entender la saudade sin ser portugués.