miércoles, 24 de agosto de 2016

Despertador solipsista para un falto de fe



He estado regresando a leer este blog no por mi voluntad, sino por ese escaparate misceláneo que es Facebook –cometí el error o caí en la tentación de volver a instalarlo en mi teléfono–. Es curioso que al abrir la aplicación se nos obligue a ver algún recuerdo: fotografías, notas, enlaces compartidos que nos llevan de regreso a las huellas que hemos dejado sobre la arcilla informática del servidor. Y es triste, porque esta invitación a recordar y a compartir o comentar recuerdos desnuda la pobreza de nuestro presente: usamos el pasado como pretexto para generar información que no tarda en volverse redundante. Nos repetimos, somos copia y comentario del yo pasado, que no ha muerto pero no ha avanzado. Es mi caso, al menos.
     Estos regresos para mí son casi siempre un retorno a mi escritura. No me culpo ahora por haber atosigado a mis contactos con la publicación diaria de las entradas de este blog, cuyo abandono sería irrisorio seguir lamentando (tres entradas en más de un año, qué pena). Intento releerme como si fuera otro el que escribió esa entrada. No es fácil. Me descubro en los gestos y en las frustraciones, e inmediatamente asimilo la expresión de mi ex–periencia como algo significante. Si no escribiera tanto sobre mí, tal vez…
    Afortunadamente está también la impresión que causamos sobre los otros. Recuerdo de ese blog el compromiso, también abandonado –mea culpa– de leer a los demás junto al gusto de saberme leído. Un único lector tuve acaso, envalentonado tal vez por su obsesión lectora o impulsado por la amistad.
Pocas cosas han fortalecido mis lazos amistosos como ese acto recíproco de leerse. Este abandono del escribir ha pasado la factura del distanciamiento. La amistad se limita de nuevo a los actos cotidianos, a los encuentros rutinarios de la academia o del trabajo en conjunto, pero la sensación, quizá ilusoria de sentirse, si no comprendido al menos escuchado, queda relegada a los recuerdos que la red pone a nuestro alcance para señalarnos cuánto puede arrinconarnos el silencio.
     Releí una de mis entradas. Citaba un texto de Geney Beltrán: “la elección del escritor novato es creer”. La escribí un día, como hoy (que son los más del año) en que había perdido la fe. Me alenté escribiendo e intenté recuperarla, así como hoy me alienta el recuerdo amistoso de las lecturas recíprocas. Esta falta de práctica me ha vuelto más escritor novato de lo que era cuando escribí aquella entrada. Pero acaso mi poética es la del escritor frustrado que lucha contra su indolencia o las vicisitudes que no le permiten escribir como o cuanto quisiera. Estancamiento patético que se vuelve pretexto para repetir palabras en tiempos de retuits y plagios presidenciales. La creatividad anda muy escasa, se paga mal y es difícil reconocerla. Mucha charlatanería experimental mantiene ocupadas las prensas.
     Si he creído lo suficiente para no ver a los míos esta tarde, luego se juzgará. Pongo cada palabra con la cautela del albañil que no sabe si el siguiente ladrillo derribará toda la barda. Pero el imperativo de fe sigue ahí, en el pasado que la tarea programada por un servidor vino a hacerme presente.