sábado, 21 de diciembre de 2013

Números redondos

Para ordenar el mundo y los objetos, para facilitar las adiciones que no son más que la expresión del polvo que se acumula con los recuerdos y la experiencia, para hacer cortes exactos en el tejido de la vida informe, preferimos los números redondos.
Los preferimos en todas partes, para evitar la aritmética y la calderilla, las moneditas de cinco centavos que mi primo aventaba por las banquetas, cuando éramos niños. Hasta en el súper se aprovecha nuestra tendencia al buen gusto de la redondez y nos sustraen del bolsillo cantidades hormiga que luego se vuelven legión al declarar impuestos: toda nuestra caridad se redondea en la panza o en las valoraciones bursátiles a las que destinamos esas ínfimas cifras que hasta los pobres nos damos el lujo de despreciar.  El elegante gobierno capitalino, a fin de evitar las tropelías de las cajeras del Metro, decidió –con indiscutible imposición democrática– “redondear” de tres a cinco la tarifa, y en éstas y otras insustanciales demarcaciones de la vida, preferimos que todo cuadre, o más bien, se redondee para evitar orfandades y residuos. Entiéndase eso de la contaminación y las desigualdades.
Una cifra cerrada representa unidad, fuerza grupal contra las unidades sueltas y abandonadas a su suerte. Es la manada contra el individuo aislado que no se puede adaptar a la norma o que no tuvo la buena fortuna de nacer en el seno del grupo. Nos es más fácil recordar los números cerrados en un paquete de cien lunetas, o en un bloque paralelepípedo en el que caben mil informes mililitros de leche fresca. La Aritmética sabe bien lo fácil que es trabajar con costalitos de varios individuos, así como a la Historia le place hacer cortes por siglos y milenios: todos recordamos –al menos de oídas– la Guerra de los Cien Años pero nos cuesta saber lo que pasó en 1634, por ejemplo. Ayudándolo a estudiar, pregunté a un brillante alumno hace unos años, dos o tres (si fuera número redondo, lo recordaría), qué celebramos el 16 de septiembre y no me lo supo decir. No lo culpo. ¿Qué es eso del 16, habiendo veintes de noviembre y diez de mayo imposibles de olvidar?
No obstante, los paquetes abiertos tienen el encanto de la delectación individual de cada cosa y cada momento. Aunque un 20 de noviembre llame a la unidad de un pueblo olvidadizo, y se esperen las fiestas de centenarios y bicentenarios, las fechas particulares como un 12 de septiembre, un 18 de abril o un 23 de agosto suelen llevar significados personalísimos que sólo nosotros entendemos como hitos en la significación de nuestra propia experiencia. Si nos gusta la centena de lunetas es por el gusto de verlas todas juntas, enteras como un placer que se avecina; sin embargo, cada par, trío, cuarteta o septeta (¿existe la palabra?) de lunetas que cruje entre los dientes, el derretimiento individual del chocolate en nuestra lengua nos da una sensación distinta con cada puñado llevado hasta la golosa boca. Lástima, eso sí, del paquete que, una vez violado, ha esparcido a cuentagotas la centena que en principio contenía cien unidades contaditas de dicha por venir.
Mi padre colocaba sus fichas en torrecillas de diez cuando nos humillaba o engañaba jugando al póker o al rummy. Aprendimos a imitarlo; cada torrecilla era un garante de riqueza y el seguro de al menos dos partidas más. Podíamos paladear el gozo de agregar una torrecilla nueva a nuestra cuenta como pujábamos por prolongar la duración de la última, cuando nos veíamos obligados a deshacerla para pagar al tahúr en turno.  
Por  cuestiones prácticas, a un primo que cumplirá cuarenta años muy pronto le adelantamos el pastel. ¡Qué fácil y hasta estético es encender tan sólo cuatro velitas bien distribuidas entre tanto merengue y chocolate! Si hubiera cumplido cuarenta y uno, no hubiéramos sabido qué hacer, quizá hasta el pastel habríamos omitido. A él mismo no le habría importado que ese número de cumpleaños quedara sin celebración.

¿A dónde va éste? –se preguntarán. ¿Por qué los números redondos? La razón es simple, un mero aviso y agradecimiento para quienes han seguido semana a semana (o más esporádicamente) estas publicaciones, que a lo largo de casi dos años han luchado contra la monotonía, la falta de seso del autor, la irresistible tentación de hacer política y sobre todo, contra los accidentes no siempre pasajeros de la vida, como la pereza, la falta de asuntos o su exceso. A veces me he sorprendido por la cantidad de lectores que revela el sitio: ciertas semanas parece que me quedo solo y otras hasta me siento rockstar con tantas visitas y lecturas. Hemos llegado a cien, cien entradas, número redondo que traducido en cuartillas daría un bonito total, no tan redondo, de entre trescientas y cuatrocientas páginas escritas al calor de la vida, interior o exterior, que se nos va entregando con tal precipitación que a veces sigo pensando en la entrada de la semana anterior cuando ya me veo con la siguiente encima. Hay quienes dicen que la erudición, la originalidad y la meditación profunda cuando se escribe son  las claves de la realización literaria. Pero aspirar a la realización es como dispararle flechas a la luna. Para mí la escritura es un oficio. Probablemente haya llegado tarde a él y como aficionado, apuntando mis ideas de la semana como quien sube las fotos de sus fiestas a su timeline de Facebook. Aunque intente decir con palabras lo que la vida nos echa en cara con sus más fútiles paradojas,  Patidifusión es una timeline, casi un diario. No siempre hay paradojas fútiles, y no siempre se logra el intento de traducirlas a la moneda corriente de las palabras. Cuando un trabajo se disfruta, pocas cosas hay tan tristes como abdicar frente a las necesidades del mundo. Entonces hay que sentarnos a la fragua y martillar, forjar, doblar las impredecibles barras del lenguaje que no siempre se nos entregan igualmente, como la vida, que no siempre es uniforme.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Una gana ubérrima, política



El placer de la playa, el haber terminado un maratón, haberle puesto el punto final a una novela, entre otros hechos dichosos de los últimos días podrían ser el motivo para una entrada festiva; individualmente tengo mucho que celebrar. Sin embargo, las cosas no marchan bien. Me queda claro que yo no soy el mundo y que, siendo parte de él, marcho su mismo camino.
Tenía en mente un texto gracioso que jugara con el nombre de Isla Mujeres, donde estuve hace unos días, con el mito de las amazonas. Estaba casi escrito. Con todo, no puedo cerrar los ojos a cuanto se vive en mi ciudad, en el país. La Reforma Energética ha sido aprobada esta semana frente a los cada vez más impotentes defensores, ya no de los logros revolucionarios, sino de la soberanía misma de la nación. Las voces de quienes se oponen  a la desaparición de la autoridad de un, mal que bien pero aún existente Estado, no se dejan oír. Se ha encontrado la manera de silenciarnos. Sin atreverme a calificar la pureza de sus intenciones, me compadezco ante los gritos desesperados, desarticulados y vacíos de los diputados autollamados de izquierda que recurren incluso al escándalo del desnudo para llamar la atención sobre el grave “error”, premeditado por las altas esferas del poder empresarial, que se está cometiendo.
La insignificancia de estos gestos, la ridiculez del desnudo y el martirio frente a la turba de traidores deja clara nuestra indefensión: si un grupo de diputados no han podido frenar esto, los ciudadanos, aplastados, encapsulados por los escudos de la policía ¿qué podemos? Estamos a merced de los cómplices en un régimen todopoderoso cuya mejor arma es la simulación.
Televisión e imagen, futbol, devoción católica; alimento para perros amaestrados. Alguna vez se me habló del desencanto de la política, de la pérdida de toda esperanza. Todavía el año pasado la ciudad vivía el sueño de un poder aparentemente preocupado por la gente, lo suficientemente tolerante como para permitir que miles de jóvenes saliéramos a la calle a manifestar nuestro repudio, nuestro temor al histórico error que se avecinaba con la vuelta del “Partido Revolucionario” al poder. Todavía el año anterior soñé con democracia, con cambios, con la fuerza de la gente que despertaría. Bastó el transcurrir de éste para ver cómo el temor a la represión, la multiplicidad de las causas, la desarticulación de las luchas, son instrumentos aprovechados por quienes viven bien en medio de la deshonestidad y la avaricia; bastó un año para que los sueños y mi juventud se diluyeran. En la antesala de los treinta, soy un hombre desilusionado, tan cobarde, resignado y sin futuro como el resto de mi generación, prematuramente envejecida.
La ciudad donde algunos jóvenes nos permitimos soñar hasta hace poco ha dejado de existir. El “gobierno democrático” ha regresado a los años de la regencia, bajo las órdenes de la federación. Con los mismos salarios miserables, gran parte de la población tendrá que enfrentar una nueva tarifa del medio de transporte más importante de la ciudad para seguirse desplazando por el mismo inacabable trayecto. Trabajar para vivir, para poder pagar por seguir trabajando y seguir viviendo lo mismo, día con día, como un tormento al que debemos llamar vida. Esta semana muchos se han unido a “dar el salto” para manifestar su inconformidad, manifestación lúdica de poco impacto ante la solemne imposición de la tarifa, y la solemne expresión de nuestros rostros cuando busquemos en los bolsillos las monedas para pagarla. Porque esta fiesta del salto durará cuando mucho dos semanas, así como el esperanzador movimiento #Yosoy132 se apagó con la vuelta a clases, a la rutina diaria.
Estamos atrapados entre nuestras pequeñas comodidades que nos hacen continuar con nuestra vida y soportar una civilidad lejana e insignificante ante las motivaciones individuales. Porque nos han enseñado a estar aislados, a vivir en pequeñas burbujas de comodidad que encontramos en casa, en el televisor, en nuestros libros, en nuestro baño con agua corriente. La comodidad, la capacidad, por mínima que sea, del consumo, es la droga de la clase media a la que pertenezco. Ahí están mis libros, mi viaje a la playa el fin de semana, mi gusto por el deporte, mi necesidad de trabajar, el no saber el nombre de mis vecinos de la puerta de enfrente…
El Club América seguirá jugando, quizá le toque ser campeón una vez más. El futbol es la batalla épica mejor planeada por los guionistas de los medios, y los bares se siguen llenando. Quizá haya un gusto en simular que esas cosas nos emocionan, que las sentimos, un gusto por simular que estamos vivos y cuando menos podemos gritar “goool”, que es el único grito que no atrae los escudos y los gases lacrimógenos.
Me he permitido medio verso de un poema demasiado hermoso para el horror que acabo de escribir. No siempre es tan injusto el mundo como las palabras.

domingo, 1 de diciembre de 2013

En el justo medio



Algo de heroicidad, de ególatra complacencia hay en los esfuerzos propios que nos orillan a la acción y nos acercan al entendimiento; una necedad  que se torna milagrosa en cuanto alcanzamos y nos vuelve próceres sin importar que la nación para la cual nos volvemos venerables apenas esté habitada por nosotros mismos. El dolor de mis piernas y el sueño donde me adentro sin retorno, como una planicie uniforme sin referencias que nos orienten, son una seña inconfundible de que estoy alcanzando mis límites.
     Y sin embargo nada parece suficiente. Nos proponemos leer hasta tal página, escribir algunas líneas, dar cuenta de ciertos pendientes que nos disgustan pero sabemos inexorables y vemos como normal en enfurecernos cuando no lo conseguimos. Nos sentimos débiles, perdemos las virtudes sólo reconocibles ya en el pasado, esa instancia añorada como una serie de actos legendarios que nuestros vanos esfuerzos del presente nos hacen dudar si alguna vez los realizamos. Vienen las recriminaciones, las acusaciones de pereza y de estarnos llevando la vida con una comodidad que nos parece odiosa pero a la vez necesaria o cuando menos irresistible, pero cuál comodidad –nos preguntamos, y sentimos el ácido láctico pulsar contra los muslos y los antebrazos, escuchamos las frases enmarañadas en un intelecto débil, incapaz de penetrarlas y mucho menos de evocarlas y reproducirlas en un textos. Finitud y humanidad, envejecimiento; quizá exceso de metas.
     La vida que, repentina y justamente por sus comodidades, por su templada sumisión a la rutina, nos parece vacía, resulta estar plena; pero esa plenitud apenas si la vemos, obcecados por el objetivo que está más allá, por el paso siguiente. Para nadie, más que para nosotros es tan trascendente cuanto buscamos, desafío que hemos edificado contra el mundo y en el cual hay que vencer a costa de casi todo. Es más duro cuando ni siquiera sabemos qué nos impulsa a actuar y la neurosis deja ver su rostro cuando empezamos a sospechar lo irremediable de nuestra satisfacción. La plenitud sirve de molde al vacío.
     Pienso entonces en esos multimillonarios cuya ambición me asquea y me pregunto si no soy como ellos. De inmediato recuerdo mi batalla contra el sueño y mi derrota; saber que tengo límites me devuelve a las cuatro paredes de mi humilde recámara, percibo que tal vez no llegue muy lejos: gran parte de mis esfuerzos se vierte en mantener esta habitación y  otros tantos objetos que apenas alimentan mi vanidad. Hay un faltante, uno serio hacia el cual hasta hace pocos años me sentía encaminado. Estoy sin brújula. Según mis cálculos, he persistido en el camino que preví, pero ahora desconozco el rumbo. En medio del desierto es peligroso mover los pies si ladeamos un poco el cuerpo, necesitamos los crepúsculos para orientarnos, las estrellas que no sabemos ya leer y vemos todas iguales, pues no seguimos ninguna y en este mediodía que cae a plomo, llenando de blancura los cielos y la arena, no perderse es un milagro. Debo estar, aproximadamente, a la mitad de mi vida.
Tengo fuerzas, pero siento la fatiga. A veces sueño con oasis y casi siempre los ignoro para no perder mi rumbo. Parecen tan reales como mi sed o las tormentas que me hacen tumbarme y apuntar con mi cabeza adonde me dirijo, porque al levantarme la duna de la izquierda habrá desaparecido, y los cactus que se erguían a la derecha quedarán cubiertos. ¿Qué seguir entonces? Y entonces Machado: “cada cual el rumbo siguió de su locura”. Me levanto y corro, kilómetros y kilómetros; la vista sobre páginas y páginas, nunca tantas como quisiera, pero así son los días en estas planicies infinitas sin senderos.
     Una corriente de aire fresco anuncia el crepúsculo, el cielo se va encarnando. Si hemos caminado errados podremos corregir el rumbo. El tiempo perdido se vuelve intrascendente ante la infinidad de la llanura; el pasado, mal que bien, ya es nuestro. ¿Quién me ha puesto en estos pasos? No es momento de preguntas. Pronto vendrá la noche, el sueño, las estrellas fugaces de las ideas que no logramos llevar a papel. Tendremos que conformarnos con esta bitácora. Vendrán la noche y las interrogantes, quizá el fuego y unos sorbos de agua con el alba y el rocío de nuestra piel. ¿A dónde vamos? ¿Por qué seguir caminando?
     El sueño nos ha vencido. También es una planicie: todo lo que vemos en ella se desvanece en cuanto abrimos los ojos. Si por ventura recordamos algo, nos apuramos a anotarlo en la bitácora, perfectamente conscientes de que no es igual a lo que vimos. Nos levantamos y sentimos el cuerpo aún ágil, pero cansado. No sabemos cuánto hemos avanzado, nos enfurecemos porque nunca parece suficiente. ¿Cuánto faltará? Última pregunta antes de que amanezca y nos encontremos de nuevo ante la uniformidad del día.
     Debo estar, aproximadamente, a la mitad de mi vida.           

viernes, 22 de noviembre de 2013

Dos veces en el mismo río



Porque no sucede nada, porque así es la vida. Una tarde ordinaria de trabajo entre risas y uniformes que pasan cerca sin ser nuestros. Cansancio de fin de semana, proximidad del reposo y de la mente dispuesta a despejarse algunas horas. Murmullos, pasos que se reflejan en la pantalla mientras escribo. Me integro por medio de la imagen que me llega de rebote desde la realidad hasta el espacio electrónico en el cual me evado de ella. Miradas encerradas en pequeños círculos alrededor de las mesas. Imposible saber por qué se curvan las sonrisas o brincan las cejas queriendo escapar a la circunferencia de las caras: no escucho, los audífonos me rebosan de una música que pasa de lado como un río, mientras voy dictándome a mí mismo las palabras. No hay emociones ni eventualidades dignas de alterar el curso de la neutralidad. Ejercicio de observación, me digo, y decido colocarlo en la página. Está la tentación de recurrir a la memoria literaria y hablar de Alfonso Reyes y su indio Jesús, de su silueta diseminada en la ficción, en la memoria de un lector que se empeña en ver cómo pasa la vida, de un escritor atento a capturarla como la lente que se desdobla hacia adentro del diafragma y del disparo, hacia la mirada y las ideas de quien escribe. Porque no sucede nada, en realidad, ni denunciable ni encomiable, digno de atención.
Todo, mientras tanto, se sostiene. La televisión encendida en la cafetería escolar, ignorada por todos, afortunadamente. Las mismas imágenes melodramáticas. Momento de calma entre los trabajadores del comedor sin clientes, al menos en este desierto instante de la tarde. Porque se puede escribir sobre absolutamente nada, sin intención de buscar más allá de la vida que se deja vivir por nosotros tal como nos ha tocado en suerte. Me mudo en busca de una postura más cómoda. El resultado no me favorece. Insignificancias como una velocidad de red que se entorpece distraen me atención y me obligan a cambiar la música para evitar demoras. Que corra como un arroyuelo, que silencie al mundo y sus signos vacíos (para mí vacíos, pues ni siquiera me están dirigidos).  Alguna vez hablé del correr como una huída; no sé si la escritura se encuentre en un caso semejante. Me preguntaba sobre el caso que tenía, porque finalmente se vuelve siempre a casa, al mundo, a la horas como ésta, absolutamente vacías, semejantes a sí mismas, a las gotas disueltas en el torrente de la cascada que vuelven a agruparse bajo superficie tensa, confundida.
Empiezo a sentir el freno. La inercia, el impulso inicial de la escritura ha topado de frente con el vacío de la temática. La pared reticulada de adobes se mantiene firme, las ondas del televisor irradian hacia la excusable tarde. Alguien se ha sentado en el sitio donde estaba hasta hace unos momentos, se colma con un olor de queso derretido que me hace pensar en mi cuerpo, en la hinchazón del vientre por haber comido demasiado, en los problemas que podría acarrear en cuanto empiece la clase. La hora se acerca y al momento paralítico de inactividad habrá que agregarle la cuota diaria del trabajo, del deber. Para que el muro siga en pie, para poder sentarme en tardes como ésta a escribir, aislado y silencioso, habituado a su presencia y a su condición de muro. El escote de una chica que se levanta a saludar atrae mi mirada. Algo se ha movido dentro de mí, pero las palabras siguen fluyendo, porque el instante capturado se disuelve en la corriente, porque en su sonido siempre refrescante nos empeñamos absurdamente en cambiar de cauce. ¿Es que me siento derrotado?
No me gusta que la escritura empiece a volverse análisis, no me gustan las voces que se han acercado demasiado a la membrana de soledad y concentración que levanté alrededor de mí mismo. Parece ser la señal. La hora se acerca. Han subido el volumen del televisor. Empiezo a percibir la agitación de las personas. Los alumnos han salido de las aulas. Ha terminado su clase y es mi turno. Tengo que jugar a que sé cosas, a que pasan cosas en el mundo que vale la pena recordar. Puede que sí, puede los recuerdos se integren al flujo finalmente. ¿Qué será entonces de los textos que captan instantes vacíos, de las radiografías de tardes como ésta en las que parece que la realidad nos muestra la frialdad del esqueleto?   

lunes, 18 de noviembre de 2013

"No era una monjita que hacía rompopes"




Cuando se trata de aniversarios y homenajes suelo ser un poco lento en tomar parte. Si los cumpleaños de los vivos no me parecen motivo suficientemente festivo, debe ser aún más drástico el caso de los adelantados. Sin embargo ha caído bien el aniversario con la programación de mis cursos escolares, con lo contradictorio de estos tiempos y hasta con otra palindrómica musa que lleva varios meses intrigándome con su ingenio.
No quiero decir de sor Juana lo que sabemos todos. Tampoco me interesa hacerle el panegírico que su figura merece o intrigar como han hecho varios estudiosos sobre su vida y sus motivaciones. En todo caso me gustaría bosquejar la imagen que se me ha ido formando de ella a través de mi experiencia con sus lecturas.
La primera confesión, que ha de servir para que el lector juzgue con qué clase de pelmazo se las está viendo, es que todos mis intentos por leer –y sobre todo por comprender– el Sueño han sido tan vanos como este engaño colorido. No he dado con la edición anotada –o con la suficiente fuerza de concentración y voluntad– que me permita leer en un cristiano del siglo XX ese portento de la lírica, espanto de legos y tesoro de sabios. Ya puedes saber, lector, si valdrán los tres o cinco minutos que te lleve leer este relato.
Como nos habrá pasado a todos, la primera vez que escuché el nombre de sor Juana Inés de la Cruz, venía éste adherido a los títulos de Escuela Primaria o Biblioteca Pública. Después vendrían los ecos vagos de la pomposa palabrería de algunas maestras de primaria, obligadas seguramente a decirnos algo sobre ella. El para mí inexplicable sobrenombre de “la décima musa” llegó a mí por ahí del quinto grado de primaria, cuando tuve que comprar la indispensable biografía de la papelería Arcoiris para ilustrar alguna tarea.
Aunque fui lector desde niño, mi incompatibilidad con sor Juana se vio fuertemente estimulada por mi feroz filosofía del club de Toby, según la cual cualquier cosa hecha por una mujer tenía que ser producto de una locura o una brujería, pero sobre todo por esa brillantísima afirmación de mi padre (cuyas secuelas sufrí hasta la licenciatura), quien postulaba sin temor al error –él nunca se equivocabaque “la poesía es para maricones”.
Curiosamente, el interés por la poetisa me lo despertó mamá, de la mano de una moneda de mil pesos, donde ella aparecía como Juana de Asbaje; a mis preguntas respondió con los imprescindibles versos de los “hombres necios”, adosados con algunas lecciones de ese feminismo que ella seguramente ya enarbolaba como grito de guerra contra su fallido matrimonio  (ya imaginarán ustedes el marido que resulta de una afirmación como la antes citada. En su defensa diré que de él me vino la afición por la lectura, en general). Sin embargo, la admiración de mi madre por la monja, conjugada quizá con las salvajes resonancias del apellido Asbaje, despertó mi curiosidad, que había de quedarse en stand by hasta muchos años después, mientras la adolescencia con sus barros, su onanismo y baloncesto calmaba sus punzadas.
Poco decir de los profesores en el bachillerato lasallista, donde el director terminó improvisadamente fungiendo como profesor de literatura mexicana y no hacíamos más que hojear el libro de texto. En la licenciatura, ya tortuosamente ascendiendo por el camino de las letras, me encontré con un profesor cuya máxima aportación a mi conocimiento de sor Juana fue decir que “no era una monjita que hacía rompopes” mientras sacudía golosamente la papada, además del hecho de haber citado los trabajos de Paz y de Alatorre. Se le dedicaron un par, quizá un tercio de sesiones, de esas en las que lo mejor es leer el texto e ignorar los ruidos exteriores en los que, por supuesto, debe incluirse la jerigonza del “doctor en letras”.
Poco antes del insigne curso, mientras caminaba entre los patios de la Facultad, una chica se me acercó preguntando mi nombre. Mi respuesta le sirvió para constatar que era yo a quien el sobre azul que llevaba en su mano estaba destinado. Carta de alguien que quizá llegue a ser la única admiradora secreta que tenga en vida y cuyo nombre no llegué a saber, ni a sospechar su identidad, pues la mercurial estudiante echó a correr sin que lograra yo enterarme de nada. Junto a su declaración había un soneto de sor Juana: Yo no puedo tenerte ni dejarte…. y esa carta, minutos después, en mi petrarquista idea de un amor que a esas alturas ya no podía ser tan infantil, la puse en manos de mi novia, como queriéndole advertir que más valía que cuidara a su galán. Es probable que ése fuera el detonante de mi gusto por sor Juana: la perplejidad por el modo como ese texto llegó a mí, y la perplejidad en que me hundió el leerlo, pues entonces comencé a leerla y disfrutarla.
Las posteriores visitas al claustro en san Jerónimo y a Panoaya me la acercaron más; sin embargo, el acercamiento definitivo ha sido la docencia, donde intento hacer todo lo contrario que aquí: profundizar en la lectura de la poetisa y repetir, como remate del tema, la frase dorada de mi profesor, siempre y cuando hayamos ya leído una suficiente selección de textos. Algo hay en sor Juana (me parecería demasiado mérito atribuirlo a mi forma de entregarla a los estudiantes) que despierta un interés en los jóvenes: su rebeldía, su halo genial, las leyendas que se han construido alrededor de ella, la tormentosa verdad de su poesía amorosa… Ello me recuerda en cada curso que mi misión como lector de sor Juana no ha acabado, que, si bien el  Sueño es una deuda inexorable, hay una infinidad de poemas que ni siquiera han pasado por mis manos, éstas, que han gozado en teclear en unos cuantos trazos cómo fue mi contacto con quien para mí –por duro que siga siendo afirmarlo y a sabiendas de todo lo que ignoro– es el poeta nacional que más he disfrutado leer, placer que podrían confirmar las cinco sesiones de dos horas que, a costa de mis pobres alumnos, me he procurado hasta hace un par de semanas.