miércoles, 10 de enero de 2018

Mi fraile favorito


Creí que dejaba de escribir porque se me habían acabado los temas, o dejé de creerme competente en los que me interesaban. Pero si en este blog la mayoría de las veces el tema soy yo mismo, sería absurdo o perverso decir que no domino la materia. Unos días en la casa donde crecí me hicieron reencontrarme con un viejo amigo que tenía olvidado. De tanto pasar frente a él lo había integrado al mobiliario, destino común de los libros cuando se les abandona y de los amigos que apenas visitamos en el álbum.
     Últimamente he tenido cerca a personas que comparten un gusto por la literatura infantil: una amiga editora, una alumna tesista, un poetamigo destinado a lidiar con que los libros no lo saquen de su casa, una exprofesora querida que me obsequió algunos para mis clases, una colega traductora. Mejor enlistarlos a todos –cuando se tiene tan pocas amistades es posible darse ese lujo– para estar consciente de la diversidad de mundos donde los libros nos hacen quienes somos, pues si he conocido pocas personas que me merezcan el calificativo de buenas, agregaría muy pocos ejemplares a los cinco que acabo de enlistar. Y ya entrando en moralidades y cursilerías, quiero pensar que la literatura infantil les obliga a mantenerse niños en alguna parte de sí mismos, no siempre revelada en las máscaras que nos ponemos al salir a la calle.
    Pero basta penetrar un poco para ver que en el fondo seguimos teniendo los mismos miedos, haciendo los mismos berrinches y riéndonos de las bobadas a las que volvemos cuando leemos estos libros. Y como el tema sigo siendo yo, aunque traiga a colación estos niños grandes de la vida, recuerdo un día cercano en que, lavando platos, me acordé de Fray Perico.
     Un hombre gordo e inútil es recibido en un convento franciscano. La complicidad del santo patrono es su mejor aliado en la vida agitada del convento, y como fray Perico es tan inútil, necesita de su intercesión para que todas sus torpezas se conviertan en divertidas hazañas: entre gitanos, con el borrico, en la guerra napoleónica, con fray Olegario, el Bibliotecario y fray Nicanor, el padre Prior y tantos del convento que no recuerdo, fray Perico me llevó a través de unas trescientas páginas (letra para niños de nueve) de aventuras bobas, milagrosas y pintorescas entre mis ocho y mis once años, quiero suponer, aunque dejé los libros infantiles bastante tarde.
     Me gusta pensar en Fray Perico como en un Marcelino (el del pan y el vino) que hubiera llegado a la adultez, pero que en vez de ser un ejemplo de la inocencia infantil, fuera la prolongación de esta las personas que nos decimos mayores porque creemos que las reglas, los decálogos y el encasillamiento de la experiencia en leyes generales nos hacen andar más fácilmente por la vida, cuando las más de las veces andamos a topes con ella. Fray Perico también se llevaba sus tropezones, pero difícilmente lograba encajar en la rígida rutina del convento; era un alma libre, cobijada por la mirada poderosa y disimulada de un san Francisco, que ni era tan santo ni era tan arisco.
     Una vez que los primos nos visitaron en esa casa donde los tres volúmenes de Fray Perico yacen empolvados, la tía Lulú se acostó en mi cama y me pidió algo bueno para leer:
     -Éste es buenísimo, tía –respondí, alargándole el Fray Perico y su borrico. No sé si lo intentó, ni recuerdo su reacción. En aquel entonces esa era toda la verdad para mí, y aunque pasaran lustros sin que haya vuelto a abrir el libro, gracias a esa buenísima lectura, mi tía tal vez haya tenido una de las siestas más plácidas que pueda contar, porque a los pocos minutos roncaba a pierna suelta.
   Es mi madre quien siempre me recuerda esa anécdota, seguramente referida por la tía, al despertar. Pero aunque lustros después haya leído tantas cosas, no estoy seguro de que si me volviese a encontrar en esa situación, no alargaría a mi tía el fray Perico nuevamente. Porque así como quienes creemos no estar del todo muertos por dentro, seguimos teniendo nueve años en los soliloquios silenciosos donde nos imaginamos tantos imposibles o nos decimos tantos disparates, también de niños ignoramos a ratos que la adultez ha de llegar o sea cosa que exista o quepa la posibilidad más mínima de que alguien no pueda pasar un rato ameno leyendo las aventuras de un fraile medio teto, pero con un angelote.
     Me pregunta mi madre, mientras sigo fregando trastes del recalentado, si ya a esa edad tenía consciencia del autor. Le digo que sí y voy a buscar los libros y a sacudirles el polvo; Baldomero el pistolero fue el western cómico de Juan Muñoz Martín, quien me hizo reír con la ocurrencia de que las ormigas sin “h” picaban peor que ningunas y a darme cuenta de que el español de España podía ser tan inentendible como el propio mundo adulto en el que me poco a poco iba adentrándome como a un libro indescifrable que no siempre es buen aliado para dormir a pierna suelta.