Para
el adolescente que yo era en 1997 la portada de este disco fue –de la mano con
el contenido– la puerta de entrada a un mundo donde mi avidez por conocer
corría pareja con la sospecha de su ruina. Ante el abrumador golpe de su éxito,
las radiodifusoras redujeron la censura al recorte de las palabrotas durante la
transmisión, porque era cosa sabida que esas canciones peladotas, obscenas y
peligrosamente subversivas no eran, no podían ser del gusto de todos.
Que
existiera un disco repleto de las palabrotas por las que a uno le reventaban el
hocico en casa era una tentación casi agresiva para un chamaco de doce o trece
años. Comprarlo o pedir a un compañero que nos lo grabara en un “casete virgen”
se volvía obligatorio para quien no quisiera quedar al margen los
acontecimientos.
En
un mundo sin internet y con una cara de chamaco que, si bien no impedía que me
vendieran el Sexacional de traileras,
el de Colegialas e incluso la revista
Curvas, me mantenía alejado del
Playboy y otras publicaciones de tono y clasificación más subidas de tono y de
precio, mis accesos al misterioso mundo de la sexualidad eran sumamente
limitadas. En ese contexto, el último track: Quítate que ma’sturbas resultó una revelación: ¿orgasmos fingidos, pussy, checar el aceite? y el coro:
¿perra arrabalera, perra arrabalera? Hoy me resulta grotesco, insultante y
hasta machismo sin chiste, pero en aquel entonces junto con el ritmo hip-hopero
y bajo el entendido de que el primer campo de acción rebelde para un
adolescente es el propio lenguaje, podía regresar en mis walkman la cinta una y otra vez para
escuchar las mismas leperadas que ahora escucho por nostalgia y por el encanto
del doble bajo.
Cuando
empiezo este párrafo, el doble bajo me trae desde la nube de Spotify el
recuerdo de mi José Ramón, amigo mío desde primero de primaria, motivado por
una de las canciones más pícaras del disco, Cerdo:
Le piace la pasta,
se mete tallarines
debajo de su almohada
encontrarás los tin-larines.
Y
es que el rollo de la discriminación aún no sonaba tanto y uno era libre de
burlarse a placer de los amigos gorditos, que en el momento justo se vengaban robándonos
el lunch o aprovechando su peso sobre nosotros una vez que las burlas
terminaban en esas peleas de secundaria que se olvidaban dos semanas después.
La
violencia, que condenamos tanto los adultos hipócritas, era un medio de ser
alguien, lo ha sido siempre, pero nos ha dado por ocultarla en público. Que
se mostrara abiertamente en Más vale
cholo sumida en un ambiente de trocas, cerveza, tequila, fiesta, muchachas ni
buenas ni gachas, narcos, coches blindados, armas, pochos y peleas hizo del
cholo un héroe para mí, y aunque sigo sin conocer Estados Unidos y aunque nunca
me hayan comprado mis pantalones tumbados ni porté mi cadenita en el pantalón
por si había guerra que, de haberla habido, seguramente habría sido el primero
en huir, yo me sentía todo un cholo. Un violento y poderoso cholo de trece años
capaz de balearse en cualquier bar de Sacramento para luego llegar a ver Dragon
Ball Z con un vaso grande de Choco-Milk.
Y
en el fondo de todo, más allá de los cholos, los balazos, las sucias
prostitutas, y las mentadas de madre estaba la injusticia: Molotov, una banda de
raíces más bien fresonas pero que había asimilado muy bien los lenguajes representados
en sus canciones, levantaba la voz contra las mentiras de la televisión (Que no te haga bobo Jacobo), contra el
racismo de los chicanos (Voto latino)
y contra nuestro siempre querido gobierno (Gimme
the Power). Esta última vertiente, que no estaba seguro de entender bien
pero que me llevó a Ska-P, al Tri y a todas las bandas que de alguna manera
mostraran su inconformidad a través de la música, me hizo darme cuenta de que
si algo no quería yo era la Onda Vaselina, Jeans ni tampoco Oasis, de que no
eran ritmos y empatía lo que buscaba en la música, sino gritos, rebeldía, algo
con que paliar la autoridad omnipresente de mi padre y del sistema que lo hacía ser
como era, lo triste de la pobreza que agudizaba mi choque con la realidad.
¿Qué
cuánto tiene? Escucho las primeras líneas de Gimme the power. Aparece la palabra “regente”. ¿Acaso alguien recordaba
que el entonces Departamento del Distrito Federal tenía un regente nombrado
directamente por el Ejecutivo? ¿Alguien
se acuerda de Oscar Espinosa Villarreal en tiempos del Chupacabras, antes de las peje-sagas y las
historias de amor de Rosario Robles? ¡Qué viejos nos estamos haciendo!
Eran
canciones agresivas como la energía de un treceañero y sus conflictos de
identidad que le hacen responder a los maestros, a la madre, buscar un lugar en
la jerarquía masculina de los amigos con mayor acceso a hembras, que cada día
era más urgente conocer. Entonces me veo en la alcoba de mi primo Alfredo,
cerrando el disco, fascinado, tras ver los suculentos pechos detrás de la letra
en inglés de Cocktail Molotov, para
encontrarme con esa portada inquietantemente tentadora, inolvidable, donde la
carne tersa y el uniforme propio de los chicos de mi edad acabaron por
significar, en la oscuridad de esa entrepierna, el llamado urgente a la adultez
y a un mundo donde lo único uniforme es la violencia.