viernes, 7 de agosto de 2015

Rubén, una odisea en el páramo




Y la tierra estaba desordenada y vacía     
(Gén: 1: 2)


Pude haber chocado el hombro con él en la glorieta donde al menos hay dos choques al día, o pude casi atropellarlo con la bici camino del taller, que está a una cuadra del lugar del crimen. Nuestros caminos pudieron haberse cruzado más de una vez, en los tacos Tony, o en la farmacia San Pablo o camino de la estación Etiopía, quizá hasta íbamos lado a lado en la soledad estridente de las ciudades.
     Y si chocamos el hombro y yo iba de malas, me le pude haber quedado viendo en desafío de macho, haciéndola de pedo, nomás, con la mirada –lo mejor que él sabía hacer– esas miradas que la hacen de pedo a través de la lente, desafiando lo que nos quieren enseñar que no debe desafiarse. Pero también podríamos haber venido hombro a hombro desde Etiopía, cada quien para su casa, sobre la misma acera de Cumbres de Maltrata; venir de buenas, tarareando con los audífonos puestos luego de una dura jornada, de una reunión con amigos.
     Los vecinos ya quitaron del zaguán las estampas que pegaron los manifestantes, no quieren que la memoria les ensucie sus casas y sus vidas, que el pegamento no se impregne en su comodidad, en su chic de vivir en la Narvarte, que se empeñan en seguir creyendo segura. Aquí no pasó nada, yo ni lo conocía, quién sabe quién era. No era Nadie.
     No ser Nadie suele salvar la vida, pregúntenselo a Ulises. Si pudiéramos, se lo preguntaríamos a Rubén, a Nadia, a Alejandra, a Yesenia, a Nicole, pero ya no podemos. –No somos Nadie –susurran los españoles al oído de los dolientes mientras dan el abrazo de condolencia. Ahí está el error, aunque suene a burdo juego de lógica en horas enlutadas, en no ser Nadie: si lo fuéramos, si pudiéramos hacernos pasar por Nadie, estas cosas no sucederían. No tendríamos amigos ni enemigos. Seríamos Nadie, el desierto absoluto.
     Pero aun no siendo Nadie el desierto se impone, ya han dicho otros que el páramo. La sequía a pesar de los riegos de sangre, de la guerra florida que enloquece al dios pagano del sol que alumbra este país. Dos millones de kilómetros cuadrados de desierto enrojecido que podemos recorrer siendo o no siendo Nadie.
     Porque yo, Joselo Gómez, no soy Nadie, como Nadie ha de ser Rubén Espinosa de ahora en adelante; porque aunque se niegue a creerlo, aunque nunca le lleguen estas palabras, tampoco es Nadie Javier Duarte ni sus asesinos pagados, ni es Nadie el chivo expiatorio que capturaron hace un par de días. Y dado que no somos Nadie estamos condolidos, porque quisiéramos matar a Polifemo siendo los que somos, con un rostro claro y seguro en la batalla…
    ¿Pero quién es Polifemo que devora hombres? ¿Y quién puede jactarse de tener un rostro cuando a Julio César Mondragón se lo arrancaron para hacerlo pasar también por Nadie, cuando a sus 42 compañeros los hicieron pasar por Nadie el 26 de septiembre de 2014? ¡Qué solo está nuestro Ulises en el páramo de agua! Si hubiera sido Nadie para siempre, no podríamos recordarlo, arrancaríamos las estampas del zaguán y partiríamos un pastel de cumpleaños la semana siguiente.
     Porque era Nadie, no recuerdo en qué momento me crucé con Rubén en el KFC, no recuerdo cuando tomábamos el metro juntos a la marcha de #Yosoy132 en la misma estación para volver caminando juntos por la misma calle, porque vivimos en la misma colonia. Tan Nadie es el ya ido como el que espera su turno, el que grita desde la barca como quien queda en la isla desierta. Y a veces quisiéramos gritar un nombre, unas verdades que hemos reservado para el viaje, pero no hallan eco nuestras voces en el páramo, no hay cielo que responda o que se entere de que hemos querido ser Rubén toda la vida, que hemos sido José Luis desde nacidos, que seremos Javier Duarte para siempre, en el fuero más interno de nuestra insignificancia.