Y la tierra estaba desordenada
y vacía
(Gén:
1: 2)
Pude
haber chocado el hombro con él en la glorieta donde al menos hay dos choques al
día, o pude casi atropellarlo con la bici camino del taller, que está a una
cuadra del lugar del crimen. Nuestros caminos pudieron haberse cruzado más de
una vez, en los tacos Tony, o en la farmacia San Pablo o camino de la estación
Etiopía, quizá hasta íbamos lado a lado en la soledad estridente de las
ciudades.
Y
si chocamos el hombro y yo iba de malas, me le pude haber quedado viendo en
desafío de macho, haciéndola de pedo, nomás, con la mirada –lo mejor que él sabía
hacer– esas miradas que la hacen de pedo a través de la lente, desafiando lo
que nos quieren enseñar que no debe desafiarse. Pero también podríamos haber
venido hombro a hombro desde Etiopía, cada quien para su casa, sobre la misma
acera de Cumbres de Maltrata; venir de buenas, tarareando con los audífonos
puestos luego de una dura jornada, de una reunión con amigos.
Los
vecinos ya quitaron del zaguán las estampas que pegaron los manifestantes, no
quieren que la memoria les ensucie sus casas y sus vidas, que el pegamento no
se impregne en su comodidad, en su chic de vivir en la Narvarte, que se empeñan
en seguir creyendo segura. Aquí no pasó nada, yo ni lo conocía, quién sabe quién
era. No era Nadie.
No
ser Nadie suele salvar la vida, pregúntenselo a Ulises. Si pudiéramos, se lo
preguntaríamos a Rubén, a Nadia, a Alejandra, a Yesenia, a Nicole, pero ya no podemos.
–No somos Nadie –susurran los españoles al oído de los dolientes mientras dan
el abrazo de condolencia. Ahí está el error, aunque suene a burdo juego de lógica
en horas enlutadas, en no ser Nadie: si lo fuéramos, si pudiéramos hacernos
pasar por Nadie, estas cosas no sucederían. No tendríamos amigos ni enemigos. Seríamos
Nadie, el desierto absoluto.
Pero
aun no siendo Nadie el desierto se impone, ya han dicho otros que el páramo. La
sequía a pesar de los riegos de sangre, de la guerra florida que enloquece al
dios pagano del sol que alumbra este país. Dos millones de kilómetros cuadrados
de desierto enrojecido que podemos recorrer siendo o no siendo Nadie.
Porque
yo, Joselo Gómez, no soy Nadie, como Nadie ha de ser Rubén Espinosa de ahora en
adelante; porque aunque se niegue a creerlo, aunque nunca le lleguen estas
palabras, tampoco es Nadie Javier Duarte ni sus asesinos pagados, ni es Nadie
el chivo expiatorio que capturaron hace un par de días. Y dado que no somos
Nadie estamos condolidos, porque quisiéramos matar a Polifemo siendo los que
somos, con un rostro claro y seguro en la batalla…
¿Pero
quién es Polifemo que devora hombres? ¿Y quién puede jactarse de tener un
rostro cuando a Julio César Mondragón se lo arrancaron para hacerlo pasar
también por Nadie, cuando a sus 42 compañeros los hicieron pasar por Nadie el
26 de septiembre de 2014? ¡Qué solo está nuestro Ulises en el páramo de agua!
Si hubiera sido Nadie para siempre, no podríamos recordarlo, arrancaríamos las
estampas del zaguán y partiríamos un pastel de cumpleaños la semana siguiente.
Porque
era Nadie, no recuerdo en qué momento me crucé con Rubén en el KFC, no recuerdo
cuando tomábamos el metro juntos a la marcha de #Yosoy132 en la misma estación
para volver caminando juntos por la misma calle, porque vivimos en la misma colonia.
Tan Nadie es el ya ido como el que espera su turno, el que grita desde la barca
como quien queda en la isla desierta. Y a veces quisiéramos gritar un nombre,
unas verdades que hemos reservado para el viaje, pero no hallan eco nuestras
voces en el páramo, no hay cielo que responda o que se entere de que hemos
querido ser Rubén toda la vida, que hemos sido José Luis desde nacidos, que
seremos Javier Duarte para siempre, en el fuero más interno de nuestra
insignificancia.