Levantar
una lona, acomodar herramientas. Subirse a la bici y llevar tortas, pañales,
dosis de insulina. Ver caras, intercambiar palabras sometidas a la urgencia.
Someterse a la urgencia uno mismo. Caras y números telefónicos, apretones de
manos. Lo desconocido que se vuelve conocido, la ciudad trasvasada colapsada en
sus muros que arrojan a la calle una vida provisoria. Gente que es de aquí y no
es nosotros, pero sí. Envidiarles la energía, la capacidad de trabajo, el
optimismo, el saber hacer lo que uno nunca.
Querer
normalizarse, regresar. Saber de otros que se fueron y quisiéramos
desenterrarlos de la anomalía, devolverlos a la norma. Pero es parte de la
norma. Ponerles una mano, no en el hombro sino en el cabello polvoriento, en el
hilo de sangre que les caliente el cuerpo todavía.
Porque
son más de 43 y menos de 10 mil (así, ya redondeados por la desmemoria) y
porque quisiéramos que sigan siendo. Ganas de pensar y de escribir, ganas de
ayudar y de salir corriendo, de ser otros.
La
cola enorme fuera de la librería sin grietas. El engaño. El provecho de los
pobres de espíritu. La mala fe victimizada y las palabras e imágenes que se
embisten y entrecruzan como para levantar al país o terminar de hundirlo en la
Gran Falla.
Hay
perros que rescatan y perros que marchan sobre el escombro como si quisieran
aplanar el derrumbe como si fuera un rostro de estudiante que se deshuesa y
agrieta y cruje bajo las pisadas bruscas del olvido.
Llenar
un camión de víveres, pero anotar la placa. Estrechar una mano que se tiende,
pero olfatear la intención con la mirada. Dudar de que valga la pena pero
sentir el llanto en cada calle acordonada y odiar la posición de firmes, la
culata, el discurso tieso de los héroes con corbata y el tuitero que lo repite;
odiarse uno mismo por perder el tiempo cuando hay que cargar las cosas en la
bici y anotar lo que hace falta, anotar estas líneas sobre el mapa en el que
los autos ya no pueden avanzar.
No
saber si cavamos para encontrarnos o para perdernos.