miércoles, 20 de noviembre de 2019

Horas empañadas


La pantalla diminuta del reloj. Está empañada. Saco la regla del cajón y mido: 1 x 2 centímetros. Me esfuerzo para ver la hora detrás del vaho, una neblina de tiempo ido o un porvenir que tampoco quiere revelarse. La tallo con la yema del dedo, pero el vaho está al otro lado del cristal, nada qué hacer. El tiempo ha perdido la medida.

     Recuerdo mi mano entrando en la olla caliente, removiendo vapores y aromas. El reloj en la muñeca. Fue ahí, en la preparación de la pócima, cuando todo empezó a suspenderse. 1 x 2 centímetros, una rendija mínima. Un preso en un calabozo oscuro sabe de los días por un agujero diminuto en la pared. El preso entre un amor que se fue y uno que llega se esfuerza por leer la hora en la pantalla empañada. –Mira tu reloj –me dicen –¿cómo le vas a hacer para ver? 
     No vemos. Los días van pasando y cuando te das cuenta se ha desdibujado lo que estaba detrás y lo nuevo va cobrando forma con más fuerza. Un poco como andar a tientas: sabes que avanzas por los contornos de las cosas, de los cuerpos atravesados en el camino, voces y palabras provenientes de geografías distintas. No es necesaria la precisión de una regla para notar que ahora hace falta agacharse más para llegar a los labios, abrir menos los brazos para estrechar la figura que moldea mis movimientos poco a poco hasta habituarse al nuevo tamaño. No hay medidas para el antiguo gusto de morder una mejilla, ni para el vértigo renovado de levantar otro cuerpo del suelo y hacerlo girar con el mío en la prolongación de un abrazo que se convierte en danza, equilibrismo y carcajada. –Sí me aguantas.

     Miro la pantalla diminuta, debo acercarlo demasiado a los ojos para distinguir los números. Casi podría decir que ese reloj no sirve, desecharlo. Pero algo sé de su origen que me detiene. No creo en los borrones que abren cuentas nuevas. Creo en las canas y en las cicatrices, el mapa que trazan en la piel. Desechar un objeto y vaciarlo de su pasado, ahora, cuando casi ha dejado de servir para lo que fue hecho. Me lo quito y miro el blanco en mi muñeca, ¿cuánto tiempo tardará el sol en uniformar la piel? ¿Cómo medir su paso con el pulso libre? –Cómprate otro reloj, ese ya está muy feo. No me gusta–. Hasta hace unos días podía defenderme y decir que lo uso para nadar. –No le entra el agua y sé cuánto falta para que acabe el entrenamiento. Ya no puedo decir eso, veo las gotas condensadas en la pantalla y trato de encontrar una excusa para no desprenderme de él.

     ¡Qué tontería! Tanto drama por un cambio de reloj –van a decir unos, los insensibles. Se acabó su ciclo –dirán otros, los trascendentes. Pero yo no creo en los ciclos, soy demasiado occidental y entiendo los días como adición de horas, los años como adición de días, las marcas en la piel como adición de experiencias. Acumulación del polvo que ha de sofocarnos y fundirnos con él. Adición de cuerpos en el sedimento terrestre.  

    Puedo dejar de usarlo algunos días y ver cómo la marca desaparece de la muñeca. Andaré un poco desorientado aunque el nuevo amor me tome de la mano y vaya indicándome el camino. ¿Cuánto más seguiremos andando, cómo medir lo que falta por recorrer, lo que llevamos? La marca desaparecerá de la muñeca pero no puedo asegurar si habré cambiado. Hay cicatrices ocultas por el vello, por la cosmética. En el fondo, las huellas persisten, tenues: has pasado por aquí. En el fondo, detrás del vaho, se esconde la medida de las cosas, la pantalla que me marca la hora de seguir andando. Entonces lo dejo en la muñeca y espero que el sol, los días hagan lo suyo, que las gotas se evaporen y la pantalla recobre nitidez. Todo muy lento, porque las cicatrices nos las hacemos casi siempre por descuido en rápidos accidentes: la rama que no supimos retirar del camino, el agujero aparecido de pronto debajo del pie en que más confiamos. Desvanecerlas es más lento y natural, cada una a su tiempo, según su profundidad, su anchura, la mucha o poca comezón que nos provoca.

     La pantalla diminuta del reloj marca la hora del silencio. La acerco a mis ojos hasta distinguir los números: hora de callar, seguir andando, ir a lo que viene, sin olvidar.    

jueves, 17 de octubre de 2019

¡Dios!

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Para Ananta Krishna Das 


Se ve que eres bueno –dijo. No supe si sentirme elogiado. Por todas partes oigo hablar de virtudes que nada tienen que ver con la bondad, aptitudes para competir en el mundo, virtudes no. Que ella lo dijera parecía darle un significado distinto, esbozaba un proyecto de vida. Mucho esfuerzo, mucha competencia, mucho exigirse: resultados pobres. ¿Y si en realidad todo se tratara de ser bueno, si fuera lo único importante?
    Llanto ante una revelación que despertaba un recuerdo doloroso: "Eres un buen hombre… ¿y?" El abogado, el que le había cobrado al judío por meterlo a la cárcel para poder cobrarle de nuevo por sacarlo, despreciaba el esfuerzo de un hombre por mantenerse libre de culpas y remordimientos. Se le veía feliz junto a su mujer rubia, en el BMW convertible que lo llevaba al restaurante casi quebrado del hombre que intentaba ser bueno.
    El hombre falló en sus intentos de que el restaurante funcionara y, para muchos ojos, en sus intentos por ser bueno. Lo enterramos hace trece años y heredó todo lo que tenía: una lucha inútil contra los vicios sociales, una lista difusa de ideas, un montón de recuerdos violentos y contradictorios. Cualquiera que intentara ser bueno tal vez heredaría lo mismo. Llanto ante el peso de la herencia, un camino abierto hacia el fracaso que es necesario rehacer, casi sin herramientas. Herencia de pesadas expectativas, como si no fracasar fuera nuestra única obligación. La idea relativa del fracaso y la socialmente construida.   
    La conmovedora escena de una película araña la memoria, el centro del dolor. La bella adolescente, siempre tan lista e ingeniosa, se arroja a la cama gritando “¡No sé cómo vivir!”. Reconocemos lo perdidos que podemos estar, lo perdidos que ya estamos a falta de ataduras y decálogos.
    La memoria también nos conecta con espacios antiguos, conecta espacios remotos. Rostros que son espacios habitables y cambian con el paso del tiempo. Rostros que renacen y se rebautizan, que viajan y vuelven cambiados. Preguntas en el templo por Alexiss y te ven con descalificación. Corriges: Ananta, y entonces entran a buscar a Alexiss, el nombre con el que asocias el rostro que abre los brazos al asomarse y reconocer el tuyo. Decálogos: bañar a la deidad con leche, miel y flores. Cantar hasta el éxtasis en una lengua ininteligible, el mantra. Oleadas de afecto y fraternidad en una idea común. No conozco a Sri Krsna, pero tampoco me ha dicho nada sobre la bondad, hasta ahora.      
    Después del llanto, el insomnio. –Ya estás grande, qué puto te oyes. Rostros recordados de los momentos en que nos sabemos perdidos y preferimos negarlo. Guardar el llanto para las horas solitarias, las horas muertas en que el cansancio del cuerpo nos inhabilita para más trabajo. Horas en que nadie nos mira, en que no buscamos nuestro reflejo en rostros ajenos y tenemos que mirar adentro, en el propio. “Se ve que eres bueno”, y entender que serlo te ha servido para maldita la cosa, que no serlo podría llevarte a cosas que no estás seguro de querer. “No sé cómo vivir”, un adolescente ya muy poco bello de treintaicinco años no conmovería a nadie en una película. Ya estás grande. Aferrarte a la idea de que ser bueno podría ser todo el argumento de la película. Dormir en el autoengaño de tener una vaga idea de cómo vivir.
    El insomnio, abrir el libro prometido. Esforzarse por corresponder al compromiso de una amistad en la que has fallado. Ananta recomendó empezar la lectura por el capítulo 18 al obsequiarte con lo que él tiene por más sagrado: Sri Krsna recomienda a Arjuna que no renuncie al karma por completo, sino que renuncie a sus frutos. Sannyāsa o tyāga: dos tipos de renuncia a los frutos, o a los frutos y al trabajo en favor del ejercicio de la caridad. No acabo de entender, pero algún tipo de paz me trajo la palabra, tal vez la tentativa de cumplir un compromiso. Duermo. Ananta está por tomar el avión de regreso a la India. No volveré a verlo en muchos años. Quizá lo he decepcionado. No sería la primera vez, o quizá sí. Ananta y Alexiss no son la misma persona. Lo dijo él en la fiesta del templo. Algunos vamos más despacio hacia el mismo destino. Algunos vamos y ya.
    Si este domingo tuviera que confesarme, apenas diría que he bebido un poco de más el fin de semana, pero eso no me remuerde la consciencia en absoluto. Ni siquiera lo percibo como un exceso. Tomaría comunión sin cometer sacrilegio. Mi alma está en paz, pero en ciertas instituciones no es el alma de uno la que decide estas cosas. Por eso no me confieso ni comulgo, no voy a misa. Tampoco me remuerde la consciencia por esto.
    Baño a la deidad e intento conectarme con el sentimiento profundo, con el éxtasis de los que cantan alrededor mío. No logro sacudirme la curiosidad de etnólogo con la que entré al templo. Canto, me muevo un poco, me preocupo por mi acompañante que debe estarse cansando. Al mismo tiempo trato de entender. Escucho a Ananta explicar los pormenores del ritual. Sus profundidades. Es tanta mi carga que no logro entender nada. Es tarde también. Salgo del templo sin participar del banquete, no comulgo. La búsqueda abre el camino, pero hay quien se detenga demasiado en él. Hay quien necesita respirar.
    La poeta guapa, mi acompañante, va también por curiosidad etnológica. Me recomienda un libro de poesía. Confiesa estar entrando mucho en este asunto de la religiosidad oriental. Abro el libro y leo: “como el Danzante vagabundo, mendigo el sustento, el sueño de una realidad suprema”. Me choca de inmediato la idea de la señora rica que viaja al Oriente para mendigar sueños, jóvenes de clase media que van al Oriente a construirse un sueño. Es mucha mi pobreza pecuniaria y espiritual, supongo. “Pon atención al texto, no a las ideas alrededor”. Es verdad, es una buena poeta esta señora rica. No le quito mérito, triunfó en la vida. Ser buen poeta tampoco implica ser una persona buena.
    Dios, idea lejana. Lo más reconfortante en esta búsqueda ha sido aquella frase inicial: “se ve que eres bueno”. Me lo dice alguien a quien no le pasa por la cabeza irse a la India, que tal vez nunca abra un libro tan complicado como el que Ananta me regaló. Lo paradójico es que no tenga ningún problema para creerle, pues a pesar de conocerla poco, intuyo que me ha hablado siempre con la verdad. Una Verdad que no sueña con realidades supremas y es feliz con el sol, las olas del mar o un par de zapatos. Entonces cometo el pecado de envidiarla y entiendo que no tengo remedio o estoy en un tramo demasiado enlodado del camino.
    Se ve que soy bueno, pero tal vez no lo soy. Habrá que preguntar a los amigos decepcionados, a las exnovias que dejé atrás, a los alumnos tratados con insuficiente tacto. Quizá tampoco soy tan malo. Los decálogos intentan configurar seres perfectos compatibles con ideas de lo absoluto. En el camino de la Verdad me he encontrado con la diversidad. Es cierto que hay verdades subyacentes, más profundas, pero los modos de ser y hacer me obligan a dudar de lo absoluto. Relativismo y posmodernidad –dirán. No encuentro cómo negarlo. Al final, mi bondad se reduce a la apariencia. Igual sólo es la cara de pendejo, y quizá serlo tampoco esté tan mal. El problema es este último balance: bondad y pendejez en los extremos de la misma ecuación. Busco a Dios y me es más fácil encontrarlo en nimiedades relativas que calibrando la balanza. Es que tal vez no he terminado de renunciar a los frutos. Es que tal vez estoy hablando demasiado de mí mismo. Soberbia… Dios sabrá perdonarme una vez que lo encuentre.          


sábado, 3 de agosto de 2019

Cucharas egipcias

La civilización, lo monumental, el museo. El Louvre como prototipo de los tres ideales, el proyecto de la totalidad bajo techo.  Quien dice techo dice ya civilización, como quien dice fuego. Traslado de esfinges embaladas a través del Mediterráneo, a lo largo del Sena; su desembarco sobre troncos rodantes o inmensas grúas robotizadas. La historia del acero, Historia con mayúsculas como los nombres de las ciudades, los arqueólogos que las descubren y los ingenieros que las encierran en otra ciudad climatizada, el museo. 

Turistas boquiabiertos ante las momias y los sarcófagos, obstinándose sin saberlo en trascender la muerte, civilizándose, ilustrándose. Para civilizarse hay que hacer una cola de hora y media bajo una pirámide de cristal, Keops quebradiza, para poderse hacer la selfie frente a la Gioconda, transmisión en directo. La marcha del progreso. Marchez, si vous plait! Marchez, sobre los tesoros antiguos y los territorios conquistados. La voz de Napoleón en el Nilo resuena en los oídos de los turistas que avanzan a la conquista de la civilización. ¿Quién mira a la Gioconda y no su propia imagen en la pantalla del celular? ¿Quién mira el valle de Gizeh y no la imagen de su consagración en el cuadro, también monumental de Louis-David? Selfies transeculares, turistas boquiabiertos fagocitando todo para su bio, ¿quién mira? Una vitrina indiferente al desfile de la masa, pequeños objetos… ¿qué pueden decir de la gran obra del Hombre? Cucharas egipcias.   
   


¿Cuántas bofetadas te llevaste por no agarrar bien la cuchara, por tirar la sopa al levantarla del tazón, por llevarte el tazón a la boca con ambas manos? La civilización y su violencia, la letra entrando con sangre en tu cabeza, la cuchara entrando en tu boca con delicadeza aristocrática. Contrasentidos del civilizado. Como el hombre que genera fuego pero se ha quemado en el intento. Le cru et le cuit. No hablemos ya de las hogueras o los techos, el caldo o la cuchara. Hablemos de tallarla con minucia, de darle ergonomía. El tamaño y la adecuación al uso antes que la belleza ¿o acaso en simultáneo?

Niños egipcios abofeteados mientras aprendían a tomar la cuchara, a llevársela a los labios, ¿bajo qué techos? No, ciertamente, los de la aldea de agricultores; los techos del palacio y el peso de su grandeza que había de fascinar turistas milenios adelante. Sostener la grandeza de un palacio con gestos como el decorar una cuchara con la efigie del ciervo o el agricultor, el perro de caza. Hacerlas fabricar por artistas tan especializados, tanto como el que construye el palacio o pinta los sarcófagos para beneplácito de los turistas que siguen llevándose cucharas a la boca y habitando ruinas futuras de palacios presentes, ruinas archivo de las ruinas… turistas que se llevan a la boca cucharas más ordinarias que éstas, desde luego, cucharas que nadie pensaría poner en una vitrina. 

¿Idealizar el arte de hacer cucharas o emprender la tarea imposible de traducir en palabras las formas de la doncella tallada en madera que parece flotar conducida por un pato con cabeza de marfil? ¿Está la forma destinada a permanecer? ¿El reporte verbal que guardo ahora en la nube inmaterial de información pone a salvo esta forma de su extinción cuando el museo sea reducido a polvo en la siguiente guerra, más probable que el comején dentro de la vitrina?

“Vasija de barro cocido: no la pongas en la vitrina de los objetos raros. Haría un mal papel. Su belleza está aliada al líquido que contiene y a la sed que apaga.” Decía Paz de la poesía de la vasija y de sus formas, del uso y la contemplación de los objetos, y aunque dijo bien (y mucho), me pregunto qué habría dicho de estas cucharas y de sus formas intencionadamente embellecidas: carnero o flamingo, agricultor o perro de caza. Escultura de lo doméstico, arte para el culto de lo cotidiano o sacralización de lo profano por intermedio de la forma, ¿escribirían los artesanos egipcios el primer manifiesto Art Nouveau de Occidente? 

Toda civilización es avanzada –parece decir Cleopatra, que sabía todas las lenguas de su mundo y tal vez descubriría el remedio a males que hoy nos aquejan todavía. ¿Una mujer a la cabeza de una civilización que nadie olvida, no es demasiada modernidad, y más cuando poetas de otra “civilización”, que se quiso modernista pero sólo logró serlo de machos, la hayan reducido a la leche cuajada de sus pechos?


La cuchara egipcia bien podría apagar el hambre de un niño rico egipcio, como la selfie frente a la Gioconda apaga ahora el hambre de atención de un adolescente rico e infantilizado que viaja a París. Esta cuchara no hace mal papel en la vitrina como no lo haría en la mano de los comensales, ni lo hace frente a la mirada de un turista, un tanto raro, que le dedicó unas líneas durante un largo trayecto de autobús que lo alejaba de la civilización para devolverlo a su tierra sin cleopatras ni museos totales.