Sus
noches frías, sus inacabables desiertos. A la hora del calor, las llantas de
todos los muebles rechinan al arrancar, el caucho se niega a despegarse del
asfalto. El Norte es un reino indomable, independiente. Es que hablas muy
bajito. Sí, nos hemos acostumbrado a apretujarnos unos contra los otros en los
vagones de la capital, a compactar nuestros cuerpos y nuestras voces. Un
susurro es una señal suficiente y el gesto más simple puede esconder toda una
historia. No hay metros de desierto disponibles entre nosotros. Nuestras voces
no tienen que vencer ninguna distancia y tenemos que hacernos chiquitos para
entrar todos juntos en las sucursales bancarias y en las escaleras eléctricas.
Disculpa si no me escuchas, es que somos demasiados: si uno de nosotros grita,
puede crispar los nervios de algún otro que también soltaría el grito y luego
otro y otro. Un tianguis permanente. Multiplícalo por veinte millones de
chilangos y anexas. Llévalo a los espacios cotidianos, a los privados. ¿Ves por
qué estamos un poco locos?
Su discada y nuestras tortillas. Ya sé. Esto no es comida. Arre, ¿a poco no te gusta
nuestra ciudad? Tenemos todo, pero pagamos el precio: si queremos ser
civilizados, hay que negociar con el silencio y con la discreción. Sospecho que
trato de justificar mi timidez y mi apocamiento en las dinámicas de los
citadinos. Que todos los citadinos fuéramos civilizados, qué bonito. Voz baja e
insinuaciones para que los actos no se entiendan como agresión. Vengo en son de
paz.
¿Que
por qué te confundo? Imagina vivir aquí toda tu vida, la confusión se apropia
de ti. A ustedes les gustan las cosas claras y directas. A quién no, pero
aprendemos sin querer a vivir con todas sus ramificaciones que acaban por
volverse laberintos, cada cosa tiene el suyo. Además, lo claro y lo directo son
casi siempre causa de conflicto, multiplícalo por veinte millones y obtienes una
masacre. Pero si son bien collones –dices. Ustedes tienen mucha arena, el
conflicto luce, corren apuestas y tiran sombrerazos. Ya sabes, mis prejuicios, pero
hace mucho nos cansamos acá de abrir ruedas para los combatientes. Ahora ni
siquiera tenemos sitio para eso, se nos hace tarde, se pone el verde y no
puedes quedarte a ver.
Carranza,
Villa, Obregón, Madero. El Norte conquistó la capital hace más de un siglo y
todavía vienen las juarenses a robar corazones chilangos para recluirse de
nuevo en la infinidad de los desiertos atravesados por montañas y trenes del
siglo pasado. Habla todo lo fuerte que quieras, de verdad me gustaría hacerlo
como tú. No puedes titubear cuando le pones encima la mano al caballo. Ya sé
que no andas a caballo, pero piafas igual, como si tuvieras ganas de salir
corriendo. Ojalá tuviéramos todos la planicie abierta para desahogarnos en una
carrera loca, pero esto es un enorme corral y por mucho que eches a correr siempre
das con un semáforo en rojo, alguna avenida rugiente de carros, puestos
improvisados y cables que se han soltado de los postes. Nos hemos acostumbrado
a titubear porque la saturación es un peligro constante. No volveremos a domar
ningún caballo.
Te
veo voltear los ojos y decir: a ver, chilango, que también tenemos semáforos y
carros, cables y puestos improvisados, que no vivimos a la sombra del cactus y
hasta les decimos wipers a los
limpiadores. Me veo quejándome de que hablas muy golpeado, como si quisieras
pelear, supongo que no pero temo que sí y entonces suelto mi risa que es a la
vez curiosidad y nervios. Te oigo decir ¿ves? Te lo tomas todo a broma cuando estoy
toda enojada. Y es que si no me lo tomo con humor no sabría cómo enfrentarte, porque
tampoco logro entender por qué estás toda enojada y por qué tienes tan poca
paciencia, si la vida de la capital te ha caído tan mal o si así venías ya de
paquete, como venía mi voz, grave y baja, en el que abriste tú cuando nos
conocimos.
Trato
de explicármelo todo en términos de Norte y Sur, pero doy apenas con un montón
de prejuicios de esos con los que vamos poco a poco construyendo los espacios
del confort, cierta seguridad en nosotros mismos y en la idea que tenemos de
las cosas. Te me quedas viendo verte desde el otro lado del asiento, dices ¡qué!,
como una yegua bronca y yo no sé si es una yegua bronca lo que tengo ahí o un
conejillo aturdido, no sé si hay que dejarla piafar y soltar coces o decirle ¡ven!,
con voz melosa y extender los brazos. Al final, las yeguas broncas también se
aturden cuando les gritan ¡arre! y luego ¡oh!, cuando les cambian la jugada con
la rienda. Ahora imagíname en medio de los ejes viales, en esta ciudad de
locos, con una rienda en las manos, que no acabo de entender cómo funciona, sacudido
por el brincoteo de una yegua encantadora, sí, pero que no sé a dónde me lleva con
tanta prisa, a mí, que siempre me ha sido difícil saber a dónde voy. Dirás que
es miedo de caerme, pero no olvides que, cuando los caballos pierden el jinete,
se desbocan.
Villa,
centauro del Norte y este centauro fallido de la capital, que llegó a los
jaripeos con un siglo de retraso. El Norte seguirá siendo un reino independiente
–dijo Sansa Stark a las puertas de la Edad Dorada. No hay rienda que los
domine, norteños, se han adueñado de todo y vuelven a sus estepas agrietando la
tierra bajo sus cascos. La verdad es que siempre renegué de todo lo que estuviera
más allá de Michoacán, y cuando por fin me dispuse a ser llevado a las extensas
planicies…