sábado, 3 de agosto de 2019

Cucharas egipcias

La civilización, lo monumental, el museo. El Louvre como prototipo de los tres ideales, el proyecto de la totalidad bajo techo.  Quien dice techo dice ya civilización, como quien dice fuego. Traslado de esfinges embaladas a través del Mediterráneo, a lo largo del Sena; su desembarco sobre troncos rodantes o inmensas grúas robotizadas. La historia del acero, Historia con mayúsculas como los nombres de las ciudades, los arqueólogos que las descubren y los ingenieros que las encierran en otra ciudad climatizada, el museo. 

Turistas boquiabiertos ante las momias y los sarcófagos, obstinándose sin saberlo en trascender la muerte, civilizándose, ilustrándose. Para civilizarse hay que hacer una cola de hora y media bajo una pirámide de cristal, Keops quebradiza, para poderse hacer la selfie frente a la Gioconda, transmisión en directo. La marcha del progreso. Marchez, si vous plait! Marchez, sobre los tesoros antiguos y los territorios conquistados. La voz de Napoleón en el Nilo resuena en los oídos de los turistas que avanzan a la conquista de la civilización. ¿Quién mira a la Gioconda y no su propia imagen en la pantalla del celular? ¿Quién mira el valle de Gizeh y no la imagen de su consagración en el cuadro, también monumental de Louis-David? Selfies transeculares, turistas boquiabiertos fagocitando todo para su bio, ¿quién mira? Una vitrina indiferente al desfile de la masa, pequeños objetos… ¿qué pueden decir de la gran obra del Hombre? Cucharas egipcias.   
   


¿Cuántas bofetadas te llevaste por no agarrar bien la cuchara, por tirar la sopa al levantarla del tazón, por llevarte el tazón a la boca con ambas manos? La civilización y su violencia, la letra entrando con sangre en tu cabeza, la cuchara entrando en tu boca con delicadeza aristocrática. Contrasentidos del civilizado. Como el hombre que genera fuego pero se ha quemado en el intento. Le cru et le cuit. No hablemos ya de las hogueras o los techos, el caldo o la cuchara. Hablemos de tallarla con minucia, de darle ergonomía. El tamaño y la adecuación al uso antes que la belleza ¿o acaso en simultáneo?

Niños egipcios abofeteados mientras aprendían a tomar la cuchara, a llevársela a los labios, ¿bajo qué techos? No, ciertamente, los de la aldea de agricultores; los techos del palacio y el peso de su grandeza que había de fascinar turistas milenios adelante. Sostener la grandeza de un palacio con gestos como el decorar una cuchara con la efigie del ciervo o el agricultor, el perro de caza. Hacerlas fabricar por artistas tan especializados, tanto como el que construye el palacio o pinta los sarcófagos para beneplácito de los turistas que siguen llevándose cucharas a la boca y habitando ruinas futuras de palacios presentes, ruinas archivo de las ruinas… turistas que se llevan a la boca cucharas más ordinarias que éstas, desde luego, cucharas que nadie pensaría poner en una vitrina. 

¿Idealizar el arte de hacer cucharas o emprender la tarea imposible de traducir en palabras las formas de la doncella tallada en madera que parece flotar conducida por un pato con cabeza de marfil? ¿Está la forma destinada a permanecer? ¿El reporte verbal que guardo ahora en la nube inmaterial de información pone a salvo esta forma de su extinción cuando el museo sea reducido a polvo en la siguiente guerra, más probable que el comején dentro de la vitrina?

“Vasija de barro cocido: no la pongas en la vitrina de los objetos raros. Haría un mal papel. Su belleza está aliada al líquido que contiene y a la sed que apaga.” Decía Paz de la poesía de la vasija y de sus formas, del uso y la contemplación de los objetos, y aunque dijo bien (y mucho), me pregunto qué habría dicho de estas cucharas y de sus formas intencionadamente embellecidas: carnero o flamingo, agricultor o perro de caza. Escultura de lo doméstico, arte para el culto de lo cotidiano o sacralización de lo profano por intermedio de la forma, ¿escribirían los artesanos egipcios el primer manifiesto Art Nouveau de Occidente? 

Toda civilización es avanzada –parece decir Cleopatra, que sabía todas las lenguas de su mundo y tal vez descubriría el remedio a males que hoy nos aquejan todavía. ¿Una mujer a la cabeza de una civilización que nadie olvida, no es demasiada modernidad, y más cuando poetas de otra “civilización”, que se quiso modernista pero sólo logró serlo de machos, la hayan reducido a la leche cuajada de sus pechos?


La cuchara egipcia bien podría apagar el hambre de un niño rico egipcio, como la selfie frente a la Gioconda apaga ahora el hambre de atención de un adolescente rico e infantilizado que viaja a París. Esta cuchara no hace mal papel en la vitrina como no lo haría en la mano de los comensales, ni lo hace frente a la mirada de un turista, un tanto raro, que le dedicó unas líneas durante un largo trayecto de autobús que lo alejaba de la civilización para devolverlo a su tierra sin cleopatras ni museos totales.