Para Ananta Krishna Das
Se ve que eres bueno –dijo. No supe si sentirme
elogiado. Por todas partes oigo hablar de virtudes que nada tienen que ver con
la bondad, aptitudes para competir en el mundo, virtudes no. Que ella lo dijera
parecía darle un significado distinto, esbozaba un proyecto de vida. Mucho
esfuerzo, mucha competencia, mucho exigirse: resultados pobres. ¿Y si en
realidad todo se tratara de ser bueno, si fuera lo único importante?
Llanto ante una revelación que despertaba un
recuerdo doloroso: "Eres un buen hombre… ¿y?" El abogado, el que le había cobrado
al judío por meterlo a la cárcel para poder cobrarle de nuevo por sacarlo, despreciaba
el esfuerzo de un hombre por mantenerse libre de culpas y remordimientos. Se le
veía feliz junto a su mujer rubia, en el BMW convertible que lo llevaba al
restaurante casi quebrado del hombre que intentaba ser bueno.
El hombre falló en sus intentos de que el restaurante
funcionara y, para muchos ojos, en sus intentos por ser bueno. Lo enterramos
hace trece años y heredó todo lo que tenía: una lucha inútil contra los vicios
sociales, una lista difusa de ideas, un montón de recuerdos violentos y
contradictorios. Cualquiera que intentara ser bueno tal vez heredaría lo mismo.
Llanto ante el peso de la herencia, un camino abierto hacia el fracaso que es
necesario rehacer, casi sin herramientas. Herencia de pesadas expectativas,
como si no fracasar fuera nuestra única obligación. La idea relativa del
fracaso y la socialmente construida.
La conmovedora escena de una película araña la
memoria, el centro del dolor. La bella adolescente, siempre tan lista e
ingeniosa, se arroja a la cama gritando “¡No sé cómo vivir!”. Reconocemos lo
perdidos que podemos estar, lo perdidos que ya estamos a falta de ataduras y decálogos.
La memoria también nos conecta con espacios
antiguos, conecta espacios remotos. Rostros que son espacios habitables y cambian
con el paso del tiempo. Rostros que renacen y se rebautizan, que viajan y
vuelven cambiados. Preguntas en el templo por Alexiss y te ven con
descalificación. Corriges: Ananta, y entonces entran a buscar a Alexiss, el
nombre con el que asocias el rostro que abre los brazos al asomarse y reconocer
el tuyo. Decálogos: bañar a la deidad con leche, miel y flores. Cantar hasta el
éxtasis en una lengua ininteligible, el mantra. Oleadas de afecto y fraternidad
en una idea común. No conozco a Sri Krsna, pero tampoco me ha dicho nada sobre la
bondad, hasta ahora.
Después del llanto, el insomnio. –Ya estás grande,
qué puto te oyes. Rostros recordados de los momentos en que nos sabemos
perdidos y preferimos negarlo. Guardar el llanto para las horas solitarias, las
horas muertas en que el cansancio del cuerpo nos inhabilita para más trabajo.
Horas en que nadie nos mira, en que no buscamos nuestro reflejo en rostros
ajenos y tenemos que mirar adentro, en el propio. “Se ve que eres bueno”, y entender
que serlo te ha servido para maldita la cosa, que no serlo podría llevarte a
cosas que no estás seguro de querer. “No sé cómo vivir”, un adolescente ya muy
poco bello de treintaicinco años no conmovería a nadie en una película. Ya
estás grande. Aferrarte a la idea de que ser bueno podría ser todo el argumento
de la película. Dormir en el autoengaño de tener una vaga idea de cómo vivir.
El insomnio, abrir el libro prometido. Esforzarse
por corresponder al compromiso de una amistad en la que has fallado. Ananta
recomendó empezar la lectura por el capítulo 18 al obsequiarte con lo que él
tiene por más sagrado: Sri Krsna recomienda a Arjuna que no renuncie al karma por completo, sino que renuncie a
sus frutos. Sannyāsa o tyāga: dos tipos de renuncia a los frutos, o a los frutos
y al trabajo en favor del ejercicio de la caridad. No acabo de entender, pero
algún tipo de paz me trajo la palabra, tal vez la tentativa de cumplir un
compromiso. Duermo. Ananta está por tomar el avión de regreso a la India. No
volveré a verlo en muchos años. Quizá lo he decepcionado. No sería la primera
vez, o quizá sí. Ananta y Alexiss no son la misma persona. Lo dijo él en la
fiesta del templo. Algunos vamos más despacio hacia el mismo destino. Algunos
vamos y ya.
Si este domingo tuviera que confesarme, apenas diría
que he bebido un poco de más el fin de semana, pero eso no me remuerde la
consciencia en absoluto. Ni siquiera lo percibo como un exceso. Tomaría comunión
sin cometer sacrilegio. Mi alma está en paz, pero en ciertas instituciones no
es el alma de uno la que decide estas cosas. Por eso no me confieso ni comulgo,
no voy a misa. Tampoco me remuerde la consciencia por esto.
Baño a la deidad e intento conectarme con el
sentimiento profundo, con el éxtasis de los que cantan alrededor mío. No logro
sacudirme la curiosidad de etnólogo con la que entré al templo. Canto, me muevo
un poco, me preocupo por mi acompañante que debe estarse cansando. Al mismo
tiempo trato de entender. Escucho a Ananta explicar los pormenores del ritual.
Sus profundidades. Es tanta mi carga que no logro entender nada. Es tarde
también. Salgo del templo sin participar del banquete, no comulgo. La búsqueda
abre el camino, pero hay quien se detenga demasiado en él. Hay quien necesita
respirar.
La poeta guapa, mi acompañante, va también por curiosidad
etnológica. Me recomienda un libro de poesía. Confiesa estar entrando mucho en
este asunto de la religiosidad oriental. Abro el libro y leo: “como el Danzante
vagabundo, mendigo el sustento, el sueño de una realidad suprema”. Me choca de
inmediato la idea de la señora rica que viaja al Oriente para mendigar sueños, jóvenes
de clase media que van al Oriente a construirse un sueño. Es mucha mi pobreza
pecuniaria y espiritual, supongo. “Pon atención al texto, no a las ideas
alrededor”. Es verdad, es una buena poeta esta señora rica. No le quito mérito,
triunfó en la vida. Ser buen poeta tampoco implica ser una persona buena.
Dios, idea lejana. Lo más reconfortante en esta búsqueda
ha sido aquella frase inicial: “se ve que eres bueno”. Me lo dice alguien a
quien no le pasa por la cabeza irse a la India, que tal vez nunca abra un libro
tan complicado como el que Ananta me regaló. Lo paradójico es que no tenga ningún
problema para creerle, pues a pesar de conocerla poco, intuyo que me ha hablado
siempre con la verdad. Una Verdad que no sueña con realidades supremas y es
feliz con el sol, las olas del mar o un par de zapatos. Entonces cometo el
pecado de envidiarla y entiendo que no tengo remedio o estoy en un tramo
demasiado enlodado del camino.
Se ve que soy
bueno, pero tal vez no lo soy. Habrá que preguntar a los amigos decepcionados,
a las exnovias que dejé atrás, a los alumnos tratados con insuficiente tacto. Quizá tampoco soy tan malo. Los decálogos intentan configurar seres
perfectos compatibles con ideas de lo absoluto. En el camino de la Verdad me he
encontrado con la diversidad. Es cierto que hay verdades subyacentes, más
profundas, pero los modos de ser y hacer me obligan a dudar de lo absoluto.
Relativismo y posmodernidad –dirán. No encuentro cómo negarlo. Al final, mi
bondad se reduce a la apariencia. Igual sólo es la cara de pendejo, y quizá serlo
tampoco esté tan mal. El problema es este último balance: bondad y pendejez en
los extremos de la misma ecuación. Busco a Dios y me es más fácil encontrarlo
en nimiedades relativas que calibrando la balanza. Es que tal vez no he
terminado de renunciar a los frutos. Es que tal vez estoy hablando demasiado de
mí mismo. Soberbia… Dios sabrá perdonarme una vez que lo encuentre.