La pantalla diminuta del reloj. Está empañada. Saco
la regla del cajón y mido: 1 x 2 centímetros. Me esfuerzo para ver la hora
detrás del vaho, una neblina de tiempo ido o un porvenir que tampoco quiere
revelarse. La tallo con la yema del dedo, pero el vaho está al otro lado del
cristal, nada qué hacer. El tiempo ha perdido la medida.
Recuerdo mi mano entrando en la olla caliente,
removiendo vapores y aromas. El reloj en la muñeca. Fue ahí, en la preparación
de la pócima, cuando todo empezó a suspenderse. 1 x 2 centímetros, una rendija
mínima. Un preso en un calabozo oscuro sabe de los días por un agujero diminuto
en la pared. El preso entre un amor que se fue y uno que llega se esfuerza por
leer la hora en la pantalla empañada. –Mira tu reloj –me dicen –¿cómo le vas a hacer
para ver?
No vemos. Los días van pasando y cuando te das cuenta se ha
desdibujado lo que estaba detrás y lo nuevo va cobrando forma con más fuerza.
Un poco como andar a tientas: sabes que avanzas por los contornos de las cosas,
de los cuerpos atravesados en el camino, voces y palabras provenientes de
geografías distintas. No es necesaria la precisión de una regla para notar que
ahora hace falta agacharse más para llegar a los labios, abrir menos los brazos
para estrechar la figura que moldea mis movimientos poco a poco hasta habituarse
al nuevo tamaño. No hay medidas para el antiguo gusto de morder una mejilla, ni
para el vértigo renovado de levantar otro cuerpo del suelo y hacerlo girar con
el mío en la prolongación de un abrazo que se convierte en danza, equilibrismo
y carcajada. –Sí me aguantas.
Miro la pantalla diminuta, debo acercarlo demasiado
a los ojos para distinguir los números. Casi podría decir que ese reloj no sirve,
desecharlo. Pero algo sé de su origen que me detiene. No creo en los borrones
que abren cuentas nuevas. Creo en las canas y en las cicatrices, el mapa que
trazan en la piel. Desechar un objeto y vaciarlo de su pasado, ahora, cuando
casi ha dejado de servir para lo que fue hecho. Me lo quito y miro el blanco en
mi muñeca, ¿cuánto tiempo tardará el sol en uniformar la piel? ¿Cómo medir su
paso con el pulso libre? –Cómprate otro reloj, ese ya está muy feo. No me gusta–.
Hasta hace unos días podía defenderme y decir que lo uso para nadar. –No le
entra el agua y sé cuánto falta para que acabe el entrenamiento. Ya no puedo decir eso, veo las gotas condensadas en la pantalla y trato de encontrar una excusa
para no desprenderme de él.
¡Qué tontería! Tanto drama por un cambio de reloj –van
a decir unos, los insensibles. Se acabó su ciclo –dirán otros, los trascendentes.
Pero yo no creo en los ciclos, soy demasiado occidental y entiendo los días
como adición de horas, los años como adición de días, las marcas en la piel
como adición de experiencias. Acumulación del polvo que ha de sofocarnos y
fundirnos con él. Adición de cuerpos en el sedimento terrestre.
Puedo dejar de usarlo algunos días y ver cómo la
marca desaparece de la muñeca. Andaré un poco desorientado aunque el nuevo amor
me tome de la mano y vaya indicándome el camino. ¿Cuánto más seguiremos andando,
cómo medir lo que falta por recorrer, lo que llevamos? La marca desaparecerá de
la muñeca pero no puedo asegurar si habré cambiado. Hay cicatrices ocultas por
el vello, por la cosmética. En el fondo, las huellas persisten, tenues: has
pasado por aquí. En el fondo, detrás del vaho, se esconde la medida de las
cosas, la pantalla que me marca la hora de seguir andando. Entonces lo dejo en
la muñeca y espero que el sol, los días hagan lo suyo, que las gotas se
evaporen y la pantalla recobre nitidez. Todo muy lento, porque las cicatrices
nos las hacemos casi siempre por descuido en rápidos accidentes: la rama que no
supimos retirar del camino, el agujero aparecido de pronto debajo del pie en
que más confiamos. Desvanecerlas es más lento y natural, cada una a su tiempo, según
su profundidad, su anchura, la mucha o poca comezón que nos provoca.
La pantalla diminuta del reloj marca la hora del
silencio. La acerco a mis ojos hasta distinguir los números: hora de callar,
seguir andando, ir a lo que viene, sin olvidar.