(Espacios de la intimidad 1)
Encendí el ventilador a pesar de la mañana, agrisada
y fresca entre los días bochornosos. Abro la ventana para que salgan los olores
y un poco el yo de ayer, de antier, el de los pensamientos atormentados y casi
siempre gratuitos. También he cerrado la puerta. No vivo tan solo como lo he
deseado las últimas semanas, con fuerza. Ese yo al que le he abierto la ventana
va a volver. Es parecido a las alergias que van y vienen según resoplen los
aires.
He cerrado la puerta y pienso ahora en el pasaje de
la novela que me trajo hasta aquí. Comparto con Alejandro Zambra esa “especie
de latido extraño [que siento] al entrar a esta pieza que es mía y ahora es una
especie de bodega”. Interrumpí la lectura en ese punto y salté de la cama al escritorio. El yo que está yéndose
ahora por la ventana prefiere la cama, la cara pegada a la sábana, la almohada
sobre la cabeza. Se dice rendido pero no deja de hilar pensamientos dañinos a
un ritmo agotador. Cree resolver las cosas enmarañándose en su propio tejido
sin forma, ridículo cuando hay que articularlo en palabras, ya no las de un
texto sino las de una conversación telefónica. Por eso salto al escritorio
cuando paso por esas líneas, que son el colmo de las coincidencias: he dicho
siempre, cuando vuelvo a casa, que mi cuarto se ha convertido en una especie de
bodega. Buena parte del año pasado estuvo incautado por mi abuela, que lo fue
haciendo un poco suyo. Hace unos días volví a doblar el cobertor floreado sobre
esa cama que ha estado ahí al menos desde mis trece años. A poco de que mi
abuela se fuera volví a acomodar un montón de libros guardados en cajas desde
la última remodelación, así siento cada vez más que recupero algo mío. No sé si
al yo que habitaba ese cuarto, ni sé si quiero recuperarlo, pues salió huyendo
de ahí para convertirse en el que soy ahora en este otro cuarto desde el que
escribo.
Vine al escritorio para no enterarme de qué más
decía Zambra sobre su antiguo cuarto. “Leer es cubrirse la cara. Y escribir es
mostrarla” –dice páginas antes. Llevaba ya un par de días ocultando la mía, la
almohada sobre la cabeza o el libro a la altura de mis ojos. Muestro la cara
para exclamar “a mí me pasa lo mismo” y entonces vengo al escritorio a tratar
de explicarlo, interrumpiendo a Alejandro que se queda con la palabra en la
boca cuando apago el dispositivo. Eso que no hago nunca en las conversaciones
cara a cara por cansinos que sean mis interlocutores o aburridas las charlas entabladas
alrededor de la mesa.
“Escribir es mostrarla” –dice. El sustento teórico de su afirmación radica
en esta otra: “es en y por el lenguaje que el hombre se constituye como sujeto”.
No siempre es tan inútil esto de hacer doctorados, pero no habrá quien prefiera
la máxima de Benveniste a la sentencia elegante y abreviada de Alejandro, tan
cercana.
Alejandro, ya sé. La confiancita. Pero es que me
estaba hablando a mí. Me estaba contando su vida. ¿No es eso ya una invitación
a algo así como un tuteo remoto? Además, lo vi hablar hace un par de semanas en
la universidad. Es tan joven como algunos de mis primos mayores. Y me estaba
hablando a mí, aunque me haya pirateado su libro. Acaso sea como escuchar una
conversación a escondidas detrás de una puerta.
Pienso que leo este texto en voz alta e imagino a mi
primo recargado en mi puerta, del lado de la sala. Cambio rápidamente los
nombres y me veo escuchar a Alejandro lidiar con sus demonios frente a la
pantalla y yo sigiloso, detrás de la puerta.
Irse. Ayer terminé una novela de Mario Sánchez
Carbajal. Haz de cuenta que somos nosotros –dijo mi hermana, cuando me la puso
en la mano: “Subí a mi cuarto pensando que mi madre estaba pendeja si creía que
me iba a largar de la casa”. El protagonista es mucho más activo que yo, aunque
más irascible y seguro de sí mismo. No se va, prefiere afirmarse en un
territorio del que se ha apropiado y que aparece poco en la novela. Me gustaría
repasar el libro y escudriñar ese espacio para entender por qué valdrá tanto la
pena aferrarse a él. Sospecho que al final él también acabó por irse, la novela
no llega a esa parte.
Volver. El “extraño latido” y la “bodega”. El
armario abarrotado con ropa vieja de mi madre. Los diplomas enmarcados de la
prepa y los trofeos de mi etapa karateca adolescente apilados sobre un librero
a medio llenar. El vago proyecto de sacudirlos y volverlos a fijar en los muros
como piezas de un museo de mí mismo. Pero también sus espacios vacíos que me
interrogan, me invitan: ¿y si vuelves?,
¿y si dejas esa vida ajetreada de la ciudad y te recluyes en este pueblo para cuidar
de tu madre y de los perros a una vida austera y ermitaña? Volver los fines de semana o por periodos
un poco más largos en vacaciones. Huir de esas preguntas tentadoras, de otros
proyectos nada bien orientados.
Cierro la puerta. Mi primo ronda entre la sala y la
cocina. Tal vez porque es tan silencioso como yo o porque desde que dejó el
empleo y pasa tanto tiempo aquí me incomoda su presencia. Nada personal, pero
hay una territorialidad de macho o un espacio de intimidad que siento vulnerado.
Nada de ser yo mismo y hablarme mientras cocino, mientras paso el trapeador por
la sala. Nada de ensayar combinaciones de karate y llaves para destensar el
cuerpo luego de escribir un párrafo o de subrayar una lectura complicada. Imposible
practicar los pasos de salsa frente a él, desparramado en el sofá, estudiando.
Habría que pedir permiso para hacer el ridículo o mostrar una desinhibición que
no he tenido nunca. En el mejor de los casos, hacerlo participar de una actividad
que no he pensado en compartir con él, indispuesto a su vez, para presenciarla.
Mi cuarto tiene metros de menos y libros de más.
Acaso el “extraño latido” que siento cuando entro a
mi vieja habitación me impulsa por lo bajo a repetir las combinaciones de
karate, aquí, entre la sala y la cocina del departamento. Subyace al
comportamiento adulto que olvido cuando me quedo a solas y me dejo llevar por
el infantilismo. Acaso el latido recircula por mi cuerpo la sangre del niño que
no ha terminado de irse.
Nos vamos para ser adultos y leemos para poder ser
cualquier cosa, refugiados tras el cuerpo del libro, enmascarados por las
palabras. Leemos pasajes que nos hacen volver a casa y nos hacen saltar de la
cama para mostrar nuestra cara y construirla a voluntad. Enciendo el ventilador
para secarme ese sudor enfermizo que me ha traído la fiebre del aislamiento.
Cierro la puerta y cuando estoy también por cerrar el texto con la
precipitación habitual recuerdo una charla un poco más lejana: “Si esa coordenada
de nuestra existencia vacila [el espacio], se pierde el equilibrio esencial y
nuestra relación viva con el mundo se vuelve imposible e insostenible”.
Vacaciones y fines de semana en la casa materna,
combinaciones de karate que son reminiscencias de un cuerpo más joven; departamentos
compartidos “temporalmente”. Un ir y venir o un nomadismo equivalente a la
vacilación en las coordenadas, según Ramos Rosa. Miro el cactus que pongo al
sol todas las mañanas balancearse en el antepecho de la ventana: vacila entre
caerse de un segundo piso o desparramarse sobre el buró pero acaba por quedarse
ladeado, mirando al patio. Recuerdo a su antecesor ensombrecido en medio de la
sala, ya seco: “una construcción del espacio con todas las aberturas necesarias
para que la orientación vital se asegure en las grandes líneas de los paisajes”.
El poeta portugués muestra su cara de arquitecto. Mi cactus pone también su
cara al sol con la escritura no descifrada de sus espinas y cicatrices. Latidos
extraños bajo las caras: del arquitecto en el poeta, del escritor en el cactus.
Yo enciendo el dispositivo, aparto mi cara del escritorio y me vuelvo hacia Alejandro,
porque me estaba contando que...