A Illari Alderete
La última entrada de este blog es del 24 de febrero de 2022. Casi dos años ya. Me han robado el tiempo.
Poco antes de esa fecha, una voz –entonces no sabía cómo sonaba– vertida en un mensaje de texto, me decía que el tiempo (para escribir) hay que robarlo.
Ahora
conozco el sonido de la voz mejor que ningún otro, y lo echo de menos en días
como hoy, cuando también me es robada su presencia, que se ha vuelto todo.
Pienso en una caminata junto a la playa, cuando andamos un poco alejados de las
olas y una de ellas alcanza apenas a mojarnos los pies; su frescura y la invitación
a bañarse: “el tiempo hay que robarlo”.
Entonces la enorme ola que no vimos venir cae sobre nosotros y nos
levanta de la arena, nos hurta al terreno seguro e intentamos nadar hacia donde
el instinto y alguna esporádica orientación pueda llevarnos. Aparece el miedo y
una resistencia algo furiosa, que se apacigua en cuanto notamos lo tibio del
agua y recordamos que, bien o mal, sabemos hacer que el cuerpo navegue. La voz
que entonces mojaba mis pies devino una presencia poderosa y constante, cotidiana, diario de a bordo, forma de vida.
La
gente puede llegar a nosotros de esa manera. Uno elige nadar en ciertas aguas o
salir corriendo para evitar más sobresaltos. Y podremos sentirnos hurtados de
la tierra pero aprendemos a movernos en el oleaje de la levedad y la calidez
placentera de las aguas. El baño se disfruta y se prolonga hasta que vamos
cayendo en la cuenta de lo mucho que amamos la vida, las olas y a las personas
que llegan a nosotros así: inesperadas, repentinas, abiertas. Como contigo.
Sigo
el consejo y robo unos minutos, para mí y para ti. Una metáfora que intente
explicar el tiempo que hemos robado cada uno para ponerlo en manos del otro y
compartirlo. Pasa entonces que el valor del tiempo –porque es trabajo, porque es
dinero, porque es vida– se relativiza: andamos siempre igual de apresurados,
pero es como si, en vez de manecillas que giran sobre un eje, el tiempo
describiera un 8 alrededor de dos centros, atándolos para evitar que escapen. Hay
que mirar el 8, cómo engrosa su línea al pasar frente a ambos centros, cómo se
dilatan los segundos, los minutos en el centro compartido, en el centro de la
mesa donde el pan y la fruta se cortan y reparten en porciones suficientes para
sustentar la vida, el centro gravitacional del infinito ocho que a veces anda a
tropezones por no saber bailar, por enojarse, entristecerse o dudar, pero que
hasta ahora se mantiene en su sitio.
Tiene
apariencia de infinito el tiempo compartido, pero es un engaño. No deja de
ser el botín de todos nuestros hurtos. Actos fuera de la ley de vida, que tiene
su límite y su punto de quiebre. La prueba es que la vida sólo me ha permitido escribir
de nuevo hoy, y he tenido que robar para ello. Sustraerme a tu presencia y a tu
voz. Al resto de las demandas necesarias para sustentar la existencia que
queremos.
Me
he forzado al hurto porque se acaba un año, feliz y a veces tenso; solitario
más allá de ti e increíblemente cálido dentro del hogar en que te has convertido.
Pero es un año más, o un año menos, según la perspectiva. Un lapso muy amplio
para que una consciencia ande sin volverse sobre sí misma en la escritura.
Hay
que robarlo –decías antes de saber lo ridículo que puedo ser en
pijama, lo explosivo de mi ira, lo hiriente de mis sarcasmos, la ternura de mis
abrazos, la tenacidad de mis rutinas… Imagino a una cosechadora de uvas que alimenta
a escondidas a su hija y guarda un racimo bajo su sombrero cada que puede. Lo
sabes muy bien: la escritura se alimenta de ese racimo robado al sueño, al
cansancio, a los quehaceres de casa, a nuestro amor por las personas, a la
adicción a la televisión, al ejercicio físico. ¡Cuántos capataces celosos!
Pero
qué hija, también, tan exigente. No se conforma con la media hora de una rutina
de yoga o los quince minutos que lleva hacer un poco de arroz para dos personas.
No. Pide horas y silencio (mental y auditivo) a riesgo de que nos crezca chueca
e inacabada, rota en géneros breves y fugaces, vaga y plagada de lugares comunes
como cualquier hijo de vecino. ¿Es exigente la señorita o nosotros la queremos
de “cierta manera”? ¿Qué tienen de malo lxs hijxs de vecino?
Tal
vez hoy haya sido fácil robar el tiempo. Tampoco hay que excederse. Cuando las
cosas se hacen con facilidad, se pierde la osadía y queda muy poco del atraco
para contar. Hoy que conozco la voz, recuerdo tu frase en toda su singularidad:
la enorme ola que me lanzó a estas aguas no pudo arrasar la sensación de humedad
bajo el pie de una ola tímida que apenas se llegó a tocarme.