Los que creemos que la ciudad es la muestra de la solidez del progreso y de
todo lo que representa lo humano podemos estar equivocados. Basta andar sobre
ruedas para darnos cuenta de que todo se desvanece nuestro paso: no es la
velocidad sino el recorrido lo que nos recuerda el carácter fugaz de todos los
hechos. Con todo, no hay razón para entristecernos, la fugacidad de las cosas,
su finita calidad de instante único es una verdad poética que podemos descubrir
en todos los trayectos.
Entre los medios para recorrer la ciudad, la bicicleta es uno de mis
predilectos: tal vez carezca del silencioso y exclusivo aislamiento del
automóvil, o de la vertiginosa y arrebatadora emoción cabello-al-viento de una
motocicleta; carece también del enraizamiento reubicador del caminante, pero me
gusta su rechinante lentitud, la fresca indefensión que nos hace sentir entre
los automóviles casi asesinos que con frenéticos bocinazos nos reclaman la
propiedad de las avenidas. El hecho de no tener motor y la exigencia del pedaleo
son un recordatorio de que aún podemos hacer cosas, de que podemos -si
queremos- no depender de la máquina y liberarnos de las fastidiosas reglas que
nos obligan a circular forzosamente en un solo sentido o nos prohíben subirnos
a la banqueta: ser arrollado por un ciclista siempre será menos grave que por
un automovilista:
-Son
cosas que pasan -diremos tras sacudirnos el polvo.
No hay que llamar seguros ni ambulancias, una sobada y un usted-disculpe son
más que suficientes. Entonces volvemos a montar para seguir disfrutando la
evanescencia de una ciudad que se va deslizando como un enorme papel tapiz a
nuestros lados. En él hay colores y formas diversos, amenazas fácilmente
eludibles, también rostros, sobre todo eso...
Ir en auto, motocicleta o Metro implica renunciar prácticamente al rostro de
bellas líneas que puede asomar por alguna de las aceras, a la atracción
espontánea del amor pasajero: dar el frenazo es demasiado obvio; arrojarse del
vagón es definitivamente suicida; bajar suavemente una pierna, sonreír y
preguntar (aun sabiéndola) una calle para iniciar una conversación es mucho más
elegante y natural. En un automóvil, la velocidad y el encierro nos hacen invisibles;
en la motocicleta, el casco nos asemeja a astronautas o alienígenas con los que
nadie quiere tener un encuentro, y mucho menos tan cercano que sea preciso llamar
seguros y ambulancias. Con la bicicleta, en cambio, somos nosotros más un plus
de altura, velocidad, ligereza y ecología que puede granjearnos algunas
sonrisas cuando menos transitorias.
El caso es que en bicicleta es más fácil enamorar y enamorarse, aunque como
pasa con las bicicletas, todo, inclusive ese fugitivo amor de crucero, se
desvanece al paso como una nube empujada por una refrescante ráfaga de
realidad.
jajajaja, hasta ganas de desempolvar la bici, nada más por el gusto de enamorarme hoy.
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