sábado, 21 de julio de 2012

Las mil y una noches eróticas

Siempre hubo en casa libros colocados en las estanterías más altas y generalmente hay padres ingenuos que creen censura suficiente el hecho de colocarlos ahí. Yo no recuerdo, pero es una historia familiar que a mis tres años jalaba una silla y tiraba la charola del pan para gozarme en sus mantecosas dulzuras; una historia muy reída y celebrada por todos, menos por mi abuela, guardiana celosa de la despensa como tiene que ser una buena abuela. La silla que sirve para alcanzar las alturas siguió siendo un cómplice habitual: a veces descubría monedas encima del refrigerador, golosinas en las alacenas inalcanzables y libros, libros de los que, sin que yo supiera por qué, mi padre se negaba a hablarme.
 A mis doce años, sentencias como, “esos no son buenos para ti” los volvían definitivamente tentadores y posibles. La prohibición sólo era tácita: “no son buenos para ti” no significaba necesariamente “no debes leerlos”. ¿Qué podría saber mi padre de mis púberes gustos? Para entonces tal vez la silla no era ya tan necesaria, pero la costumbre de su complicidad y cierta facilidad práctica me llevaron a apoyarla una vez más, en el librero…
Desde esa altura el mundo era ya otro: la palabra erótico acrecentaba el cúmulo de las dudas que mi padre se negaría a resolverme, los pechos en las portadas, los colores sugerentes de las pastas, las faldas a medio levantar y sonrisas que nunca había visto en mujer alguna fueron insoportablemente invitadores. El criterio de selección fue, dado que los libros “no eran buenos para mí”, la extensión de los capítulos, que en Las mil y una noches eróticas se convertían en relatos breves e independientes.
Aprendí de perfumes y hierbas aromáticas, de músicas jamás oídas y que transportan a un estado de voluptuosidad que apenas iba descubriendo; supe lo que es un hamán, un eunuco, una ninfómana y sobre todo, de las cosas que puede llegar a hacer la gente por conseguir un momento de diversión totalmente corpórea, y también lo que puede conseguir una persona cuyo cuerpo es su instrumento más peligroso. Mi recámara no tenía puerta, así que tenía que huir al jardín o esperar algunos momentos solitarios para dejarme llevar por lecturas tan edificantes que era necesario esconder bajo el colchón y colocar una almohada en mi regazo para no ser descubierto y evitar un sermón sobre prohibiciones, adecuaciones y maduración.
Pero el pecado nace en la conciencia del pecador. Si se le suman los frutos de mis tardías lecciones de catecismo y aquella tendencia natural a la obediencia paterna, el placer y la curiosidad de tantas tardes de deleite imaginario, vivido cuerpo a cuerpo con los personajes, se convirtió en un odio y en un peso insufrible que terminaron en la destrucción de cuando menos dos libros y el olvido de un sinfín de relatos, sherezadas y califas insaciables, falos que “de ser del tamaño de un cacahuate crecían hasta parecerse a los de un camello o un elefante”, princesas ultrajadas por sus eunucos a través de la ropa, y palacios mudéjares de los cuales se escapaban gemidos que resonaban a lo ancho y largo del Sahara.
No fueron pocos los cuentos de relaciones homosexuales que leí sin discriminación alguna con la misma curiosidad y avidez que los demás. En realidad todo parecía estar fincado en mi fantasía y en el encanto de estar descubriendo un mundo que siempre me había sido fuertemente velado. Aun a mis veintitantos años, mi madre llegó a recriminarme por la portada de un libro -novela conocidísima, además- que mostraba un par de muy suculentos pechos bajo el título de Sexus. Era obvio que ella no lo había abierto ni por asomo, tal pareciera que la colocación estratégica de esos libros en los estantes altos había funcionado mejor con ella que conmigo. Ese comportamiento, tal vez heredado, fue lo que me llevó a la lamentable destrucción de ese palacio de una Sherezada de tranparentes ropas en el que se albergaron tantas noches mis primeras fantasías eróticas que hoy evoco como uno de los recuerdos más gratos de mi juventud cuando logro desembarazarlos del remordimiento que, en aquel temeroso entonces, me causaron. 

viernes, 13 de julio de 2012

Blowin’ in the wind

                       
¿Cuántas veces, en medio de la más absoluta desolación, oímos una voz abriéndose paso entre los escombros o la oscuridad, buscando un resquicio de luz o de aire respirable? Es el viento que sopla incluso donde parece no poder filtrarse. Trae hasta nosotros esa voz tan familiar, más nuestra que un hermana y a la vez tan ajena que podría pensarse de cualquiera, menos nuestra. En el tráfago de los días que contamos uno tras otro, en las sonrisas que intercambiamos, en las opiniones que soltamos al aire y las copas que chocamos, esta voz se pierde. Curiosamente, el viento fluye con más fuerza en este medio abierto, silba en los cristales de las ventanas y se ensordece a sí mismo.
En este mundo amplio donde se saluda a la gente y creemos dialogar de igual a igual con cada rostro que se nos cruza, el viento se limita a ser el elemento natural que agita el follaje de los árboles y levanta basuras en las plazas; es el vehículo de los olores agradables en un parque, en la montaña, en la playa; también nos trae la pestilencia de las alcantarillas y los barrios pobres: lugares abiertos todos, donde caminamos con los demás y escuchamos la palabra ajena, la voz de las verdades que se construyen en un instante para darnos una imagen del mundo. Creemos en la imagen, pues siempre viene acompañada de la sonrisa de una bella, de la sabiduría impostada en las canas de una barba venerable, de la broma noble de un amigo; creer así es fácil siempre.
Tal vez no a todos les ocurra que belleza, sabiduría y nobleza son insuficientes para hacer que la imagen del mundo coincida con la verdad que buscamos, pero cuando ocurre, corremos al aposento ruinoso y cerrado, al refugio bajo las sábanas que nos ocultaba el mundo y atenuaba el miedo. Cuando niños, cerrábamos los ojos para no ver al monstruo de la realidad que nos rondaba; ahora buscamos la soledad de la recámara, la carne muda de la prostituta, la pequeña ermita en la montaña. Son las celdas de una voz cautiva que se cansa de no ser escuchada; sopla con el viento que nos surge del pecho, sale de nuestra boca con la fuerza del grito o el suspiro desolado y vuelve a nosotros como el eco de la soledad: ya no se ensordece ni arranca pétalos a las flores, se deja oír y sus palabras cobran un sentido único. Para el niño Vicente el viento era la encarnación del miedo y un rugido; el aliento del valor patriota para el joven Riva Palacio; y simplemente viento para el hombre desolado en su madurez:

Que eres viento, no más, cuando te quejas,
eres viento si ruges o murmuras,
viento si llegas, viento si te alejas.

El poeta pinta a un hombre sordo, recién empequeñecido por el desengaño y la derrota. Uno que quizá no crea en su propia voz o no se haya detenido a escucharla, o uno que, ocupado en sus lamentos, no le ha hecho las preguntas necesarias. La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento, el viento que sale de mis labios, rebota en el mundo y vuelve hasta mí, transfigurado: el eco de la experiencia que, como el sonar de los murciélagos, al entrar por los oídos conforma una nueva imagen del mundo, una más confiable, creada por nuestros sentidos y a la medida de nuestras limitaciones, que acaban de sernos reveladas.






viernes, 6 de julio de 2012

La noche del encuentro

Otto Dix. Encuentro nocturno con un loco.

Entre las densas nubes de las explosiones y la tierra levantada, entre el olor a pólvora y a hueso incinerado, la luz de la luna parece asomarse; puede ser que el horror o su indiferente timidez no nos permitan verla por completo. Más allá de este paraje, donde la sangre se abre camino por la más minúscula grieta de tierra, conectando entre sí cuerpos sin nombre y sin forma reconocible, la noche ha de ser clara, quizá serena.
Ahora me toca llevar a Hans: un alambrado de púas le destrozó la pierna cuando parecía que ya alcanzaba la trinchera y se ponía a salvo, si es que se puede estar a salvo entre cuerpos que se pudren, o se comen a sí mismos por el hambre o la infección. El campamento está a unas cuantas horas a pie, los vehículos no pueden entrar porque la trinchera quedaría al descubierto, entonces los aviones harían todo. Nos toca ser relevados luego de tres meses que no me siento capaz de describir, porque no estoy seguro de haberlos vivido. El peso de Hans se vuelve insignificante al recordar la explosión de aquella mina que arrojó sobre mí no sé cuántas toneladas de tierra y restos sanguinolentos de carne muerta, carne de compañeros con los que había hablado o compartido el rancho minutos antes; enterrado vivo, creí que había llegado el fin, y  aun en la desesperación de la asfixia sentía un alivio, una especie de liberación. Pero pronto una mano conocida desenterró mi cara y me volvió al aire pestilente de la guerra.
Otto estaba ahí, viéndolo todo con esa mirada endurecida por el hambre, el hedor y un miedo casi desvanecido por la cercanía de la muerte. No dormía por apuntar y hacer bocetos rápidos. ¡Se necesitan verdaderas tripas para pintar esto, se necesita una templanza de gigante! Yo no podría. Además nunca he pintado nada. Creo que no me gustaría ver expuestas las obras de Otto, si es que alguna vez llega a ser un grande, si es que logramos llegar al campamento para ser enviados a casa de una vez por todas. Otto ya ha llevado a Hans y lo ha oído quejarse, algo debió decirlo porque se ha callado; yo sospecho que viene dormido en mis espaldas.
            Entramos en algo que parece haber sido un poblado campesino ya arruinado por las explosiones. Algo se remueve entre el silencio. La polvareda se ha desvanecido un poco y la noche aclara. La luna alumbra escenas habituales y nos ayuda a no tropezar con los cuerpos, nos muestra restos de racionamiento que podrían sernos útiles, pero que no nos detenemos a recoger por nuestra urgencia de llegar. Hans empieza a retorcerse y me es difícil sostenerlo pero no se queja, su dolor debe ser inmenso. Otto se adelanta unos pasos hacia la fuente del ruido. Alcanzo a ver un puente. Otto lanza una exclamación y da un salto hacia atrás, luego avanza de nuevo sin empuñar su arma. Al doblar la esquina se ilumina el espectro humanoide de un ser desencajado de toda realidad. Avanza hacia nosotros con el rostro eufórico y ennegrecido de ceniza y hollín, aunque no parece vernos. Su mirada se perdió en un lugar sin tiempo que no imaginamos. El ennegrecido y roto uniforme no nos permite saber a qué filas ha pertenecido. Tras él, la luna relumbra con más brío y los cuerpos parecen cobrar vida con la luz. Un paisaje macabro al que nos hemos acostumbrado con el servicio. Otto parece impresionado por la aparición; sabe que es habitual, pero vio algo que quizá esta noche, si existe un dios que nos lleve con bien al campamento, será transportado al papel, traducido en unas formas que sólo él sabe hacer tan dolorosas como esta maldita inmundicia.



Lánzate a ver obras de Otto Dix al Palacio de Bellas Artes.