Hay
mañanas terribles. La oscuridad nos retiene en la horizontal que impone el
propio peso. Las cortinas, que a veces
confundimos con los párpados, nos engañan. No sabemos si ha amanecido, si el
sol demorará, si no ha de amanecer ya más. Repugnamos el cuerpo y la angustiosa
costumbre de madrugar, de hacer ejercicio. Salimos, volvemos. De nada sirven
claridad ni movimiento ni ducha a quienes amanecen derrotados.
Hay
que levantarse, sí. Porque más tarde vendrán las obligaciones. No las que
tomamos por deseo, sino las que tributamos a la vida social también aborrecida:
los rostros de otros que son como nosotros y se ocultan de sí mismos enmascarando
su propio desprecio para cumplir con los rituales de la afabilidad; simulación
deliberada de que hay vida. Para los derrotados, el peso del cuerpo y la
obligación de levantarse es una humillación forzada, como la del boxeador que
vuelve en sí tras ser noqueado y en la confusión de los dolores tiene que
luchar contra su carne y la ignominia. Los espectadores ni siquiera se molestan
en silbar o en abuchearlo, es un desecho. Sáquenlo rápido.
Pereza
o fatiga; nulidad de motivos para abandonar la horizontal y abrir la cortina,
para distinguir, entre el follaje de edificios, los hilos de luz que nos
atraigan a la vertical, al futuro que acecha. La desesperanza de vislumbrar una
ciudad o sus ruinas entre montículos de polvo nos refrena. Para qué seguir.
Un ñoño remordimiento nos sorprende: la juventud se está desperdiciando. Pero vienen
en nuestro auxilio la amargura de no encontrarnos ya tan jóvenes, la compañía
leal mas indeseable del fracaso. Hay que aferrarnos al polvo que mordemos.
— ¡Bola de huevones! ¿De qué se deprimen
si no les ha hecho falta nada en la vida? A mi madre ya no le tocó este panorama
sin puertas ni ventanas, de andamios cerrados al futuro. Su vida, que ha sido
una lucha donde su padre y el mío llevaron la peor parte, gozó todavía los
aires viejos de una patria que moría, pero estaba ahí; los aires de “milagro
mexicano” que abanderan a esas generaciones de salida, sorprendentes en su
vitalidad casi sexagenaria: mi madre y sus fines de semana llenos de visitas,
higiene y señorío domésticos. Yo no sabría dar órdenes a un empleado. A mi
generación se le educó para serlo.
Para
fortuna de pocos, hay habitaciones que albergan libros inesperados. Latentes y
oscuros, esperando en el librero al pie de la cama, excluidos de las listas de
pendientes o recomendaciones, sin atisbos de un antojo remoto, les basta asomar
sus pastas para indicar, provisoriamente si se quiere, una ventana. Estas
líneas se deben al desempolve de un libro de Geney Beltrán que no compré, y me
importa menos decir cómo llegó al librero que a mis manos.
Las
frustraciones nos vuelven odiosos, odiadores. Geney Beltrán fue miembro del
jurado de un concurso que no gané. Eso no se perdona, no. Por eso, por el
morbo, rasgué el pvc de El sueño no es un refugio sino un arma.
Las cortinas también se rasgan y entra la luz, vemos –cuando menos– las ruinas, porque al leer los dos primeros
ensayos descubrimos la contumacia de los sobrevivientes. En un país donde “la
vida no vale nada” –cita en el primero, “la
elección del escritor novato es creer” –termina por decir en el segundo. Se
vale de otras voces: la de la Historia, la de la tradición, la más reciente de
Zaid que, en conjunto, parecen apostar por la reedificación de un muy antiguo
templo: el de la palabra que da vida, el de la poesía y los sueños: “el sueño
no es un refugio sino un arma”, citas que son préstamos y asideros, superación
de fronteras, pues hasta ahora no sabido quién será el peruano Emilio Adolfo
Westphalen, a quien se ha tomado un verso para intitular el volumen, pero en mi
experiencia de profesor-empleado resonó a Gabriel Celaya, a su poesía que es “arma
cargada de futuro expansivo/ con que te apunto al pecho”. Ese sentido tópico de
la necesidad imperiosa de escribir, nomás porque no se puede no hacerlo.
Y
sobra decir que no perdonaré a Geney –no, nunca– la involuntaria afrenta de
aquel premio frustrado, pero tampoco habré de perdonar el silencioso llanto provocado
por su libro en una fonda rodeado de godínez: trepadores, injustos, cínicos godínez,;
lejanos e impersonales godínez que prefieren no mirar al sujeto (cualquier
hombre es un espejo) que llora en pants en un día hábil y apura la carne asada,
la gelatina con rompope para salir y agradecer rabiosamente en unas líneas
lanzadas a ese mundo que no existe: “porque el escritor debe ser inclemente con
su mundo. Más todavía si ese mundo no existe”.
Agradecer
el pan de cada día, “poesía necesaria”; el gesto maternal de la camarera
invitándome a una mesa, sacándome de mi exilio en la amargura de la barra para
ver la calle y su desierto; sirviendo con la diligencia de un leal escudero que
injerta en la soledad alguna expectativa y vuelca la ventana hacia el mundo,
porque hay que levantarse, salir con la barriga alegre de la fonda: la
depresión tiene su causa en un proceso inflamatorio que los jugos gástricos infligen
a los insípidos, esos a quienes la desazón ha sorprendido una mala mañana y les
lleva la fe con la salud.
-Preocúpate
cuando no tengas que tragar. La ley del padre se verifica en la premura con que
vuelvo a casa, al escritorio. Acentúa el sabor de la comida, protección del
cuerpo fortalecido, del espíritu emperrado en reconstruir el templo. La poesía
es una ley que ordena el mundo y lo sostiene, en ella reside el sueño de todos;
sueños y palabras que son armas. Herramientas –dice Celaya. También los sueños
son futuro, está contenido en ellos.
–Acompáñame
a la iglesia.– En el fondo de sus peticiones, de su fe, quizá mi madre intuya
ese poder: el del conjuro o la oración, el del salmo o el ensayo. Pocas cosas
hay tan crueles que se pueda hacer a las personas como sacarlas de sus
autoengaños. Por eso creo por hoy –al menos durante esta hora en la que escribo–
en mis palabras, en la escritura; en Geney y en Zaid, en Celaya y Reyes. Como
en sueños, volveré unas horas a la madrugadora magia de otros Reyes; habrá
razones para esperar y levantarse temprano, aun cuando estemos mediados de
agosto y de la vida, pues los sueños, sueños son.