viernes, 22 de agosto de 2014

Necesaria como el pan de cada día


Hay mañanas terribles. La oscuridad nos retiene en la horizontal que impone el propio peso.  Las cortinas, que a veces confundimos con los párpados, nos engañan. No sabemos si ha amanecido, si el sol demorará, si no ha de amanecer ya más. Repugnamos el cuerpo y la angustiosa costumbre de madrugar, de hacer ejercicio. Salimos, volvemos. De nada sirven claridad ni movimiento ni ducha a quienes amanecen derrotados.
Hay que levantarse, sí. Porque más tarde vendrán las obligaciones. No las que tomamos por deseo, sino las que tributamos a la vida social también aborrecida: los rostros de otros que son como nosotros y se ocultan de sí mismos enmascarando su propio desprecio para cumplir con los rituales de la afabilidad; simulación deliberada de que hay vida. Para los derrotados, el peso del cuerpo y la obligación de levantarse es una humillación forzada, como la del boxeador que vuelve en sí tras ser noqueado y en la confusión de los dolores tiene que luchar contra su carne y la ignominia. Los espectadores ni siquiera se molestan en silbar o en abuchearlo, es un desecho. Sáquenlo rápido.    
Pereza o fatiga; nulidad de motivos para abandonar la horizontal y abrir la cortina, para distinguir, entre el follaje de edificios, los hilos de luz que nos atraigan a la vertical, al futuro que acecha. La desesperanza de vislumbrar una ciudad o sus ruinas entre montículos de polvo nos refrena. Para qué seguir. Un ñoño remordimiento nos sorprende: la juventud se está desperdiciando. Pero vienen en nuestro auxilio la amargura de no encontrarnos ya tan jóvenes, la compañía leal mas indeseable del fracaso. Hay que aferrarnos al polvo que mordemos.         
     —  ¡Bola de huevones! ¿De qué se deprimen si no les ha hecho falta nada en la vida? A mi madre ya no le tocó este panorama sin puertas ni ventanas, de andamios cerrados al futuro. Su vida, que ha sido una lucha donde su padre y el mío llevaron la peor parte, gozó todavía los aires viejos de una patria que moría, pero estaba ahí; los aires de “milagro mexicano” que abanderan a esas generaciones de salida, sorprendentes en su vitalidad casi sexagenaria: mi madre y sus fines de semana llenos de visitas, higiene y señorío domésticos. Yo no sabría dar órdenes a un empleado. A mi generación se le educó para serlo.   
Para fortuna de pocos, hay habitaciones que albergan libros inesperados. Latentes y oscuros, esperando en el librero al pie de la cama, excluidos de las listas de pendientes o recomendaciones, sin atisbos de un antojo remoto, les basta asomar sus pastas para indicar, provisoriamente si se quiere, una ventana. Estas líneas se deben al desempolve de un libro de Geney Beltrán que no compré, y me importa menos decir cómo llegó al librero que a mis manos.
Las frustraciones nos vuelven odiosos, odiadores. Geney Beltrán fue miembro del jurado de un concurso que no gané. Eso no se perdona, no. Por eso, por el morbo, rasgué el pvc de El sueño no es un refugio sino un arma. Las cortinas también se rasgan y entra la luz, vemos –cuando menos–  las ruinas, porque al leer los dos primeros ensayos descubrimos la contumacia de los sobrevivientes. En un país donde “la vida no vale nada” –cita en el primero,  “la elección del escritor novato es creer” –termina por decir en el segundo. Se vale de otras voces: la de la Historia, la de la tradición, la más reciente de Zaid que, en conjunto, parecen apostar por la reedificación de un muy antiguo templo: el de la palabra que da vida, el de la poesía y los sueños: “el sueño no es un refugio sino un arma”, citas que son préstamos y asideros, superación de fronteras, pues hasta ahora no sabido quién será el peruano Emilio Adolfo Westphalen, a quien se ha tomado un verso para intitular el volumen, pero en mi experiencia de profesor-empleado resonó a Gabriel Celaya, a su poesía que es “arma cargada de futuro expansivo/ con que te apunto al pecho”. Ese sentido tópico de la necesidad imperiosa de escribir, nomás porque no se puede no hacerlo.
Y sobra decir que no perdonaré a Geney –no, nunca– la involuntaria afrenta de aquel premio frustrado, pero tampoco habré de perdonar el silencioso llanto provocado por su libro en una fonda rodeado de godínez: trepadores, injustos, cínicos godínez,; lejanos e impersonales godínez que prefieren no mirar al sujeto (cualquier hombre es un espejo) que llora en pants en un día hábil y apura la carne asada, la gelatina con rompope para salir y agradecer rabiosamente en unas líneas lanzadas a ese mundo que no existe: “porque el escritor debe ser inclemente con su mundo. Más todavía si ese mundo no existe”.
Agradecer el pan de cada día, “poesía necesaria”; el gesto maternal de la camarera invitándome a una mesa, sacándome de mi exilio en la amargura de la barra para ver la calle y su desierto; sirviendo con la diligencia de un leal escudero que injerta en la soledad alguna expectativa y vuelca la ventana hacia el mundo, porque hay que levantarse, salir con la barriga alegre de la fonda: la depresión tiene su causa en un proceso inflamatorio que los jugos gástricos infligen a los insípidos, esos a quienes la desazón ha sorprendido una mala mañana y les lleva la fe con la salud.
-Preocúpate cuando no tengas que tragar. La ley del padre se verifica en la premura con que vuelvo a casa, al escritorio. Acentúa el sabor de la comida, protección del cuerpo fortalecido, del espíritu emperrado en reconstruir el templo. La poesía es una ley que ordena el mundo y lo sostiene, en ella reside el sueño de todos; sueños y palabras que son armas. Herramientas –dice Celaya. También los sueños son futuro, está contenido en ellos.
–Acompáñame a la iglesia.– En el fondo de sus peticiones, de su fe, quizá mi madre intuya ese poder: el del conjuro o la oración, el del salmo o el ensayo. Pocas cosas hay tan crueles que se pueda hacer a las personas como sacarlas de sus autoengaños. Por eso creo por hoy –al menos durante esta hora en la que escribo– en mis palabras, en la escritura; en Geney y en Zaid, en Celaya y Reyes. Como en sueños, volveré unas horas a la madrugadora magia de otros Reyes; habrá razones para esperar y levantarse temprano, aun cuando estemos mediados de agosto y de la vida, pues los sueños, sueños son.

domingo, 3 de agosto de 2014

Entrar y no en la muralla



La  lluvia, una muralla, una “caridad” forzada, una estación de trenes al pie de una cuesta y unos ruidosos albañiles junto a la habitación alquilada con dificultades serían motivos suficientes para renegar de la hospitalidad de una ciudad y huir cuanto antes. Con su lluvia fría, que la mínima prevención de un paraguas hubiera equilibrado; con su muralla abierta a los turistas, me recibe la cuna de una santa, famosa precisamente por subirlas, Ávila, la de santa Teresa.
     No vine a buscar la iluminación, aunque algo hay de estoicismo en vagar cuestas y cuestas sin haber comido. Tampoco podría ser el ejemplo del buen viajero, porque he perdido mucho tiempo tomando trenes y rondando calles insignificantes de edificios modernos. Sin embargo, cada vez que esto me ocurre, tengo la impresión de que es en estos sitios no buscados donde viven realmente las ciudades.  No en las casetas de información o en los sitios visitados por todos, no en los monumentos históricos que, si las hermosean, también las momifican: el turista visita estos lugares para rendir culto al pasado, un tiempo muerto de cuyos restos las ciudades se enorgullecen.
     En ciudades como Ávila no es para menos. La imponente muralla no se opone al viajero desde que baja del tren, como una barrera. Se deja descubrir de a poco, justo cuando empezamos a desesperarnos de no verla. Y ya ante ella, no sabemos si rodearla o cruzar por la primera puerta, si hemos de fotografiarla, o buscar un ángulo mejor. La ciudad sigue defendiendo sus tesoros. Por eso nos engaña con sus calles modernas que impiden vislumbrar el casco antiguo. Por eso nos hace esperar una hora el tren y nos recibe con lluvia.
     Nada de esto percibe el turista común que hace feliz a las ciudades con su derrama de euros, repartidos entre los transportistas, los guías,  los restaurantes caros,  las tiendas de souvenirs. Para que nos hablen las ciudades debemos caminarlas. El roce de los pies con sus empedrados (más viejos que cualquier vehículo) es una prueba iniciática: la ciudad nos recibe o nos rechaza. Es un órgano vivo que podemos revestir de artificialidad , pero sólo la hacemos nuestra cuando vivimos el ritmo de su gente, habituada a las cuestas y al enredijo de las calles; al oír las voces en los bares y en las tiendas, o cuando termina la misa.
     La lluvia, que nos obliga a resguardarnos en la habitación o en los soportales puede convertirse en bendición al brindarnos una tarde de calles húmedas y murallas abrillantadas, renacidas para el viajero que espera la escampada en un café y no para los que han huído en shuttles a sus hoteles, lamentándose del mal tiempo que les impediría hacer sus compras o tomar la fotografía soñada con todos sus acompañantes.
     No es que esté en contra de las fotografías. Lo irritante es la facilidad con que sustituyen a la experiencia del lugar, como si la imagen, captada por una lente que no es la de nuestra vista y nuestra sensibilidad fuera comparable a la artificial de un aparato que guarda copias imperfectas de lo recordable. Un autobús de turistas es como un tanque de guerra, al detenerse va desperdigando soldados que disparan flashes e intentan robarse un retazo de la realidad de cada sitio. Lo destruyen y no, porque acaban por hacerlo territorio suyo,  Y aunque a veces se usa su dinero para mejorarlo, suelen terminar con él. Los litorales de nuestra Riviera Maya son el mejor ejemplo.
     Y la muralla de Ávila ha resistido alrededor de un milenio los flechazos, los arcabuzazos, los flashes, los pasos de miles de soldados del turismo que caminan sobre ella por cinco euros y ven con mínimos cambios lo mismo que aquellos caballeros de cotas aceradas, con la tranquilidad de que ningún ejército moro vendrá a derribarla.
     Adentro aguarda la catedral con sus tesoros, su torreón y sus gárgolas leoninas. Los turistas vamos y lanzamos nuestros flashes porque no nos damos cuenta cuando somos arrastrados por la corriente y caemos en el juego. Cuando las ciudades guardan tantos tesoros, nos es difícil fiarnos de nuestra memoria y le vamos delegando la tarea a la cámara. Si somos cautos, podremos fijarnos en aspectos que el obturador soslaya, si no, aceptaremos el desconsuelo de sabernos forasteros. Hasta al viajar tenemos la obsesión de pertenecer, de hacer nuestras las cosas que no lo son ni serán. No renunciamos, como santa Teresa, al mundo, sino que lo queremos todo y confortablemente.
     Nos sentamos a comer bajo una sombrilla en la Plaza Mayor cuando ha escampado. Cargamos, además, con la desgracia de ser pobres y desairar el empeño de los lugareños que quieren complacernos con buenos platos que los enorgullecen, porque siempre han vivido ahí, y siempre han cocinado de la misma manera, por generaciones. Eso es la pertenencia, no nuestras fotografías ni nuestros huevos fritos de cuatro euros. La experiencia de pertenecer se compra a precio de oro y suele ocurrir que quienes la obtienen la usan sólo para ostentarla.
     Construimos la experiencia con lo poco que tenemos, nuestros pocos recursos, nuestro poco tiempo, nuestra cortedad de miras. Si no sabemos articular esas poquedades, el viaje habrá sido en vano y el olvido cerrará las murallas de todas las ciudades, la gente se amotinará en las plazas para castigar a los forasteros que osen asomarse por ellas y las cuestas serán insuperables. Habrá que renunciar a todo y santa Teresa sonreirá, desde un rincón secreto en la ciudad amurallada. Experiencia mística de la nada y de lo transitorio.