La lluvia, una muralla, una “caridad” forzada,
una estación de trenes al pie de una cuesta y unos ruidosos albañiles junto a
la habitación alquilada con dificultades serían motivos suficientes para
renegar de la hospitalidad de una ciudad y huir cuanto antes. Con su lluvia
fría, que la mínima prevención de un paraguas hubiera equilibrado; con su
muralla abierta a los turistas, me recibe la cuna de una santa, famosa
precisamente por subirlas, Ávila, la de santa Teresa.
No
vine a buscar la iluminación, aunque algo hay de estoicismo en vagar cuestas y
cuestas sin haber comido. Tampoco podría ser el ejemplo del buen viajero,
porque he perdido mucho tiempo tomando trenes y rondando calles insignificantes
de edificios modernos. Sin embargo, cada vez que esto me ocurre, tengo la
impresión de que es en estos sitios no buscados donde viven realmente las
ciudades. No en las casetas de
información o en los sitios visitados por todos, no en los monumentos
históricos que, si las hermosean, también las momifican: el turista visita
estos lugares para rendir culto al pasado, un tiempo muerto de cuyos restos las
ciudades se enorgullecen.
En
ciudades como Ávila no es para menos. La imponente muralla no se opone al viajero
desde que baja del tren, como una barrera. Se deja descubrir de a poco, justo cuando
empezamos a desesperarnos de no verla. Y ya ante ella, no sabemos si rodearla o
cruzar por la primera puerta, si hemos de fotografiarla, o buscar un ángulo
mejor. La ciudad sigue defendiendo sus tesoros. Por eso nos engaña con sus
calles modernas que impiden vislumbrar el casco antiguo. Por eso nos hace
esperar una hora el tren y nos recibe con lluvia.
Nada
de esto percibe el turista común que hace feliz a las ciudades con su derrama
de euros, repartidos entre los transportistas, los guías, los restaurantes caros, las tiendas de souvenirs. Para que nos hablen
las ciudades debemos caminarlas. El roce de los pies con sus empedrados (más
viejos que cualquier vehículo) es una prueba iniciática: la ciudad nos recibe o
nos rechaza. Es un órgano vivo que podemos revestir de artificialidad , pero
sólo la hacemos nuestra cuando vivimos el ritmo de su gente, habituada a las
cuestas y al enredijo de las calles; al oír las voces en los bares y en las
tiendas, o cuando termina la misa.
La
lluvia, que nos obliga a resguardarnos en la habitación o en los soportales
puede convertirse en bendición al brindarnos una tarde de calles húmedas y
murallas abrillantadas, renacidas para el viajero que espera la escampada en un
café y no para los que han huído en shuttles a sus hoteles, lamentándose del
mal tiempo que les impediría hacer sus compras o tomar la fotografía soñada con
todos sus acompañantes.
No
es que esté en contra de las fotografías. Lo irritante es la facilidad con que
sustituyen a la experiencia del lugar, como si la imagen, captada por una lente
que no es la de nuestra vista y nuestra sensibilidad fuera comparable a la
artificial de un aparato que guarda copias imperfectas de lo recordable. Un
autobús de turistas es como un tanque de guerra, al detenerse va desperdigando
soldados que disparan flashes e intentan robarse un retazo de la realidad de cada
sitio. Lo destruyen y no, porque acaban por hacerlo territorio suyo, Y aunque a veces se usa su dinero para
mejorarlo, suelen terminar con él. Los litorales de nuestra Riviera Maya son el
mejor ejemplo.
Y
la muralla de Ávila ha resistido alrededor de un milenio los flechazos, los
arcabuzazos, los flashes, los pasos de miles de soldados del turismo que
caminan sobre ella por cinco euros y ven con mínimos cambios lo mismo que
aquellos caballeros de cotas aceradas, con la tranquilidad de que ningún
ejército moro vendrá a derribarla.
Adentro
aguarda la catedral con sus tesoros, su torreón y sus gárgolas leoninas. Los
turistas vamos y lanzamos nuestros flashes porque no nos damos cuenta cuando
somos arrastrados por la corriente y caemos en el juego. Cuando las ciudades
guardan tantos tesoros, nos es difícil fiarnos de nuestra memoria y le vamos
delegando la tarea a la cámara. Si somos cautos, podremos fijarnos en aspectos
que el obturador soslaya, si no, aceptaremos el desconsuelo de sabernos
forasteros. Hasta al viajar tenemos la obsesión de pertenecer, de hacer
nuestras las cosas que no lo son ni serán. No renunciamos, como santa Teresa,
al mundo, sino que lo queremos todo y confortablemente.
Nos
sentamos a comer bajo una sombrilla en la Plaza Mayor cuando ha escampado. Cargamos,
además, con la desgracia de ser pobres y desairar el empeño de los lugareños
que quieren complacernos con buenos platos que los enorgullecen, porque siempre
han vivido ahí, y siempre han cocinado de la misma manera, por generaciones.
Eso es la pertenencia, no nuestras fotografías ni nuestros huevos fritos de
cuatro euros. La experiencia de pertenecer se compra a precio de oro y suele
ocurrir que quienes la obtienen la usan sólo para ostentarla.
Construimos
la experiencia con lo poco que tenemos, nuestros pocos recursos, nuestro poco
tiempo, nuestra cortedad de miras. Si no sabemos articular esas poquedades, el
viaje habrá sido en vano y el olvido cerrará las murallas de todas las ciudades,
la gente se amotinará en las plazas para castigar a los forasteros que osen
asomarse por ellas y las cuestas serán insuperables. Habrá que renunciar a todo
y santa Teresa sonreirá, desde un rincón secreto en la ciudad amurallada.
Experiencia mística de la nada y de lo transitorio.
Tu entrada tiene mucho de tus lecturas recientes, en el tono y en el uso de los adjetivos, nada que juzgue incorrecto, me gusta ese tempo lento, ese aire moroso sobretodo tratándose de Ávila; noto en tu voz las voces de otros grandes cronistas: Muños Molina, Camba o -el más caro para mí- Pla; pero no sólo la voz sino también la manera de pintar tu espíritu cuando se ve afectado por el espíritu de los laberintos que describes.
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