La
mala pero involuntaria costumbre de escuchar charlas ajenas suele traer más
amarguras que sonrisas. A los compatriotas alegres y decidores suele no
faltarles el humor, esa forma indefinible del carisma que nace de las palabras
y termina por ofrecernos piezas valiosas de literatura oral que se fugan con
los enunciados pero nos alegran las mañanas.
Como
en una persiana a medio cerrar, trasluce la desnudez de un mundo adverso en las
sentencias: -Llevaba un mes
trabajando y fui el que salió mejor de los baristas. Todos se sacaron de onda y
me empezaron a odiar: había unos que ya llevaban más del año…
Era
un empleado nuevo en el café. Hablaba demasiado: que si conocía tales métodos y
tales no, que si el té chai no es té chai porque es una infusión distinta, que
si el gerente inventariaba el grano y lo dejaba oxigenando algunas horas. Su
voz acallaba las palabras que yo estaba leyendo en un papel, un texto que mis
compañeros de mesa revisaban; acallaba la dulzura amarga del café y los mismos
triunfos de que hablaba: nadie como él en cuestión de bebidas e infusiones. Lo
habían valorado injustamente, lo envidiaban y se unían en su contra, de modo
que había llegado a este modesto local donde aderezaba las bebidas con su
fracaso.
Un
latte descuidado, medianón, llegó a la mesa cuando empecé a perder la ilación
de sus palabras por no poder seguir la enumeración de adversidades. Volví el
rostro y la atención a los compañeros, que habían acabado de leer el texto.
Comenzaron las críticas.
El
mundo no es lo suficientemente ancho para que Dios impida que se junten
aquellos que él hace semejantes: en los pocos metros cuadrados del local nos
hemos encontrado los cófrades del fracaso y la frustración. Si los textos
valieran más que la inútil defensa de sus propios autores, si el latte
ameritara una mejor calificación entre baristas y clientes… En otro café habrán
de reunirse los cófrades del éxito, que también alaban sus propias virtudes
pero a ellos nadie los odia, y quienes los envidia no se atreven con ellos: el
éxito da autoridad, infunde respeto; contra los felices el mundo no tiene
complots, nunca han conocido el fracaso, no nacieron para las quejas.
La
rabia se guarda en las esquinas enmohecidas de locales modestos, entre las
líneas de los textos cojos. Sale cuando nadie parece escuchar, cuando la
sensación de confianza o de estar entre iguales permite relajar el rostro y la lengua,
que va dejando escapar en pequeñas dosis de confidencia la explicación de la
propia miseria.
En
el orbe triunfalista donde vivimos, donde tenemos que pensar positivo y
sumarnos a las filas del optimismo, de la proactividad, de la anulación de los
imposibles, queda para la cofradía de los inconformes, los miserables y los
frustrados, la visualización de las utopías: mundos planificados a la medida de
nuestros deseos y del bien, mundos justos (según nuestras propias leyes) donde
se nos redima de la desdicha de no haber sido reconocidos, y donde los lattes
mejorables, los cuentos o poemas mediocres tengan, no sólo cabida, sino
primacía. Un mundo invertido, revolucionado, donde los que ahora saborean cafés
perfectos elaborados por baristas elegantes e infalibles puedan ensoberbecerse
con cualidades que no correspondan a sus figuras, a su posición en el mundo y
sean los genios frustrados que sustituyan a quienes juegan hoy ese triste papel.
La
dinámica es giratoria, revolucionada bajo el inexplicable y paternal padre azar
que rige su forma: es una rueda, es la Fortuna. En estas y en otras vidas, nos
toca estar abajo. Las probabilidades de quedar arriba son, teóricamente, las
mismas. Y mientras estemos abajo siempre sospecharemos que han sido los que
ahora nos pisan quienes colocaron peso adicional en la rueda para dejarnos
abajo. Las sospechas pesan, sin duda, mas pecaría de ingenuo quien creyese que
la vida corresponde a los méritos de cada cual con la justa medida.
Cuando
escuchamos que se quejan, que hay resentimiento y frustración, fracaso, debemos
entender cómo el peso de las cosas no logradas mueve la rueda. La parte inferior
–mayoritaria– empuja hacia abajo, el eje gira. Algunos saldrán a flote y serán
dichosos, se jactarán de merecer su felicidad, pero la inercia propia del giro,
magnificada por la muchedumbre de fracasados seguirá la trayectoria: ya caerán,
escucharemos nuevas promesas y utopías, nuevas sospechas de complot y como
Galileo, ante una evidencia incomprobable para todos, ante el traje nuevo del
emperador que nadie ve, el mundo continuará –eppur– moviéndose. Alguna vez quienes escuchamos quejas podremos
sumarnos a las celebraciones.