No
sé si haya quien compre el periódico en estos días. Por las mañanas los obreros
que no temen ensuciarse las manos hojean los pliegos entintados, repletos de
anuncios y pornografía. Esos no son periódicos. Y aunque lo fuesen, su lectura
está marcada por su carácter privado: si alguien más quiere enterarse, que
compre su propio periódico. El metro es silencioso por las mañanas. Quienes
tienen el privilegio de sentarse se arrebujan en sus chamarras, y quienes van
de pie expelen su resignación a la jornada en forma de calor humano compartido.
Nadie habla de lo que va leyendo en el periódico. Nadie aventura la charla con
un desconocido, como si el contenido del periódico no fuera asunto de todos.
Encerrados en nosotros mismos, nos hacemos a
la idea de que es más fácil enterarnos por otros medios. La televisión y el
internet, también privados, no manchan las manos de tinta. Los sitios
electrónicos de los periódicos, además, ofrecen un espacio de intercambio que
no encontramos en otros medios. La noticia queda abierta a comentarios del
público, con ello los editores pueden a la vez darse una idea de la
efectividad comercial de la prensa en línea y monitorear la opinión pública. En
el aislamiento de la oficina o de casa, frente a la pantalla, no tenemos miedo
a decir lo que pensamos y soltamos nuestra opinión aunque difícilmente sepamos escribir. Si en el Metro
alguien comenzara a darme su opinión sobre lo que voy leyendo en el periódico,
lo vería como una impertinencia; si además de eso su opinión no coincidiera con
la mía, la situación sería francamente incómoda; si se añadiera, además, el
factor necedad del que padecen (¿debo decir padecemos?) una cantidad notable de
mexicanos con buenas intenciones, el saludable ejercicio de intercambio de opiniones
podría tener no muy saludables consecuencias: un coraje o un puñetazo son las
formas más efectivas de confirmar nuestra propia opinión frente a la contraria.
Sin
duda es mejor informarnos en la comodidad del aislamiento, pues podemos decir
lo que pensamos. Según apunten hacia arriba o hacia abajo, flechitas y pulgares
condenan o aprueban nuestra opinión. Cuando alguien nos responde es porque
hemos logrado destacar entre el enjambre de comentarios cuya lectura por parte
de un usuario real parecería impensable hasta que nos descubrimos haciéndola.
Nos defendemos y rebatimos. Las respuestas de los otros pueden achicarnos o
envalentonarnos. Por regla general, el intercambio debería terminar en cuanto
aparece el primer insulto, mas no es así.
El
anonimato y la inmediatez de la red son aprovechados por ejércitos de
manipuladores de la opinión pública. Incluso para el público menos preparado,
un locutor de radio o televisión que quisiera vender una opinión debía echar
mano de una astuta organización del discurso, de una oratoria convincente, de
una serie de gestos creíbles ante la cámara. Pero los indicadores de opinión en
las redes operan cuantitativamente y a través de etiquetas que nadie razona. Los
nuevos manipuladores de la opinión escriben una frase o un hashtag que copian y
pegan indefinidamente en todos los espacios posibles. Se le pagan míseros
salarios por pasar horas frente a una pantalla “opinando”, insultando muchas
veces a usuarios reales que llegan a caer en las provocaciones. No es
infrecuente leer desafíos violentos. La frustración del anonimato termina en
una invitación a los golpes con fecha y lugar que naturalmente no se cumplen, pero
aumentan la crispación y división de los usuarios.
Anoche
me senté a ver con mi madre un capítulo de la serie española “Cuéntame cómo
pasó”. En él se narraba a través de la mirada de los personajes de un barrio
popular madrileño, el ambiente de tensión por el atentado de ETA contra Carrero
Blanco, en el 73. Confusos y temerosos, atemorizados por falangistas y
perseguidos por la policía social, los vecinos se refugian en los espacios
comunes del barrio para discutir la situación. Cuando se declaran de uno o de
otro bando la división también es evidente. La memoria de la guerra llega
incluso a los más jóvenes: los niños del barrio se hacen enemigos según el
bando al que pertenecen sus padres.
Estos
bots, pagados para insultar y provocar comentarios incendiarios deben
divertirse en su trabajo. Mercenarios de la opinión, se mofan cuando alguien
responde y se esfuerza por hacerlo razonablemente. Frente a cada suceso
importante, se encargan de formar los bandos opuestos de opinión y de azuzar la
violencia. En una situación de Estado sordo, represivo y descarado, los bandos
cada vez son más claros. ¿Hasta qué punto la opinión pública podría sentar las
bases de una guerra civil? ¿Seguirá siendo este el país donde no pasa nada? Ignorar
a los bots podría ser recomendable, salvo por un par de cuestiones.
La
primera: al hacerlo nos cerramos espacios de opinión a los que tenemos derecho.
Una cuenta invadida por comentarios repetitivos, automáticos e insultantes es
cerrada también automáticamente por los administradores de los sitios:
aplicaciones creadas para identificar spam, pero incapaces de razonar su
fuente. El ejemplo claro son los hashtags #Yamecanse que criticaban al
procurador de justicia. Los ejércitos de bots se han dedicado con fruición a
invadirlos de basura cibernética para que el administrador de twitter los tire inmediatamente. El espacio de
expresión ciudadana queda clausurado.
Segunda:
¿De dónde y con qué finalidad se le paga a esta gente? ¿Qué clase de ciudadanos
se prestan a estos ejercicios? ¿Hay una conciencia ideológica? El dinero sale,
sin más, de nuestros impuestos; se paga para aparentar que la opinión pública
es favorable a las medidas gubernamentales o, en el peor de los casos, para
manipular esa opinión. Quienes integran estos equipos de trabajo suelen ser jóvenes
sin otra ocupación que ésta, de una bajísima extracción social cuyo problema
principal no es la pobreza, sino la incapacidad de percibir sus circunstancias
ni las consecuencias políticas de sus actos. Más grave sería aún que su
actuación fuera consciente. Sabemos que no lo es, pero se dan casos: si
exploramos el perfil de ciertos comentaristas, sobre todo de los que se toman
el tiempo de elaborar comentarios más complejos, no es infrecuente encontrarse
con militares o militantes de los partidos.
El
dinero invertido en manipular la opinión expresa una preocupación por ella. En
el país de “no pasa nada”, sí pasa algo, y grave. Parecería inexplicable que no
haya estallado la guerra civil: cuando las elecciones presidenciales de 2006
los bandos tenían tinte partidista, se veía venir una hostilidad entre los que
votaban por el statu quo y los que
querían el “cambio verdadero”; el segundo fraude en 2012 debió abrir más la
brecha entre estos mismos bandos, pero el más reciente fraude de la
incorporación de morena al sistema
de partidos, luego de que su líder hubiera mandado al diablo las instituciones,
deja en claro que no hay bandos en este país, que la guerra civil es imposible.
Tal vez sea mejor.
El
odio del ciudadano se mitiga contra vándalos
pagados, como los bots, para dividir más la opinión y hacer más confuso el
panorama, para que quienes quisieran actuar no sepan por dónde cortar. Cuando
ciudadanos como Mireles o Mora pasan a la acción, se les elimina y se paga a
bots para hacer creer que merecían su suerte y despertar el odio. Además,
Michoacán está muy lejos y el narco no es problema de chilangos mientras no
cruces hacia Ecatepec. Veo en la serie española a los vecinos refugiarse en una
casa para enterarse del asesinato de Carrero Blanco, pero no me veo discutiendo
con mi vecina de a lado, que conozco de toda la vida, sobre la desaparición de
43 estudiantes, ni las dos matanzas análogas en Tlataya y Apatzingán. No sé
cómo se llama mi vecina de enfrente, y sospecho que si algún día muero en el
departamento, solo, nadie vendrá a buscarme hasta que me haya empodrecido un
poco. Es obvio que yo ignore su opinión sobre los asuntos nacionales, tal vez
ni los considere asuntos suyos.
Para
no ensuciarnos las manos, evitamos la tinta del periódico, saludar al vecino de
a lado. Corre mejor la sangre, tenemos la cómoda sospecha de no ser nosotros
quienes nos teñimos de ella. Está lejos y no es nuestra, ni de nuestros hijos,
que tampoco sabemos con certeza a qué se dedican en su trabajo, pero se pasan
el día en una computadora, en internet, en tending
topis o jastacs, esas cosas de
los chavos que ya no estamos en edad de entender.