Hablemos
del árbol. De su altura y su belleza, del ángulo que ocupa en mi ventana; su
copa que se estira hacia la luz y la que se resguarda a la sombra. Sus ramas
que cuelgan desnudas y vencidas por el sol, los brotes que la sombra acuna en
las horquetas. El tronco no lo llego a ver, ni los pies de sus raíces que
agarran la tierra y crecen hacia abajo, hacia el agua, como un árbol invertido
y subterráneo. ¿Cuántos años tiene?
Sus
frondas se agitan nobles, el viento suave de abril. Sé que un edificio supera
su estatura pero soy tan afortunado que no puedo verlo desde este lado de la
ventana y así juego a que no existe, a que el árbol se niega en este instante a
la hegemonía del asfalto. Y está bien, porque me gusta el árbol, tanto como no saber
su nombre. Así como juego a ignorar el edificio, también mi ignorancia de su
nombre me permite verlo como lo veo, señor de la tarde y del cachito de ciudad
que me ha tocado en suerte.
Antes
de que el árbol llamara a mi ventana, leía sobre la humanidad, que lo es por
compartir evidencias del mismo tipo. Y ningún ser humano podría negar al árbol,
ni yo, que lo he tenido tantos años frente a mi ventana, diariamente, sin habérseme
ocurrido hablar antes de él, ni dedicarle algunos minutos de mi pensamiento. Si
yo hiciera una reflexión sobre el árbol, podría ser que él no estuviera de
acuerdo y eso me desalentaría, porque si algo quiero hacer es compartir el
árbol como lo veo desde aquí y quizá un poco de lo que siento al verlo así, triunfante.
No quiero que mi voz empantane la experiencia, que el golpe de las teclas se
imponga al trino de las aves que el árbol alberga ni al siseo de las hojas.
Un
avión sobrevuela la ciudad y el edificio que no veo. Imagino que un pasajero
mira el árbol desde su ventanilla con la misma admiración que yo. Entonces la
evidencia es compartida y el árbol nos une, se vuelve fundamental y nos hace
humanos. “La estructura enigmática de la existencia” –dice el libro–. A pesar
de haberse revelado en esta imagen desde mi ventana, el árbol se guarda sus
misterios, como los guarda para el pasajero del avión.
Intento
percibir su aroma, confundido con los de los otros árboles, más aromáticos y
florales algunos, o los perfumes de la gente que va por la calle y los escapes
de los automóviles. No distingo al árbol con mi nariz, tan débil y poco
entrenada para estas exigencias. Pero sospecho que algo de sí me está dando para
que hable de él y lo lleve al conocimiento de los demás, aunque yo crea que no
lo necesita: probablemente más gente de la que pueda llegar a leer estas
palabras ve el árbol día con día; sin embargo, ellas dicen algo que el árbol quisiera
decir a su vez, porque quienes lo ven a diario podrían no verlo nunca como lo
hago ahora, fascinado por su magnitud y su elegancia, por el desafío a las leyes
naturales de la altura que no se conforma con haber sobrevivido a la ciudad,
sino que además la desafía al mostrarse por encima de ella.
¿Estaba
ahí antes que los edificios o alguien planeó su crecimiento? ¿El arquitecto es
humano o es divino? Y si es humano, es porque alguien pudo verlo antes que yo,
dispuesto de este justo modo en el ángulo de la ventana, y entonces el libro
tendrá razón: participamos en el mismo tipo de evidencias. Y si es divino
también la tendría, porque nuestra “dignidad engloba a seres sobrepasados por
el mismo fundamento inconmensurable”. Es como si la raíz, el fundamento del
árbol se hubiera prolongado hasta mi voz para hacerse oír en un lenguaje que
hemos creado para decir los seres como él, y como si esta herramienta verbal,
que nos ayuda a comunicar su existencia, fuera una de las pistas del enigma.
Pero sospecho que ya no estoy hablando del árbol, que cometo el error de todos
los hombres cuando dan demasiada importancia a lo que les ocurre, y esa no era
la idea. El árbol seguirá prolongándose todas las tardes en el tiempo, incluso
cuando ya no pueda hablar de él ni trepar a su copa con la mirada ni adivinar
en sus raíces el fundamento de la humanidad, que yergue su edificio cuando
hablamos de Él, el árbol de esta tarde.