sábado, 25 de abril de 2015

Frondas fundamentales

Hablemos del árbol. De su altura y su belleza, del ángulo que ocupa en mi ventana; su copa que se estira hacia la luz y la que se resguarda a la sombra. Sus ramas que cuelgan desnudas y vencidas por el sol, los brotes que la sombra acuna en las horquetas. El tronco no lo llego a ver, ni los pies de sus raíces que agarran la tierra y crecen hacia abajo, hacia el agua, como un árbol invertido y subterráneo. ¿Cuántos años tiene?
     Sus frondas se agitan nobles, el viento suave de abril. Sé que un edificio supera su estatura pero soy tan afortunado que no puedo verlo desde este lado de la ventana y así juego a que no existe, a que el árbol se niega en este instante a la hegemonía del asfalto. Y está bien, porque me gusta el árbol, tanto como no saber su nombre. Así como juego a ignorar el edificio, también mi ignorancia de su nombre me permite verlo como lo veo, señor de la tarde y del cachito de ciudad que me ha tocado en suerte.
     Antes de que el árbol llamara a mi ventana, leía sobre la humanidad, que lo es por compartir evidencias del mismo tipo. Y ningún ser humano podría negar al árbol, ni yo, que lo he tenido tantos años frente a mi ventana, diariamente, sin habérseme ocurrido hablar antes de él, ni dedicarle algunos minutos de mi pensamiento. Si yo hiciera una reflexión sobre el árbol, podría ser que él no estuviera de acuerdo y eso me desalentaría, porque si algo quiero hacer es compartir el árbol como lo veo desde aquí y quizá un poco de lo que siento al verlo así, triunfante. No quiero que mi voz empantane la experiencia, que el golpe de las teclas se imponga al trino de las aves que el árbol alberga ni al siseo de las hojas.
     Un avión sobrevuela la ciudad y el edificio que no veo. Imagino que un pasajero mira el árbol desde su ventanilla con la misma admiración que yo. Entonces la evidencia es compartida y el árbol nos une, se vuelve fundamental y nos hace humanos. “La estructura enigmática de la existencia” –dice el libro–. A pesar de haberse revelado en esta imagen desde mi ventana, el árbol se guarda sus misterios, como los guarda para el pasajero del avión.
     Intento percibir su aroma, confundido con los de los otros árboles, más aromáticos y florales algunos, o los perfumes de la gente que va por la calle y los escapes de los automóviles. No distingo al árbol con mi nariz, tan débil y poco entrenada para estas exigencias. Pero sospecho que algo de sí me está dando para que hable de él y lo lleve al conocimiento de los demás, aunque yo crea que no lo necesita: probablemente más gente de la que pueda llegar a leer estas palabras ve el árbol día con día; sin embargo, ellas dicen algo que el árbol quisiera decir a su vez, porque quienes lo ven a diario podrían no verlo nunca como lo hago ahora, fascinado por su magnitud y su elegancia, por el desafío a las leyes naturales de la altura que no se conforma con haber sobrevivido a la ciudad, sino que además la desafía al mostrarse por encima de ella.
     ¿Estaba ahí antes que los edificios o alguien planeó su crecimiento? ¿El arquitecto es humano o es divino? Y si es humano, es porque alguien pudo verlo antes que yo, dispuesto de este justo modo en el ángulo de la ventana, y entonces el libro tendrá razón: participamos en el mismo tipo de evidencias. Y si es divino también la tendría, porque nuestra “dignidad engloba a seres sobrepasados por el mismo fundamento inconmensurable”. Es como si la raíz, el fundamento del árbol se hubiera prolongado hasta mi voz para hacerse oír en un lenguaje que hemos creado para decir los seres como él, y como si esta herramienta verbal, que nos ayuda a comunicar su existencia, fuera una de las pistas del enigma. Pero sospecho que ya no estoy hablando del árbol, que cometo el error de todos los hombres cuando dan demasiada importancia a lo que les ocurre, y esa no era la idea. El árbol seguirá prolongándose todas las tardes en el tiempo, incluso cuando ya no pueda hablar de él ni trepar a su copa con la mirada ni adivinar en sus raíces el fundamento de la humanidad, que yergue su edificio cuando hablamos de Él, el árbol de esta tarde.

viernes, 17 de abril de 2015

Seudonimias


Soy pésimo para inventar seudónimos. Para ser sincero debo decir que me dan pereza, pero tampoco son compatibles con mi poética, al menos por ahora. (-¡ Ay güey! ¡Éste cabrón dice tener una poética!) Pues no, pues sí. La tengo. No, la estoy teniendo. No sé. El caso es que cuando tengo que llenar el espacio en las solicitudes para concursar o cuando firmo el sobre con mis textos, me detiene la idea de tener que inventarme un nombre de reemplazo. Sí, ya sé que es provisional, que no tiene ninguna importancia, que es un mero trámite… pero inventar un nombre ¿no es ya inventar a alguien?
     Mis textos (ahora se tragan mi poética, culeros) son parte de mí. Los vivo cuando los escribo o los escribo porque he vivido cosas que me inquietan, las he pensado yo: José Luis Gómez Vázquez. Y ya sé que mi nombre está para morirse. Soy tan donadie que daría lo mismo llamarme Juan Pérez González y encontrar más de 100 homónimos en la base de datos de Gobernación al tramitar mi curp. De que necesito un seudónimo, lo necesito. Me tumbo en la cama y leo en el librero de al lado los nombres de tantos autores: se escuchan tan bien los apellidos, los nombres exóticos como las escrituras que seguramente contienen esos volúmenes. Llamarse como yo sería una ofensa. Haría de los autores alguien tan de la masa que correrían el riesgo de que se les borrara el rostro.
     El escritor es un fingidor natural. Inventa hombres y países y lenguajes. Se inventa también su propia máscara y en los casos más exitosos la inventan sus textos para él. Los imagino en los cafés con sus nombres pesando sobre sus voces, con su meñique levantado que casi casi es como un gafete “soy escritor”. Debo estar siendo injusto con algunos, pero es una idea que no he podido quitarme de los escritores, como si algo tuvieran de sagrados o de ídolos. Se me ocurre entonces que esa sacralidad podría venir del nombre impreso sobre el lomo, como le ocurría a Humberto Peñaloza, en El obsceno pájaro de la noche  cuando entraba a hurtadillas a casa de don Jerónimo de Azcoitía, el que era alguien, para recordar que alguna vez había tenido un nombre y su antiguo patrón lo hubiera desdibujado al acaparar todos los ejemplares de su libro y arrinconarlos en una biblioteca que nadie visita.
     Escribir el seudónimo es un momento tan tenso como el de soltar la tarjeta de crédito en una gasolinera: le confiamos la labor de emisario a alguien que apenas hemos visto en cuanto terminamos de escribir su nombre. Es un acto de fe en un ser imaginario que se lleva nuestro trabajo y va a hablar por nosotros ante las miradas de los jueces. ¿Y si no le pusimos el nombre correcto? ¿Y si su nombre errado denota desaliño o precipitación? ¿Y si es tan poco creíble que al verlo ahí sentado, en espera de turno, lo descalifican por mentiroso? ¿Si tuviera una mirada antipática o carraspeara demasiado al repetir el nombre que le he dado?
     Esas inquietudes podría enfrentarlas yo personalmente, porque creo conocerme mejor de lo que puedo conocer a este intruso que se ha llevado mis papeles. ¿Pero si mi nombre tampoco es digno de consideración? ¡José Luis Gómez! ¿Ése quién es? El nombre pesa.
     En un curso de la facultad nos relataron un experimento en una universidad norteamericana donde el profesor enfrentaba a sus alumnos a dos textos: uno de autor renombrado y otro de algún escritor de segunda línea. Los estudiantes debían reconocer a quién correspondían.  Resultados sorpresivos: ni los estudiantes de literatura podían distinguir la calidad de los textos sin la ayuda del nombre del autor, como si el sólo nombre diera las claves de la lectura y, más aún, del juicio de calidad.
     No deja de asombrarme Fernando Pessoa que más allá de los seudónimos, de mero trámite, se inventó a otros escritores con todo y sus poéticas y sus claves de lectura. La heteronimia debe ser la expresión o de un genio monstruoso que no se basta a sí mismo o la expresión de una inseguridad como la mía, pero a la inversa: si yo soy incapaz de crear un nombre para confiarle mis textos, Pessoa sería incapaz de dejar a uno solo con los suyos; creó al emisario y a su vigilante y al vigilante del vigilante.
     Me van a llover los coscorrones de quienes se toman a Pessoa demasiado en serio. Más de lo qué el mismo se tomó, tal vez. No importa, el punto es que las pocas veces que he visto impreso mi nombre en una publicación tengo la certeza de haber imaginado y pulido y trabajado el texto, sin necesidad hasta entonces de encubrirme en otros rostros.
     Algo más peliagudo queda por decir, aunque no estoy seguro de haberlo pensado bien. Lo dejo para que no se me atragante, y es que pienso en la necesidad de los seudónimos como resultado del snobbismo. Si no somos nadie, si nos llamamos José Luis Gómez Vázquez y esto nos hace sentir plebeyos, es necesario entrar disfrazados a las fiestas de la sociedad letrada, para que no reconozcan nuestras fachas. ¿Cuántos más habrán evadido así a los cadeneros? Mientras no aparezca una máscara a mi medida, creo que seguiré esperando afuera a que me llamen por el nombre con el que me reconozco ante el espejo.