viernes, 17 de abril de 2015

Seudonimias


Soy pésimo para inventar seudónimos. Para ser sincero debo decir que me dan pereza, pero tampoco son compatibles con mi poética, al menos por ahora. (-¡ Ay güey! ¡Éste cabrón dice tener una poética!) Pues no, pues sí. La tengo. No, la estoy teniendo. No sé. El caso es que cuando tengo que llenar el espacio en las solicitudes para concursar o cuando firmo el sobre con mis textos, me detiene la idea de tener que inventarme un nombre de reemplazo. Sí, ya sé que es provisional, que no tiene ninguna importancia, que es un mero trámite… pero inventar un nombre ¿no es ya inventar a alguien?
     Mis textos (ahora se tragan mi poética, culeros) son parte de mí. Los vivo cuando los escribo o los escribo porque he vivido cosas que me inquietan, las he pensado yo: José Luis Gómez Vázquez. Y ya sé que mi nombre está para morirse. Soy tan donadie que daría lo mismo llamarme Juan Pérez González y encontrar más de 100 homónimos en la base de datos de Gobernación al tramitar mi curp. De que necesito un seudónimo, lo necesito. Me tumbo en la cama y leo en el librero de al lado los nombres de tantos autores: se escuchan tan bien los apellidos, los nombres exóticos como las escrituras que seguramente contienen esos volúmenes. Llamarse como yo sería una ofensa. Haría de los autores alguien tan de la masa que correrían el riesgo de que se les borrara el rostro.
     El escritor es un fingidor natural. Inventa hombres y países y lenguajes. Se inventa también su propia máscara y en los casos más exitosos la inventan sus textos para él. Los imagino en los cafés con sus nombres pesando sobre sus voces, con su meñique levantado que casi casi es como un gafete “soy escritor”. Debo estar siendo injusto con algunos, pero es una idea que no he podido quitarme de los escritores, como si algo tuvieran de sagrados o de ídolos. Se me ocurre entonces que esa sacralidad podría venir del nombre impreso sobre el lomo, como le ocurría a Humberto Peñaloza, en El obsceno pájaro de la noche  cuando entraba a hurtadillas a casa de don Jerónimo de Azcoitía, el que era alguien, para recordar que alguna vez había tenido un nombre y su antiguo patrón lo hubiera desdibujado al acaparar todos los ejemplares de su libro y arrinconarlos en una biblioteca que nadie visita.
     Escribir el seudónimo es un momento tan tenso como el de soltar la tarjeta de crédito en una gasolinera: le confiamos la labor de emisario a alguien que apenas hemos visto en cuanto terminamos de escribir su nombre. Es un acto de fe en un ser imaginario que se lleva nuestro trabajo y va a hablar por nosotros ante las miradas de los jueces. ¿Y si no le pusimos el nombre correcto? ¿Y si su nombre errado denota desaliño o precipitación? ¿Y si es tan poco creíble que al verlo ahí sentado, en espera de turno, lo descalifican por mentiroso? ¿Si tuviera una mirada antipática o carraspeara demasiado al repetir el nombre que le he dado?
     Esas inquietudes podría enfrentarlas yo personalmente, porque creo conocerme mejor de lo que puedo conocer a este intruso que se ha llevado mis papeles. ¿Pero si mi nombre tampoco es digno de consideración? ¡José Luis Gómez! ¿Ése quién es? El nombre pesa.
     En un curso de la facultad nos relataron un experimento en una universidad norteamericana donde el profesor enfrentaba a sus alumnos a dos textos: uno de autor renombrado y otro de algún escritor de segunda línea. Los estudiantes debían reconocer a quién correspondían.  Resultados sorpresivos: ni los estudiantes de literatura podían distinguir la calidad de los textos sin la ayuda del nombre del autor, como si el sólo nombre diera las claves de la lectura y, más aún, del juicio de calidad.
     No deja de asombrarme Fernando Pessoa que más allá de los seudónimos, de mero trámite, se inventó a otros escritores con todo y sus poéticas y sus claves de lectura. La heteronimia debe ser la expresión o de un genio monstruoso que no se basta a sí mismo o la expresión de una inseguridad como la mía, pero a la inversa: si yo soy incapaz de crear un nombre para confiarle mis textos, Pessoa sería incapaz de dejar a uno solo con los suyos; creó al emisario y a su vigilante y al vigilante del vigilante.
     Me van a llover los coscorrones de quienes se toman a Pessoa demasiado en serio. Más de lo qué el mismo se tomó, tal vez. No importa, el punto es que las pocas veces que he visto impreso mi nombre en una publicación tengo la certeza de haber imaginado y pulido y trabajado el texto, sin necesidad hasta entonces de encubrirme en otros rostros.
     Algo más peliagudo queda por decir, aunque no estoy seguro de haberlo pensado bien. Lo dejo para que no se me atragante, y es que pienso en la necesidad de los seudónimos como resultado del snobbismo. Si no somos nadie, si nos llamamos José Luis Gómez Vázquez y esto nos hace sentir plebeyos, es necesario entrar disfrazados a las fiestas de la sociedad letrada, para que no reconozcan nuestras fachas. ¿Cuántos más habrán evadido así a los cadeneros? Mientras no aparezca una máscara a mi medida, creo que seguiré esperando afuera a que me llamen por el nombre con el que me reconozco ante el espejo.   

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