Soy
pésimo para inventar seudónimos. Para ser sincero debo decir que me dan pereza,
pero tampoco son compatibles con mi poética, al menos por ahora. (-¡ Ay güey! ¡Éste cabrón dice tener una
poética!) Pues no, pues sí. La tengo. No, la estoy teniendo. No sé. El caso es
que cuando tengo que llenar el espacio en las solicitudes para concursar o
cuando firmo el sobre con mis textos, me detiene la idea de tener que
inventarme un nombre de reemplazo. Sí, ya sé que es provisional, que no tiene
ninguna importancia, que es un mero trámite… pero inventar un nombre ¿no es ya
inventar a alguien?
Mis
textos (ahora se tragan mi poética, culeros) son parte de mí. Los vivo cuando
los escribo o los escribo porque he vivido cosas que me inquietan, las he
pensado yo: José Luis Gómez Vázquez. Y ya sé que mi nombre está para morirse.
Soy tan donadie que daría lo mismo llamarme Juan Pérez González y encontrar más
de 100 homónimos en la base de datos de Gobernación al tramitar mi curp. De que necesito un seudónimo, lo
necesito. Me tumbo en la cama y leo en el librero de al lado los nombres de
tantos autores: se escuchan tan bien los apellidos, los nombres exóticos como
las escrituras que seguramente contienen esos volúmenes. Llamarse como yo sería
una ofensa. Haría de los autores alguien tan de la masa que correrían el riesgo
de que se les borrara el rostro.
El
escritor es un fingidor natural. Inventa hombres y países y lenguajes. Se inventa
también su propia máscara y en los casos más exitosos la inventan sus textos
para él. Los imagino en los cafés con sus nombres pesando sobre sus voces, con
su meñique levantado que casi casi es como un gafete “soy escritor”. Debo estar
siendo injusto con algunos, pero es una idea que no he podido quitarme de los
escritores, como si algo tuvieran de sagrados o de ídolos. Se me ocurre
entonces que esa sacralidad podría venir del nombre impreso sobre el lomo, como
le ocurría a Humberto Peñaloza, en El
obsceno pájaro de la noche cuando
entraba a hurtadillas a casa de don Jerónimo de Azcoitía, el que era alguien,
para recordar que alguna vez había tenido un nombre y su antiguo patrón lo
hubiera desdibujado al acaparar todos los ejemplares de su libro y
arrinconarlos en una biblioteca que nadie visita.
Escribir
el seudónimo es un momento tan tenso como el de soltar la tarjeta de crédito en
una gasolinera: le confiamos la labor de emisario a alguien que apenas hemos
visto en cuanto terminamos de escribir su nombre. Es un acto de fe en un ser
imaginario que se lleva nuestro trabajo y va a hablar por nosotros ante las
miradas de los jueces. ¿Y si no le pusimos el nombre correcto? ¿Y si su nombre errado
denota desaliño o precipitación? ¿Y si es tan poco creíble que al verlo ahí
sentado, en espera de turno, lo descalifican por mentiroso? ¿Si tuviera una
mirada antipática o carraspeara demasiado al repetir el nombre que le he dado?
Esas
inquietudes podría enfrentarlas yo personalmente, porque creo conocerme mejor
de lo que puedo conocer a este intruso que se ha llevado mis papeles. ¿Pero si
mi nombre tampoco es digno de consideración? ¡José Luis Gómez! ¿Ése quién es?
El nombre pesa.
En
un curso de la facultad nos relataron un experimento en una universidad
norteamericana donde el profesor enfrentaba a sus alumnos a dos textos: uno de
autor renombrado y otro de algún escritor de segunda línea. Los estudiantes
debían reconocer a quién correspondían.
Resultados sorpresivos: ni los estudiantes de literatura podían
distinguir la calidad de los textos sin la ayuda del nombre del autor, como si
el sólo nombre diera las claves de la lectura y, más aún, del juicio de
calidad.
No
deja de asombrarme Fernando Pessoa que más allá de los seudónimos, de mero
trámite, se inventó a otros escritores con todo y sus poéticas y sus claves de
lectura. La heteronimia debe ser la expresión o de un genio monstruoso que no
se basta a sí mismo o la expresión de una inseguridad como la mía, pero a la
inversa: si yo soy incapaz de crear un nombre para confiarle mis textos, Pessoa
sería incapaz de dejar a uno solo con los suyos; creó al emisario y a su
vigilante y al vigilante del vigilante.
Me
van a llover los coscorrones de quienes se toman a Pessoa demasiado en serio.
Más de lo qué el mismo se tomó, tal vez. No importa, el punto es que las pocas
veces que he visto impreso mi nombre en una publicación tengo la certeza de
haber imaginado y pulido y trabajado el texto, sin necesidad hasta entonces de
encubrirme en otros rostros.
Algo
más peliagudo queda por decir, aunque no estoy seguro de haberlo pensado bien.
Lo dejo para que no se me atragante, y es que pienso en la necesidad de los seudónimos
como resultado del snobbismo. Si no somos nadie, si nos llamamos José Luis
Gómez Vázquez y esto nos hace sentir plebeyos, es necesario entrar disfrazados
a las fiestas de la sociedad letrada, para que no reconozcan nuestras fachas.
¿Cuántos más habrán evadido así a los cadeneros? Mientras no aparezca una
máscara a mi medida, creo que seguiré esperando afuera a que me llamen por el
nombre con el que me reconozco ante el espejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario