Entre
la taza de café y mi mano están la sombrilla y una vaga necedad por decir cosas.
Es un verano caluroso y hay trabajo por hacer antes de que venga agosto y se
lleve estas mañanas de bermudas y pies descalzos en el balcón de la casa
materna. El sol chupa la mezcla de sudores y agua jabonosa que ofrecen mis
playeras en hilera, colgadas sobre hilos paralelos, como los del alumbrado
público; las he puesto a secar para cubrir mis vergüenzas, mi flaqueza de hombre
atribulado por el futuro. Pero la sombrilla está abierta y el calor es
agradable, incompatible tal vez con el café que me ayuda en esta lucha contra
la indolencia, contra la franca pereza del estío.
Viví
26 años aquí y nunca aprendí a escuchar el ritmo suburbano de su vida. Pese a
tener la escuela en una esquina y el boulevard en la otra hay una calma que
podría provenir del verano, o este mediodía a la sombra, mi descarada pose
vacacional. Si salgo a la calle y veo a un obrero en la faena siento un poco de
vergüenza por mis bermudas y mis sandalias, pero al regresar al balcón parezco
olvidar cómo la vida sigue hirviendo afuera e incluso dentro de casa, donde Geneviéve
de Brabante se afana por la limpieza. Para sacudir la vergüenza, podría
hacerme pasar por escritor y decir que trabajo, pero no puedo jactarme de
ninguna de las dos cosas: escribo, sí, pero este pasatiempo no tiene más paga
que el placer y más inversión que la mengua de los minutos.
Sentiría
vergüenza también por hacer perder el tiempo a mis lectores, que podrían
aprovechar los cinco o diez minutos que les llevará seguirme en algo más
fructífero, como meter una carga de ropa a la lavadora y aprovechar la tarde
soleada para un secado perfecto, o hervir agua para disfrutar un café, como el
mío; incluso podrían hacer ambas. Pero llega siempre el momento –o debería
llegar para todos– en que todos los quehaceres se acaben y los valiosos minutos
se gasten en actividades sin lucro. Entonces el lector vendrá a husmear este
objeto extraño, como la perrita de la casa vecina olisquea la motocicleta del
jardinero; para eso estamos.
Y
así como el jardinero pudo llegar en un triciclo o una vagoneta vieja a casa de
mi vecina, el lector encontraría un video de futbol, una noticia desgarradora o
la foto sexy de una modelo; y sin embargo vino a dar aquí. Más allá de
lamentarme por su suerte y por las conexiones azarosas de todas nuestras vidas,
me interesa justificar mi ocio, valorizar el momento vacío.
Antes
de empezar a escribir alcancé a ver, a través de la separación entre mi casa y
la vecina, un fragmento de calle: las líneas brillantes de los coches zumbaban
sobre el boulevard. Imaginé entonces que sobre la acera pasaba una chica muy
guapa. Me moví hacia los lados, tratando de abarcar en mi campo visual la mayor
extensión de la avenida. No pasó nadie. Entonces traté de verme a mí mismo desde
la perspectiva de la chica imaginaria, de existir para el mundo de fuera.
Recordé mis imágenes desde la calle: entre los dos muros que convergen hay un
resquicio que da al balcón, pero su estrechez y la distancia desde la acera
harían imposible distinguir algo a quien no tenga la intención de fisgonear. Ahora
han pasado dos hombres que conozco, y que si asomaran por ese resquicio entre
los muros podrían ver algún fragmento de mi espalda o de la mesa en el balcón,
bajo la sombrilla y dirían: “ese muchacho cómo pierde el tiempo”.
El
jardinero se lleva su motocicleta. Ha terminado su trabajo y me echa una mirada
desde el jardín vecino, ya cortado: “Este cabrón qué buena vida tiene”.
Ciertamente no lo envidio: unos cortan pasto y otros escriben desde un balcón;
unos acaban su jornada a las tres de la tarde y otros, cuando la tienen, la acaban
a las nueve de la noche. Bastaría con que el jardinero llegara a su casa, se
conectara a internet y diera con estas líneas. Tal vez entonces diría: “eso no
lo sé hacer yo” y ya no me daría tanta vergüenza no saber encender una podadora
o abonar un rosal. Quizá no podría entender que nadie me pague por esto, y que
eso no me moleste, pero estará acostumbrado, como todos, a que hay muchas cosas
de los otros que hemos de resignarnos a no entender. Pensará algo sobre las
vacaciones y sobre la suerte de los que estudian y no dará más vueltas al
asunto.
El
jardinero pasa sobre la avenida, ha sustituido a la chica en mi imaginación.
Nunca leerá estas líneas y cuando vuelva a encontrarme escribiendo bajo la
sombrilla mientras el poda el césped al sol, volverá a mirarme como me miró
cuando recogió la motocicleta, sin acercarse a husmear el objeto extraño, como ha
hecho la perrita. Sobre la media barda de tabique se eleva otra cerca de
alambre que separa mi casa de la vecina: siempre podemos mirar del modo en que
hemos aprendido a hacerlo.
En
la transparencia del aire se deja oír la campanilla de la basura, la taza está
vacía, la página llena. Hay cosas por hacer.
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