Algo tengo
contra las reseñas. Pero cuando las cosas que leemos o vemos comulgan demasiado
con lo que pensamos es inevitable referirnos a ellas. Hacemos publicidad sin intención,
cuando en realidad queremos hablar de lo que pensamos.
Después de meses
volví a ir al cine. La película: Trois
souvenirs de ma jeunesse (Dir. Arnaud Desplechin), traducida aquí como “Mis
mejores días”. Un hombre vuelve a Francia de un largo viaje profesional en varias
provincias de la ex unión soviética tiene problemas con su documentación, con
su “identidad”, si vale la metáfora. Al ser interrogado por el agente de
inmigración debe recurrir a la memoria. Entonces señala tres momentos clave de
su vida, que justifican el tríptico.
Nosotros no
conocemos a ese hombre; a través de su narración se construye a sí mismo, busca
en su pasado todo lo que pueda concordar con el rostro que le vemos. Como
cualquier persona que se cruza en nuestros trayectos cotidianos, somos odiseos
huyendo de la ceguera furiosa del cíclope. Somos Nadie cuando no logramos explicar cómo hemos llegado hasta aquí.
Reconocer los
hitos de nuestro camino, los aprendizajes y los hechos determinantes nos ayudan
a trazar el mapa del destino, uno que línea a línea cobra la forma de nuestro
rostro. Paul Dédalus, el protagonista (Quentin Dolmaire), sabe que en los
golpes recibidos por su padre en la infancia está el secreto de su resistencia
al dolor. Y cuando lo vemos en el interrogatorio, su rostro nos hace confiar en
que soportará la tortura. Pero conforme se avanza en la narración de los
recuerdos, el espacio se llena de luz, y lo que parecía un calabozo de tortura
va suavizando sus rincones y gana en calidez; el rostro del interrogador
también relaja su recelo, se divierte con las anécdotas. Todos somos
sospechosos hasta no demostrar lo contrario, máxime en los aeropuertos europeos.
Paul Dédalus,
odiseo de vuelta a una Ítaca donde Penélope no ha podido esperar, artífice de
su propio laberinto. Odiseo sin epopeya en un mundo donde ya no hay epopeyas,
porque lo único que podemos descubrir y conquistar son nuestros propios
secretos. Y cuando el cine juega a la memoria nos deja la evidencia imborrable
de la imagen. Porque vemos vivir a otros, a veces con una plenitud que envidiamos,
con una libertad que no sabemos si cuestionar o envidiar, porque tenemos
nuestras reservas de mojigatería y nos escandaliza ver adolescentes deshechos
por el abandono cuando rozan, enfrentan y superan tantos tabúes; nos divertimos
con su irreverencia, nos asombramos de una lucidez que sólo los irreverentes
pueden permitirse, y al mismo tiempo sentimos pena: no sabemos si Paul se nos
ha vuelto un héroe o un mártir. Porque después de todo lo narrado, apenas vemos
frente a nosotros un hombre envejecido que difícilmente podemos relacionar con
el encantador joven que ha dejado todo para estudiar Antropología, el que leyó
todo, el que obligado por la necesidad de formarse emprendió un viaje.
Esther (Lou Roy-Lecollinet)
es una anti-Penélope, otro residuo de una generación confundida. –¡No sé cómo
vivir! –dice antes de arrojarse a la cama, llorando, en una de las escenas más
conmovedoras de la película. Paul ha salido del interrogatorio, pero el atractivo
de la memoria es irresistible. Ha recuperado el pasaporte al presente, pero hay
algo en el laberinto del pasado que no lo deja asentarse por completo en él. La
última parte del tríptico, la más extensa, narra el amor entre Paul y Esther (que
me callo porque lo peor de las reseñas es el riesgo del spoiler).
Las reseñas
colocan la película en el cajón del drama y el romance. No está mal cuando
entendemos las implicaciones trágicas del término drama. Nos hemos reído una y
otra vez a lo largo de la proyección, o sea que la comedia hace acto de
presencia. Si nuestra lectura es palomera, podemos pensar en el romance. Pero no
hemos visto una película de amor, por importante que la relación con Esther haya
sido para la vida de Paul. Hemos asistido a la explicación de un hombre que
perdió su identidad, que dejó su pasaporte en una provincia socialista y dejó
un duplicado de sí mismo para el mundo. Del otro no sabemos más que lleva
nuestro nombre: entre lo que hacemos hoy y lo que haremos mañana, el otro puede
venir a buscarnos, como en el poema de Luis Rius. Paul lo ha dejado libre para
acudir al encuentro de sí mismo en los archivos de la memoria y la
confrontación con los pretendientes del presente que quieren jugar a ser
pasados.
La tragedia de Paul
es ser ahora un hombre destruido. Aunque estuvimos un par de horas riéndonos con
sus peripecias, no debemos olvidar que asistimos al espectáculo de un mundo
muerto: lo que queda de Paul es un hombre viejo y solo que vuelve a un París
donde nadie lo espera. Afortunadamente, el cine nos consuela con las imágenes: el
close-up final al rostro de Esther nos dice que vivir ha valido la pena, que
haber experimentado la belleza puede superar la tragedia del envejecimiento, y
sobre todo, que recordar la belleza, en su forma más viva y más plena, es un muy democrático privilegio.