Deberías
perder menos tiempo en eso, la vida se acomodará. Pero ya no puedes dominarte,
esa pantalla te absorbe y barajas todas las imágenes pasando el dedo hacia
arriba. De pronto te detienes en la imagen que te atrae y fisgoneas: el ancho
de los ojos, el grosor y la forma de los labios, lees la actitud en la mirada y
en la sonrisa. Lees el espacio detrás de sus figuras y decides si sigues
barajando o si te das la oportunidad.
Crees temerario aceptar que te ha gustado lo que ves y en un momento de
arrojo, oprimes el corazoncito en la pantalla.
Estás
tan solo. Tú así lo decidiste, pero estás harto también y en un momento de
desesperación comenzaste a barajar imágenes a exhibirte en el aparador virtual
de las emociones. Eso crees al menos. Emociones. El caso es que no has podido
detenerte desde hace un par de meses, y esto realmente ha movido tu ritmo de
vida. Podrías estar leyendo, haciendo un intento por escribir de nuevo,
estudiando. Te quejas de no tener tiempo, pero en realidad tienes demasiado
tiempo libre, tanto que puedes desperdiciarlo en el juego de las imágenes. Un
día te respondieron y creíste que habías adelantado un paso, pero en realidad
lo único que conseguiste fue quedar más atrapado.
Te
quejabas de la naturaleza remota de ese noviazgo y pensaste en cambiar de
aires. Te decidiste. Pero dejaste el trabajo a medias. Así has hecho siempre,
no sabes para donde ir y te quedas en medio del camino. Ya no tienes edad para
eso. Te ilusiona descubrir si lo que
esperas está en alguna parte de la realidad, conectado y a la espera, como tú;
que sólo es cuestión de que las líneas se crucen y todo se vaya dando. Pero
temes también a la posibilidad de estar lanzando señales a un universo muerto,
perverso e infinito. Peor aún: a un universo indiferente y automático a cuya
construcción dedicas más tiempo del que crees.
Cuando
ella te respondió e hilaron la charla por varias horas, un par de días (noches
de insomnio que nada en tu vida, cuando tenía un orden, justificaría) esperabas
llegar más lejos. Que se interesara por ti, que fuera menos humillante, o al
menos más divertido. Y piensas que tampoco puedes quejarte, que muchos otros usuarios habrían celebrado
ese logro que apenas consiguió desconcertarte. Sin haberlo pedido, conociste su
cuerpo. No te pareció mal salvo por el hecho terrible de no ser más que una imagen,
una que invalidaba todas tus palabras y el esfuerzo gastado en proferirlas,
seleccionarlas, escribirlas. Te preguntaste si tú eras el inadaptado, si todo
funcionaba así. Reconociste ser un inadaptado, pero no lo lamentaste, de algún
modo siempre has tenido una aversión por colocarte en el centro de las miradas.
Desde afuera todo parece más claro. Decidiste no insistir, aunque te despediste
con una frase sugerente, un esfuerzo precipitado por mantener sus líneas en la
pantalla: las de sus palabras y las de su imagen. Por mantener la esperanza de
que la línea detrás de la pantalla trazara un camino de materialización que
diera unidad a los mundos.
El
silencio es una respuesta contundente.
Un no se puede cuestionar, se
puede ir minando a base de preguntas y falacias hasta hacer dudar a quien lo
profiere. Hay quienes dicen no sólo
por miedo, por reprimir deseos que no saben que tienen, que no se permiten
tener. Hay autoengaños y convicción a medias tintas. El amigo al que le dijeron
no y sujetó un brazo parecía estar
muy seguro de su deseo, y mientras lo hacía quizá recordaba cuántas veces él
había dicho no sin estar seguro de
ello… Al macho le enseñan que la mujer siempre dirá no la primera vez. Insiste como si tuviera que dominar a la hembra
y no pocas veces consigue, aunque después se le juzgue. Pero a nadie le enseñan
a defenderse del silencio, de los gestos inesperados, de la desnudez no
solicitada que paraliza.
Las
palabras crean un perfil que tratamos de acoplar a la imagen. No es sólo una enumeración
de características, inclinaciones y pasatiempos, sino un lenguaje que leemos
entre líneas, por el uso de las palabras
y la demora de las respuestas. Si nuestra imaginación se adelanta,
interactuamos mentalmente con el perfil que hemos creado, especulamos. Pero
estás hablando en nosotros y tal vez
seas tú el único al que le pasan estas cosas. Un iluso que llegó demasiado
temprano y le tocó ver cómo se montaba el juego, pieza por pieza, uno que creyó
ver cómo funcionaba todo, un ingenuo que sigue creyendo en el control sobre
nuestras creaturas. Los que han llegado después simplemente se han integrado y
fluyen entre reglas no escritas y el placer de la imagen por la imagen misma. A
ver si te das cuenta de que te han estado viendo la cara, de que nada hay
interconectado más que información.
Los
científicos siguen dudando si, tras el colapso de una estrella, la información
escapa al horizonte de acontecimientos y se conserva, o si se pierde con todo
el universo que habitaba alrededor de ella. Tú crees que depende de quien
presencie los acontecimientos, pero fuera de la ciencia ficción, no se sabe de
una especie que pueda sobrevivir tanto tiempo como demoraría una estrella en
autodevorarse. En general, no se sabe de otra especie viva, aunque hayamos generado
tanta información con nuestras especulaciones, palabras que nos forman un
perfil de los fenómenos que intentamos acoplar a las imágenes reveladas por
potentes telescopios, imágenes de universos muertos hace algunos eones. Su
imagen es una arqueología, un cementerio.
Vuelves
a la imagen de su cuerpo desnudo. Ella, la fotógrafa, la artista, ha jugado al
azar de que la conserves o deseches, de
que la traduzcas en palabras o te la apropies en la experiencia. La señal de
despedida quería ser un legado, piensas en tus momentos optimistas. Te desnudas
también tú en estas palabras o finges que eres capaz de desnudarte cuando
siempre has estado ocultando algo, revistiendo de signos equívocos: has
revestido de palabras tu brutal vacío.
En
realidad siempre has estado frente a la pantalla. Crear imágenes es quizá el
oficio más viejo desde la invención del lenguaje. La palabra es la imagen
sonora de eso que estás pensando que estás viendo en la pantalla interior de tu
mente y que quieres conocer. La cámara oscura de la mente es donde se revelan
las imágenes en emulsión de materia gris. Proyectar esas imágenes, llevarlas a
la mente del otro. Entenderse.
Algunas
palabras son símbolos. La imagen es un ícono. Los símbolos, dicen los
hermeneutas, guardan su contacto con lo sagrado, ocultan su misterio, que puede
revelar un bien o un mal supremo. Las imágenes son ídolos, quieren ser
adoradas, puestas en pedestales. Cuando te miras al espejo y adoras tu imagen
estás siendo idólatra. Pero ese ídolo es apenas la imagen de lo que hay al
interior de tu mente y quieres que tu cuerpo comunique. La imagen divina,
inaprensible. De la no correspondencia entre ellas nace tu sufrimiento. Te
jalas los cabellos, remarcas el rímel, pruebas varios colores de labial. Te
resignas y tomas la fotografía. Desnuda, poco maquillaje, luz clara, dejas que
el encuadre sugiera formas que has disimulado bien.
La
envías y es recibida al otro lado de la ciudad. Sin cables. Esperas que
satisfaga el apetito de un receptor ávido de imágenes. Uno que no se tomaría la
molestia de hacer cruzar su cuerpo a través de la ciudad. No le interesas, tu
imagen basta. Se masturba, toma video a sus movimientos. Envía.
La
sucesión de imágenes te intriga y te repugna. Cambio de pronombres. Ahora tú
eres yo, o esa parte de mi consciencia con la que hablaba antes. La palabra es
equívoca. Me has entregado tu imagen para dominarme y mi palabra se ha
apropiado de ti. Simbólicamente, claro está. Entregaste la imagen de tu cuerpo,
éste lo guardas para un mundo al que no pertenezco, que me va a ser siempre
inaccesible.
Te
resignas también, te desconectas. Vuelves a ti o a lo que crees que siempre has
sido. El tú para el interlocutor de la consciencia. El yo para esa parte a la
que no quiero culpar de lo que has hecho. Deberías perder menos tiempo en eso.
–Se te olvida que eso te llevó a escribir una novela –respondes. Guardo
silencio. No esperaba que dijeras nada, pero tienes razón en parte. Estas
experiencias dan que pensar, a ti y a mí. Si escribo, respiro un poco la
pesadumbre de no alcanzar lo que la imagen muestra, la de la pantalla o la de
la mente. Escribir para formar imágenes que drenen el exceso de imaginitud que almacena mi cerebro.
Reproducirlas, pero no a semejanza de las que están almacenadas, eso es
imposible. Imágenes nuevas, inesperadas,
fruto de mi proyecto mental y la imperfección de mi lenguaje. Pecado
original que origina cosas nuevas e incontrolables. Cuando pensaste que ibas a
escribir sobre ella, no tenías en mente estas palabras, este tejido nuevo.
Estás fuera de control. Te resignas también.
Te desconectas.